sábado, 2 de julio de 2016

León Bloy, por Jacques Maritain (VI de XII)

Ya sabemos que León Bloy entendía ser un testigo de Dios. Aquí parece oportuno recordar que siempre se ha notado cierta discordancia entre la Iglesia, considerada en lo que constituye su realidad esencial, y esa otra realidad que podríamos llamar mundo cristiano. (Nuestra conducta de malos cristianos es lo único que ven de la Iglesia aquellos, que, al juzgarla, suelen echarle en cara defectos de orden temporal). Pero esa discordancia suele hacerse particularmente terrible en ciertas épocas, tales como la nuestra y como aquella en que vivía Bloy. Épocas en las cuales ni siquiera advertimos nuestra condición de malos cristianos. Y realmente, lo somos: porque tenemos miedo al Evangelio, y miedo al amor de Dios; porque sólo pensamos en adquirir medios humanos y exteriores que nos dispensen de todo esfuerzo de renovación interior; porque sólo vivimos la letra de nuestra Ley.

Bloy debía cargar con el testimonio de Dios y de su Iglesia, ante un mundo de apariencia cristiana entregado al espíritu burgués y al culto del dinero; por eso hay en sus libros tantas violentas agresiones al Burgués.

En lo que Bloy entiende significar con la palabra burgués, coinciden dos líneas etimológicas: el burgués en el sentido que lo decían los románticos, el enemigo del arte y de la poesía, el filisteo; y el burgués del léxico revolucionario del siglo XVIII, el rico, el enemigo del pobre. Bloy transfigura la suma de esas dos acepciones, haciendo del burgués un símbolo del espíritu de tibieza y del espíritu de riqueza, es decir un nombre más del antiguo enemigo.

Para dar semejante testimonio, era preciso mantenerse en una situación excepcional, absolutamente libre de este mundo. Así tenía derecho a decir contra él las cosas excesivas que merece. Y gracias a esa misma posición excepcional, eludía el riesgo de desviar a los espíritus débiles con el exceso necesario en esa clase de verdades. De ahí su perfecto retraimiento que explica muchas cosas de su vida; entre otras, su misma pobreza. En la Edad Media, un monje mendigo cumplía un designio semejante: san Bernardino de Siena; y hacia fines del siglo XVIII, el mundo fue condenado en silencio por otro pordiosero: san Benito José Labre. En nuestros días, colocado fuera de nuestra sociedad, y aún de la misma vida regular de las órdenes religiosas, un pobre condena a su época. Pero este no es un pobre silencioso como san Benito, es un pobre que vocifera en un mundo invadido totalmente por la actividad humana, donde el hombre se admira a sí mismo, donde el cuidado de conformarse a este siglo es la preocupación dominante. La violencia de Bloy abrió los ojos de muchos extraviados, de muchos que creían que la religión es el opio del pueblo y que el cristianismo no está hecho para conseguir el gozo eterno de los pobres, sino para consolidar las posesiones de los ricos.


Respecto de ciertas agrupaciones políticas que se decían partícipes del orden católico, escribía:

¿Cómo podría arreglármelas para soportar el contacto de los mismos católicos, de estos católicos modernos que creen posible unir al cadáver del pasado la carroña de nuestra época, y que sueñan con no sé qué restauración de la vieja bastilla real, en la cual reservarían la casilla del perro para habitación de Nuestro Señor Jesucristo? (Meditations d´un solitaire).

He tratado de ir colocándome con ustedes en la perspectiva necesaria para entender las violencias de Bloy, así como también las injusticias que, en su detalle, pudieron ser numerosas. Los que comienzan a leer la obra de Bloy suelen tropezar con dos escándalos. En primer lugar la truculencia de su lenguaje, que a mí, confieso, me choca muy poco. Me parece mucho más inocente la grosería en la palabra que la perversión en el pensamiento; y creo que aquella truculencia era un recurso defensivo de Bloy contra el espíritu mundano.

