miércoles, 16 de marzo de 2016

El Primado de San Pedro en la Epístola a los Gálatas, por el P. Bover (III de IV)

II. SAN PEDRO, «APÓSTOL DE LA CIRCUNCISIÓN»

Para entender exactamente el valor y significación del apostolado de la circuncisión, que San Pablo atribuye a San Pedro, hay que leer la relación que nos hace el Apóstol de su ida a Jerusalén para someter la aprobación de su Evangelio a los jefes de la Iglesia madre. Recogeremos solamente los conceptos más importantes para nuestro objeto.

Transcurridos catorce años —dice—, subí de nuevo a Jerusalén… Subí conforme a una revelación. Y les expuse el Evangelio que predico entre los gentiles, y en particular a los que figuraban, por si yo corría o había corrido en vano… Pues bien: los que figuraban nada me impusieron, sino al contrario, viendo que me había sido confiado el Evangelio de la incircuncisión, como a Pedro el de la circuncisión —pues el que infundió fuerza a Pedro para el apostolado de la circuncisión, me la infundió también a mí para [el de] los gentiles—, y reconociendo la gracia que me había sido dada, Santiago, Cefas y Juan, los que eran considerados como columnas, nos dieron las diestras [en prenda] de unión a mí y a Bernabé, de suerte que nosotros [evangelizásemos] a los gentiles, y ellos a la circuncisión (Gal. II, 1-9).

Este pasaje, en que San Pablo parece equiparar su apostolado con el apostolado de Pedro, frecuentemente ha sido presentado como una dificultad contra la existencia de un primado de jurisdicción único y universal. No obstante, examinado atentamente, lejos de ser una dificultad contra el primado, es un argumento positivo en su favor. No será difícil el demostrarlo.

Mas antes notemos brevemente que el apostolado de que aquí se habla no significa, directamente a lo menos, potestad de jurisdicción, sino más bien el ministerio de la predicación. Y la distribución o demarcación de este apostolado entre Pedro y Pablo no es exclusiva y cerrada. Como San Pablo predicó con frecuencia a los judíos, así también San Pedro predicó no pocas veces el Evangelio a los gentiles. Con esta demarcación etnológica o geográfica sólo se señala el campo ordinario del ministerio evangélico asignado a los dos príncipes de los apóstoles.

Previa esta declaración, todo nuestro raciocinio se resume en estas afirmaciones:

a) Por una parte, San Pedro, como Apóstol de la circuncisión, posee la autoridad suprema sobre la Iglesia de los judío-cristianos;

b) Por otra parte, San Pablo, el Apóstol de la incircuncisión, y con él toda la Iglesia de los cristianos venidos de la gentilidad, está sometido a la jurisdicción del Apóstol de la circuncisión.

c) Conclusión de estas dos afirmaciones combinadas es que San Pedro era el jefe supremo de la Iglesia universal. Procedamos por partes.


A San Pedro atribuye San Pablo de un modo especial característico el apostolado de la circuncisión. El apostolado en este caso, como ya hemos advertido, directamente sólo significa el ministerio de la predicación evangélica. Es verdad. Pero preguntamos: ¿por qué razón semejante apostolado se atribuye con especialidad, y aun con cierta exclusión, a Pedro? Porque, claro está, no era Pedro solamente el que predicaba el Evangelio a los judíos. Por tanto, si el ejercicio de este apostolado no era exclusivo de San Pedro, la razón de atribuirlo especial y aun exclusivamente a San Pedro no puede ser otra sino que San Pedro tenía el gobierno o dirección suprema de este apostolado. Hay más aún. ¿Por qué título correspondía a San Pedro el gobierno supremo de este apostolado? Porque San Pedro no era el obispo de la Iglesia madre de Jerusalén, ni menos encarnaba en sus ideas, y en su proceder la tendencia judaica. Estos dos títulos evidentemente correspondían más bien a Santiago, el obispo de Jerusalén y que muchos consideraban como el representante de la tendencia judaica. Y, sin embargo, no corresponde a Santiago, sino a San Pedro, el apostolado de la circuncisión. El verdadero título de este apostolado, distinto de los precedentes y superior a ellos, no es otro que la autoridad o jurisdicción suprema que Pedro tenía, con exclusión de Santiago, sobre toda la Iglesia de los judo-cristianos. Y semejante autoridad por lo mismo que no era local, era necesariamente universal y sin esta autoridad suprema no se explica, ni se concibe siquiera, que San Pablo y los mismos jefes de la Iglesia de Jerusalén hubieran atribuído a San Pedro la dirección suprema del apostolado de la circuncisión. San Pedro, por tanto poseía el primado sobre toda la fracción judaica de la Iglesia.

Y de este primado judaico se sigue necesariamente el primado universal. Antes de probarlo por el testimonio de San Pablo en el pasaje que estudiamos, no serán inútiles algunas observaciones de carácter más general.

En absoluto, Jesu-Cristo hubiera podido fundar su Iglesia sin investir a sus enviados o representantes de verdadera autoridad espiritual. Mas desde el momento que nos consta positivamente la existencia de la autoridad de la Iglesia, sería un absurdo, contrario a la voluntad de Jesu-Cristo y al testimonio de la Escritura, suponer la coexistencia de varias autoridades independientes. La unidad de la Iglesia, que tan apretadamente recomendó el divino Maestro y que tanto inculca San Pablo, aun en la misma Epístola a los Gálatas, exige imperiosamente que el principio de autoridad existente en la Iglesia se reduzca a la unidad. Por tanto, si Pedro tiene el primado sobre la Iglesia de los judío-cristianos, fuerza es que lo tenga, igualmente sobre la Iglesia de los fieles venidos de la gentilidad. De lo contrario, faltaría en la Iglesia la unidad de régimen, tan necesaria en toda sociedad bien organizada.

