miércoles, 13 de abril de 2016

El Pelícano, por Charbonneau-Lassay (I de VI)

Nota del Blog 1: Sobre este libro ver la reseña AQUI.

Nota del Blog 2: No siempre hemos podido conseguir las mismas imágenes que trae el autor, pero aún así hemos procurado que sean lo más parecidas posible.





CAPÍTULO OCHENTA

EL PELÍCANO

EL VAMPIRO — EL MURCIÉLAGO


I. EL PELÍCANO EN LA NATURALEZA Y EN LA FÁBULA ANTIGUA

El Pelícano, como el Cisne, es al natural una gran palmípeda que alcanza a veces más de un metro de longitud. En el agua, tiene todas las cualidades y toda la elegancia del cisne en sus movimientos; es blanco, ligeramente tintado de color salmón, pero la bolsa colgante que lleva bajo el larguísimo pico y sus alas caídas hacen que no sea, en cuanto a belleza, más que el pariente pobre del cisne.

El pelícano de Europa, que entró en la simbología cristiana a título de emblema de Cristo Jesús, es el que los griegos llamaban Pelekos, de pelekus, el hacha, porque la abertura de su desmesurado pico, que se ensancha en abanico, se parece al hierro del hacha antigua donde cae en picado desde el cielo sobre los peces de superficie, que constituyen su principal alimento. Los griegos antiguos lo llamaban también Onocrótalo porque encontraban extraño su grito, krotos, parecido al rebuzno del asno, onos.

El pelícano vive en la Europa oriental, en el Asia sudoccidental y en el Norte de África. Dice Plinio que en su época se encontraba en la parte de las Galias que da al Océano septentrional, el Mar del Norte[1]. Algunos aseguran, y eso es más probable, que a veces se encuentran pelícanos en las zonas mediterráneas de Provenza y el Languedoc.

Hay una leyenda muy antigua, relacionada con el Pelícano.
Fig. I.
 Dice que a veces los polluelos de pelícano nacían tan débiles que parecían sin vida; o bien que al regresar el ave a su nido encontraba que los había matado la serpiente; otras veces, aquellas pequeñas aves recibían indignamente a su padre cuando éste volvía y le daban picotazos y golpes de ala en la cabeza; y entonces él, justamente enojado, les daba muerte allí mismo. Pero he aquí que, tres días más tarde, viendo inanimados a sus pequeños —tanto si habían sido víctimas de él como si no-, el pelícano sentía que se le partía su paternal corazón, gritaba su dolor a los cuatro vientos, se inclinaba sobre los pequeños cadáveres ensangrentados y, desgarrándose el pecho con el pico los rociaba con su propia sangre. Entonces, bajo la tibia ablución de savia paterna, los pelícanos muertos empezaban a estremecerse, volvían a la vida, agitaban alegremente las alas y se acurrucaban amorosamente en el plumón del padre, a quien por partida doble debían la vida (Fig. I).






[1] Cf. PLINIO, Historia Natural, Libro X, LXVI.