El otro escándalo lo constituyen las injusticias cometidas por él contra algunos de sus contemporáneos. Esto es, por cierto, mucho más chocante, y no creo que sea objetivamente defendible, pues la injusticia nunca lo es. Pero, he aquí un punto en el cual quisiera hacerme entender: subjetivamente consideradas, las injusticias de Bloy son explicables. Es necesario prestar atención a lo que hay de excepcional en el caso de León Bloy. Villiers de l'Isle, cuando se encontraba delante de un interlocutor importuno o insolente, miraba al personaje con extrema y manifiesta atención, entornaba los párpados, estiraba el cuello hacia adelante , exclamaba en tono de decepción: ¡Por más que intento, señor, no consigo llegar a verlo! La impotencia de Bloy para juzgar los individuos en circunstancias particulares, era ingénita. Para comprender el alcance desmesurado de sus violencias, es necesario darse cuenta que ellas se dirigían a otro objeto, que estaba siempre más allá del punto de aplicación inmediato. Sus violencias proceden de una especie de abstracción muy especial, una abstracción artística, no filosófica. Cualquier acontecimiento, cualquier gesto, cualquier individuo era instantáneamente transportado a la intuición poética de aquel terrible vidente, separado de las contingencias, de las condiciones concretas del ambiente humano que lo explica y justifica, y transformado en puro símbolo de alguna devorante realidad espiritual. Contribuía en mucho a ese efecto, su extraña reclusión en su propio mundo interior; pues era de aquellos a quienes importuna el clamor de la desobediencia y viven retirados en su propia alma. Su madre le  había encontrado muchas veces, cuando era niño, llorando silenciosamente en un rincón, sin motivo aparente. Una melancolía sin límites, natural y sobrenatural, pesaba sobre él. Cierto número de percepciones místicas de una acritud terrible, tales como para entregar su alma enteramente a la vida de la Gracia, llenaban su corazón. El olvido de Dios, el odio al pobre, la crueldad de un mundo donde el Evangelio es menospreciado, le mantenían constantemente en presencia de la pasión de Jesús, configurando su propia vida espiritual a la agonía del Monte de los Olivos. He ahí lo que para él tenía existencia verdadera: ese universo espiritual y su dolor; lo demás era fantasma, espectáculo inútil y de dudosa realidad. Así es como, bajo la constante presión que aquellas percepciones ejercían sobre su espíritu bastaba que un objeto exterior se insinuara en la sombra de su sufrimiento con la apariencia de vicio o de tibieza que tanto odiaba, para que él se apoderase inmediatamente de aquel objeto como de un símbolo detestable y lo sometiera a sus indignaciones de justiciero obediente. Podía ocurrir que la víctima escogida para presa de su indignación no mereciera ni el garrote ni el escalpelo; más aún, que fuera una persona de honor; a través de ella, daba alcance al monstruo invisible, el símbolo de iniquidad espiritual que oprimía su corazón y el de muchos de sus hermanos. Para no pocos, esa manera de obrar tenía serios inconvenientes; pues su amor a Dios no se mostraba al juicio exterior como un amor verdadero, y la Justicia, que fué la pasión de León Bloy, parecía dejar un poco de lado la virtud moral del mismo nombre.

Seríamos muy poco perspicaces, si no supiéramos distinguir en su realidad aquel amor y aquel celo, y si no comprendiéramos que la enormidad de las violencias verbales de Bloy, las hacían menos peligrosas para sus enemigos que para él. La cólera, decía él mismo, no es más que el hervor de mi piedad. Y así era, en efecto. Al entender su propia vida como símbolo de una más alta realidad, y al entregarla, por eso mismo, en espectáculo, consideraba legítimo atribuir a los hombres el papel de signos y figuras, con los cuales su arte deletreaba la misericordia o la indignación de Dios. Todo ésto nos ayuda a comprender que la violencia de Bloy, aunque arrastrase consigo alguna injusticia, era en su raíz una violencia santa. Así también podemos percibir todo lo que hay de enigmático y de irónico en la actitud y en las formas de Bloy. Si no las entendiéramos como corresponde, quiero decir con las rectificaciones espontáneas del buen sentido cristiano, la misma verdad que expresan vendría a inducirnos en error. El ha dicho, por ejemplo, que el verdadero amor debe ser implacable. Los que de ahí sacaran en consecuencia que hay que ser duro de corazón y tener odio a la piedad, demostrarían ser imbéciles.

