viernes, 2 de diciembre de 2016

El que ha de Volver, por M. Chasles. Conclusión

CONCLUSION

"Ahora, pues, hijitos, permaneced en Él,
para que cuando se manifestare
tengamos confianza y no seamos avergonzados
delante de Él en su Parusía".

I Jn. II, 28

"PONED TODA VUESTRA ESPERANZA EN LA
GRACIA QUE SE OS TRAERÁ
CUANDO APAREZCA JESUCRISTO"

I Ped. I, 13

"Has de saber que en los últimos días sobrevendrán tiempos difíciles. Porque los hombres serán amadores de sí mismos y del dinero, jactanciosos, soberbios, maldicientes, desobedientes a sus padres, ingratos, impíos, inhumanos, desleales, calumniadores, incontinentes, despiadados, enemigos de todo lo bueno, traidores, temerarios, hinchados, amadores de los placeres más que de Dios. Tendrán ciertamente apariencia de piedad, mas negando lo que es su fuerza. A esos apártalos de ti” (II Tim. III, 1-5).

¡Cualquiera dice al leer tan sombría descripción que el Apóstol hablaba de tiempos como los nuestros! ¡Si, al fin de los tiempos!

Pues bien, nada elevará una barrera más fuerte contra el amor de nosotros mismos, contra el amor al oro, la insubordinación, las formas exteriores de una piedad que reniega de lo que haría su fuerza, que el desarrollo en nosotros de la esperanza de la vuelta de Cristo.

Debemos volver toda nuestra esperanza hacia esta gracia que nos será dada el día de la manifestación de Jesucristo (I Ped. I, 13) para que vivamos desde ahora en paz y alegría del alma.

Nuestra sociedad sufre de un profundo egoísmo, de una sed insaciable de dinero y goces materiales y de su falta de sumisión a la ley de Dios.

¿En dónde está el remedio?

Para aprender a olvidarnos de nosotros mismos se nos proponen diversos medios. Los métodos ascéticos son numerosos, pero nuestro aborrecible yo es un monstruo que, como la hidra de Lemá, debe ser extirpado en sus siete cabezas a la vez. Nada corta más radicalmente los tentáculos del yo que la espera de la manifestación de Cristo que puede producirse de un momento a otro. Nada domina mejor nuestro yo que la lectura de las Santas Escrituras; ellas nos recuerdan sin cesar los misterios que han de suceder. Un día Ángela de Foligno oyó una voz que le decía: "La inteligencia de las Escrituras contiene tales delicias, que el hombre que las posea olvidaría el mundo… No sólo olvidaría el mundo aquel que goce del gozo inefable de la inteligencia evangélica, se olvidaría de sí mismo"[1].


En contacto cuotidiano con la Biblia y penetrado del deseo vehemente de la venida de su Señor y de la realización de su Reino, el alma justa, recta y limpia se transformará, sin darse ni aun cuenta, porque apreciará las cosas humanas y las divinas en su justo valor. Medirá las primeras y las colocará en su lugar, es decir muy bajo: para las segundas las juzgará sin medida y comprenderá su incomparable grandeza.

Al mismo tiempo el alma se olvidará casi de los bienes de la tierra, de sus riquezas y placeres. Como el lirio de Salomón dejará al Padre Celestial el cuidado de revestirla de El mismo, adornándola con su esplendor, porque es Él quien nos santifica del todo, alma y cuerpo y quien nos conserva, irreprensibles para el advenimiento del Señor Jesús (I Tes. V, 23).

San Pablo señala los últimos tiempos marcados por aquellos hombres y mujeres que no tendrán sino las apariencias de la piedad sin tener la realidad de ella. ¡Apariencias de piedad! Sí, ritos, obligaciones cultuales cumplidas sin amor, peregrinaciones, novenas, medallas numerosas llevadas sobre sí, procesiones acompañadas con mucha música, mucha luz… Todo eso, satisface a la plebe… Pero la verdadera piedad, aquella que transforma la vida; la verdadera oración, aquella que se hace en el encierro de la habitación, esa que pedía Jesús: la verdadera adoración "en espíritu y en verdad" ¿en dónde están? "Los adoradores que piden al Padre" ¿en dónde están?

Nuestras oraciones son pedidos interesados y las más de las veces murmullos en la aflicción. ¡Simples exterioridades sin realidad!

