lunes, 13 de noviembre de 2017

Cartas entre León Bloy y su madre (II de VI)

I Carta de la madre a L. Bloy[1]:

Périgueux, 4 de marzo de 1866

¿De dónde viene, querido niño, que no nos escribes? Siento el corazón completamente afligido, pues siento que sufres. Estoy segura que no te das bien cuenta de lo que pasa en tu pobre alma: hay un poco de todo, es ardiente y carece del alimento que le es propio; a veces vas para un lado y a veces para otro y no puedes determinar tu mal ¡Ah! Pobre niño, cálmate un poco. Reflexiona. La razón no puede ser porque creas que tu futuro está perdido o amenazado, pues a tu edad todavía no es posible aún hacer su futuro o desesperar de él; ordinariamente es todavía muy incierto; no, no es eso. Tus estudios, tu trabajo te dejan sin progreso que te satisfagan, ¿por qué? Porque, tal vez, quieres muchas cosas al mismo tiempo, porque eres muy impaciente; no, no es ese el problema aún. Tu espíritu quisiera, pero tu alma y tu corazón sufren y tienen otras necesidades, otras aspiraciones sin que dudes de ellas y su malestar y sufrimiento actúan sobre tu espíritu y le quitan la fuerza y atención necesarias.

Sufres, eres desdichado. Siento todo lo que padeces y, sin embargo, soy incapaz de consolarte, de apoyarte, pero sin embargo quisiera. ¡Ah!, si tuviéramos las mismas convicciones. ¿Por qué has rechazado sin un profundo examen la fe de tu niñez? Las palabras de aquellos a los que la fe molesta o que han sido perdidos por falta de instrucción han impresionado tu pobre imaginación; y sin embargo tu corazón tiene necesidad de un centro que no encontrará jamás sobre la tierra. Es Dios, es lo infinito lo que precisas y sobre el cual te impulsan todas tus aspiraciones. Formas parte del restringido número de esos elegidos a los cuales Dios se comunica y prodiga su amor, una vez que esos hombres han querido hacer un acto de humildad sometiéndose a las obscuridades de la fe.

Dios te dará la Ciencia, las Artes; ¡ah! si te impulsaras al infinito, ¡hasta dónde podrías llegar!... ¡Cómo siente la creatura tan cerca de su Dios desarrollar sus facultades y cómo sus concepciones se vuelven sublimes en ese momento!


Yo, que no era más que una pequeña niña, ¡oh, mi Amigo! Si pudiera contarte todos los éxtasis y embelesos que, a tu edad, transportaron mi alma, una exaltación y una ilusión momentáneas no hubieran podido ocasionarme tales alegrías; al pie del tabernáculo, a los pies de Jesús crucificado, ya no existía para mi alma el mundo aquí abajo: los placeres, las fiestas, todas las alegrías que nos ofrecen eran menos que nada para mí. ¡Oh! Me parece que, al salir de esas conversaciones con mi Dios, era más fuerte que un ejército, hubiera afrontado el martirio con alegría y toda dificultad parecía desaparecer.

¡Oh, qué embelesos! Todo, en las obras de Dios, me enternecía: el canto de un pájaro me hacía estremecer y amaba a Dios; una hormiga me llenaba de admiración, y adoraba a Dios; un ser que sufría me hacía sufrir y suplicaba a Dios que tuviera piedad de la criatura. Todo, todo en la naturaleza clamaba a Dios y a su amor. He ahí la poesía en los pensamientos, la sublimidad en las obras, el amor sin límites al prójimo, el olvido de nosotros mismos para perdernos completamente en Dios. Entonces, con San Agustín, repetía en éxtasis: ¡Tarde te amé, belleza antigua y siempre nueva…!

Pero esta nueva Mónica tendrá que esperar aún un par de años para ver a su hijo retornar a la fe de su juventud.

La historia del encuentro de Bloy con Barbey d'Aurevilly es conocida, pero ¿fue realmente esa la causa de su conversión? Por más que Bloy parezca haberlo dado a entender en más de una oportunidad, ese famoso encuentro no pudo haber sido más que la ocasión, y el mismo Bloy era consciente de ello, como luego veremos.