Enseña además San Pablo, también en la Epístola a los Gálatas, que los judíos y los gentiles forman, es verdad, un solo cuerpo en Cristo Jesús, mas no por títulos iguales. Que no son los unos y los otros dos elementos homogéneos que se combinan por igual, ni menos los gentiles absorben a los judíos sino al contrario, son los judíos los que incorporan a sí y como absorben a los gentiles, para formar el Israel de Dios, como hermosamente dice el Apóstol (Gal. VI, 16). Los judaizantes, a quienes combate San Pablo en esta Epístola, pretendían que los gentiles, al convertirse al cristianismo, recibiesen la circuncisión para entrar así a formar parte de la descendencia de Abrahán. A esto responde el Apóstol negando la necesidad de la circuncisión, pero concediendo y poniendo de relieve la necesidad de entrar a formar parte de la descendencia de Abrahán, lo cual alcanzan los gentiles mediante la fe y el bautismo en Cristo Jesus. En virtud de esta ley providencial, tantas veces y de tantas maneras proclamada pm San Pablo, síguese manifiestamente que los gentiles, al ser asociados a Israel, han de reconocer igualmente la autoridad que en la nueva teocracia, en el Israel espiritual, ha establecido el mismo Jesu-Cristo. De consiguiente, el primado sobre la Iglesia de los judío-cristianos entraña en sí el primado de la Iglesia universal.

Con estos principios generales concuerdan los hechos. En ese mismo pasaje que estudiamos, San Pablo declara noblemente su actitud respecto a San Pedro. El apostolado de la gentilidad y el apostolado de la circuncisión no son dos apostolados independientes: necesitan ir de común acuerdo y al ponerse de acuerdo, no entran con igualdad de derechos: el apostolado de la gentilidad pide el reconocimiento y la aprobación del apostolado de la circuncisión.

Que el Apóstol de la gentilidad quiere y necesita proceder de común acuerdo con el Apóstol de la circuncisión, no exige demostración ni declaración; basta para convencerse la simple lectura del pasaje. Notaremos, sin embargo, dos cosas.

Primera, que San Pablo, si se ve en la necesidad de exponer su Evangelio a los personajes más caracterizados de la Iglesia de Jerusalén, no lo hace porque dude de la verdad de su Evangelio: sabía él muy bien, y nos lo asevera repetidamente, que su Evangelio lo había él recibido por revelación de Jesu-Cristo (Gal. I, 12 y 16). Y, no obstante, se ve en la precisión de exponerlo ante los jefes de la Iglesia madre.

Segunda, que respecto de los judaizantes, que eran los que de hecho ponían estorbo a su predicación, no sólo no trata de ponerse de acuerdo con ellos, sino que se les opone denodadamente y les trata con dureza, llamándoles falsos hermanos intrusos, que se habían introducido solapadamente para espiar nuestra libertad, que tenemos en Cristo Jesús, con el intento de esclavizarnos… A los cuales—añade—ni por un instante cedimos, dejándonos subyugar, a fin de que la verdad del Evangelio se mantenga incólume en orden a vosotros (Gal. II, 3-5). Esta diferente manera de portarse respecto de  los judaizantes y de los jefes de la Iglesia de Jerusalén es muy significativa: señal evidente de que San Pablo, al ponerse de acuerdo con los jefes, no lo hace simplemente por bien de paz, sino por conciencia y para asegurar el fruto de su predicación evangélica.

Pero hay más: el apostolado de la gentilidad y el apostolado de la circuncisión, al ponerse de acuerdo, no entran en negociaciones con igualdad de derechos. Que no son  los de la Iglesia de Jerusalén quienes acuden a Pablo, sino Pablo a ellos. El les expone su Evangelio; ellos nada hallan que corregir ni añadir a este Evangelio; lo aprueban plenamente.  Ellos, además, reconocen la misión divina de predicar a los gentiles confiada a San Pablo; ellos le dan las diestras como prenda de paz y de comunión; ellos, talmente, ratifican el acuerdo de que Pablo evangelizase a los gentiles, y ellos a la circuncisión. No se trata, pues, de negociaciones entre dos partes iguales, sino de pasos dados por San Pablo en orden a obtener el reconocimiento y aprobación oficial de la Iglesia de Jerusalén. Y ¿para qué? El mismo Pablo nos lo dice: para no correr o haber corrido en vano, esto es, para no comprometer el fruto de su predicación evangélica. Notemos que se habla de la predicación de Pablo entre los gentiles. Si el apostolado de la gentilidad no podía ejercerse fructuosamente, ni siquiera por Pablo, que había recibido de Dios el Evangelio y la misión de predicarle, sin la aprobación del apostolado de la circuncisión, señal es que los fieles de la gentilidad reconocían la suprema autoridad del que por antonomasia era considerado como el Apóstol de la circuncisión.


Por tanto, si por una parte el apostolado de la gentilidad estaba sometido a la autoridad y dirección del apostolado de la circuncisión, y, por otra parte, la suprema autoridad y dirección de este apostolado de la circuncisión estaba en manos de San Pedro, síguese manifiestamente que San Pedro, en calidad de Apóstol de la circuncisión, era el jefe supremo de  toda la Iglesia.