En alguno de sus libros cuenta la historia de aquel caballero medioeval que, al oír las argucias de un infiel que discutía con los doctores cristianos, puso un final prematuro a la argumentación, partiendo en dos al infiel. Bloy le agrega a esa historia un comentario destinado a producir resquemor en algunos de sus lectores: dice que esa historia es para consuelo del buen cristiano. No caigamos en el lazo que nos tiende Bloy con ese estilo hiperbólico, tan de su agrado; la historia en cuestión, toda al pie de la letra, sería un consuelo para los malos cristianos, porque expresa el alivio de la naturaleza amarga y salvaje, al sacudir por un momento, y aunque sólo sea de un modo imaginario, el yugo de la caridad que trajo Cristo. Porque un hombre que se llamara a sí mismo hombre de lo absoluto, y amara a Dios de tal modo que en ese amor incluyera odio y desprecio hacia los hombres, odio y desprecio, en primer lugar, hacia los hombres que no son cristianos, y en segundo lugar, y con más fuerza, hacia los cristianos que no lo son según su propia norma, se parecería al Peregrino de lo Absoluto, como se parece a santa Teresa de Ávila un enfermo atacado de delirio místico. Para hablar como él de los demás, es preciso vivir como  él, sufrir como él y, ante todo, estar seguro como él de amar a Dios por Dios mismo, depurado de toda pasión humana y de toda preocupación política, y sobre todo, amar a los hombres, a los pecadores, a los descarriados, como él los amaba. Pero uno sólo es el camino para imitar a Bloy: siguiendo cada uno su vocación particular, entrar en la locura del amor.

En su amor a todos los hombres, Bloy tenía una cierta predilección por los pecadores y los descarriados. Tenía presente que uno de los títulos de Nuestro Señor Jesucristo era el de amigo de pecadores y publicanos. En todas las almas trataba de descubrir alguna huella del paso de Cristo; porque sabía que la Gracia recorre todos los caminos en busca de las almas, y que no se debe quebrar al tallo encorvado. No ignoraba que entre aquellos que no pertenecen visiblemente a la Iglesia, hay almas justas, que participan, sin saberlo, de la vida misma que anima a la Iglesia, y que serán redimidas por la sangre del mismo Sacrificio que da beatitud los santos. En ese sentido ha de entenderse la fórmula fuera de la Iglesia no hay salvación. Nuestro primer deber es no pecar contra la Luz; no reposar tranquilamente en una falsa seguridad que a nadie conviene, pues nadie sabe si ante Dios es digno de amor o de odio. Para eso, no hay más que buscar con gemido, como decía Pascal; y una vez que hemos hallado, dejarnos conducir por el Amor que se ha dado a nosotros, cuidando mucho de no traicionarlo nunca. Temed que Jesús pase y no vuelva otra vez. Esas palabras de San Agustín permanecían vivas en el corazón de Bloy.

En el libro intitulado Introduction a Léon Bloy, Termier escribía:

Mi vida se divide en dos partes profundamente distintas: la que precede y la que sigue a mi encuentro con Léon Bloy. Muchos son los que me han hecho esa misma confesión. El encuentro con Bloy, la frecuentación de sus obras, produjo en ellos el mismo cambio que han producido en mí. Me encontraba en Bucarest, adonde había sido llamado para asistir a un congreso. Una tarde, terminaba de escribir algunas cartas, cuando llama a la puerta de mi pieza de hotel un hombre joven todavía, y se presenta; habla corrientemente el francés y conoce nuestra literatura; ha leído todos los libros de Bloy, y para responder a una pregunta que le hago sobre el conjunto de esa obra, me dice estas simples palabras: Bloy me ha hecho llorar mucho. Casos como este he conocido también en Dublín, y en otras ciudades.


Y para el que esta tarde os habla, la vida se divide en dos partes: la que precede y sigue al encuentro con León Bloy.