Al lado de aquellos que son "amadores de sí mismos" están los desobedientes. Desobedientes a sus padres, desobedientes a las leyes civiles, desobedientes a Dios. Y, sin embargo ¡es preciso que su voluntad se haga aquí en la tierra como en el cielo! Por medio de nuestra sumisión a toda autoridad, apresuramos la venida del Reino de Dios.

Por fin constatamos que nuestra sociedad está poseída por un deseo inmenso de gozar y de poseer.

Desde la gran guerra hemos visto multiplicarse los locales de diversión y podemos actualmente medir la avaricia humana, esa "avaricia que es idolatría" (Col. III, 5). Asistimos a la búsqueda jamás satisfecha “¿Aquellos que (…) atesoraban la plata y el oro en que los hombres ponen su confianza, y en cuya adquisición jamás acaban de saciarse; aquellos que labraban con tanto afán la plata, de modo que sus obras eran sin igual?” (Bar. III, 17-18).

Totalmente contraria es la enseñanza de Nuestro Señor Jesucristo: "Haceos bolsas que no se envejecen, un tesoro inagotable en los cielos, donde el ladón no llega, y donde la polilla no destruye" (Lc. XII, 33).

Esta búsqueda del dinero, constituye para la masa la razón de ser de la existencia. Si falta el dinero, el hombre se quita la vida; la ambición del dinero es el único incentivo de la actividad del hombre.

Qué espantosa quimera comparada con la esperanza de la cual habla cada página de este libro; la esperanza de la gloria, de la vuelta y del Reino de Jesús… y de nuestra gloria asociada a la suya.

Que nuestras últimas líneas sean dedicadas a la "esperanza viva" (I Ped. I, 13), "a la esperanza bienaventurada" (Tit. II, 13), a aquella que nos lleva "tras el velo" (Heb. XVI, 19) en donde está el secreto de lo invisible y de los misterios celestes.

San Juan Clímaco se expresaba así: "La esperanza es la imagen presente de los bienes ausentes"[2]. Actualiza en cierto modo por el ardor del deseo, los misterios del porvenir, como la liturgia actualiza conmemorándolos cada año, los misterios pasados de la vida de Cristo. La fuerza del deseo nos arrastra hacia el misterio "tras el velo en donde sólo puede penetrar la esperanza". Nos hace gustar el sentido de lo oculto. En ella nuestras almas son arrebatadas por las cosas invisibles[3], porque de ese modo, encontramos el verdadero sentido de la realidad.

Si hemos sabido mirar las cosas invisibles y no las cosas visibles, "un peso eterno de gloria" será nuestra medida superabundante, " porque las que se ven son temporales, mas las que no se ven, eternas" (II Cor. IV, 18).

La Esperanza que el arte quiere representar es generalmente la figura de una mujer con las manos tendidas hacia el cielo y sus pies desprendidos de la tierra; lleva a veces un báculo, el báculo del peregrino, símbolo de su carrera anhelante hacia el fin supremo, ardiendo en el deseo de alcanzarlo. También se ha dado a la figura iconográfica de la esperanza representada bajo los rasgos de una mujer, el ancla, símbolo de aquella que da seguridad al navío (Heb. VI, 19); lleva a veces trigo, frutas, una colmena, símbolos "del labrador que espera el precioso fruto de la tierra aguardando con paciencia hasta que reciba la lluvia de otoño y de primavera" (Sant. V, 7). Así debemos esperar fortaleciendo nuestros corazones, " porque la Parusía del Señor está cerca" (Sant. V, 8).

Es la paciencia firme que nos sostendrá en nuestra vida de viajeros, como fué Moisés sostenido en el desierto: "Se sostuvo como si viera ya al Invisible" (Heb. XI, 27).

La virtud de la esperanza nos permite contemplar ese invisible, y es ella quien ya nos dice al oído – como el trigo verde canta al labrador que le mira, la belleza de la próxima cosecha[4] — los esplendores de la manifestación de Jesús con sus santos; la esperanza nos dice: "¡Bienaventurado el que espere (…) Tú, empero, marcha hacia tu fin y descansa, y te levantarás para (recibir) tu herencia al fin de los días” (Dan. XII, 12-13).




[1] Angela de Foligno: "Le livre des visions". Trad. Hello, París. Tralin 1914, "L'Esperance", Pág. 61.

[2] S. Juan Clímaco: "La Escala Santa", 30 grado, 29.

[3] Prefacio de Navidad.

[4] Se ha escogido el color verde como símbolo de la esperanza porque es el color del trigo en hierba, esperanza de la cosecha.