Por su parte, la carta a Bourget que arriba citábamos, terminaba con estas palabras:

En fin, un día, en una iglesia donde había conseguido entrar, fui asido de tal forma en la mano de Dios que toda resistencia devino imposible, caí de rodillas, rostro en tierra, pidiendo gracia y mi conversión se llevó a cabo”.

¿Entonces, fue esta la causa? ¿Una gracia que cambió el corazón de Bloy en un segundo cual un nuevo San Pablo?

Sí y no. O si se quiere seguir con la analogía, así como la conversión de San Pablo fue debida a las oraciones de San Esteban, del mismo modo, la del impetuoso adolescente fue debida a las oraciones de su madre.

En la carta ya citada a Bourget, Bloy confesaba:

Mi madre, una cristiana de los días antiguos (…) rezaba por mí desde mi infancia. Cuando la indiferencia primero y el odio después reemplazaron la fe en mi corazón, redobló sus oraciones, las hizo más fervientes, más largas y profundas, encendió sobre el altar de su corazón un deseo ardiente que se elevó perpetuamente hacia Dios como la llama de un holocausto inextinguible. En cuanto a mí, yo redoblé la impiedad. Las oraciones no lograban nada y la Gracia me encontraba siempre rebelde, cerrado e inflexible. Un día, mientras mi madre meditaba la Pasión dolorosa del Divino Salvador, comprendió que Nuestro Señor, habiendo rescatado todos los hombres sufriendo por ellos sin medida y sin consuelo, los cristianos, que son sus miembros, pueden, según la justicia y la razón, prolongar ese maravilloso resultado y operar relativamente por sus sufrimientos imperfectos lo que Jesús ha obrado absolutamente por su inexpresable y perfecto dolor. Se ofreció entonces a sufrir por sus hijos y a llevar sus penitencias. En un consejo de una sublimidad misteriosa e inefable, fue acordado entre ella y Dios que haría el sacrificio absoluto de su salud y el completo abandono de toda alegría y de todo consuelo humano y que, en retorno, le sería acordada la conversión entera y perfecta de aquel de sus hijos que tenía la mayor necesidad de conversión. Ese acuerdo prodigioso concluído en la presencia y por la mediación de la Santísima Virgen María, recibió su cumplimiento inmediato en la persona de mi madre que perdió repentina e irremediablemente su buena salud de una forma tan completa como es posible sin que sobrevenga la muerte. Su vida pasó a ser un suplicio de veinticuatro horas por día y a fin que fuera completo y no dejara nada que desear a la extravagancia sublime del heroísmo más exigente, la enfermedad tomó un carácter de humillación y rebajamiento físico que es inútil expresar aquí. En cuanto a mí, no he conocido estas cosas sino mucho más tarde y cuando ya me había vuelto cristiano. Recién entonces comprendí que mi madre me había dado a luz una segunda vez en el dolor. Mientras tanto, no veía nada más natural que lo que sucedía y seguía siendo un perfecto impío. Incluso más, fue por ese tiempo que el mal de mi alma tomó el carácter terrible que ya he señalado. Luego he pensado que Dios quería que el milagro fuera completamente impactante. En sus designios permitió que descendiese moralmente tan bajo cuanto fuera posible y, por así decirlo, en el regazo de la muerte, a fin de manifestar su poder de resucitar de una forma imposible de desconocer. Cuando la gracia se abalanzaba sobre mí, la resistía desesperadamente. Sentía que algo muy poderoso obraba sobre mí y a fin de no saber nada sobre el sacrificio admirable que me hacía violencia, comprendí muy bien que la violencia se ejercía e intentaba oponer la rabia de mi corazón a esos terribles reproches. En fin, un día…”.

Todo comentario parece superfluo.






[1] Id. pag. 77-78. Es inevitable modificar algún tanto la puntuación y agregar algunas conjunciones para hacer un tanto más fluido el pensamiento.