jueves, 20 de agosto de 2015

Prólogo de Jaime Eyzaguirre a La Salvación por los Judíos de L. Bloy (I de II)

Nota del Blog: La recensión a La Salvación por los judíos hecha por la Revista Bíblica de Straubinger (ver AQUI) hablaba de un prólogo “genial” de Jaime Eyzaguirre y la verdad que su lectura ha cumplido las expectativas.

LEON BLOY BAJO EL SIGNO DE ISRAEL

Un fluir y refluir de pueblos; un continuo renovar de configuraciones geográficas que se ensanchan y se angostan hasta el desaparecimiento; un inquieto oscilar de vidas colectivas que irrumpen con fuerza de voluntad e imperio y que acaban por marchitarse en la nada y el olvido. Así entra la humanidad la hora proteica de su historia.

Lo que ayer era una afirmación potencial —mesopotamios, griegos, romanos— hoy ya no cuenta: Lo que ahora quiere asirse a lo definitivo y escapar a la ley biológica implacable que empuja el ser hacia el no ser, habrá también de disolverse en un horizonte breve o distante. Pero quedará siempre algo, un poder que se transfiere de tiempo a tiempo sin ahogarse en los vaivenes, un hilo invisible que desde el inicio del hombre va ensartando prolija y armoniosamente las cuentas de ese misterio de gloria y de dolor que constituye el rosario de la historia. El mundo heleno lo llamó “Destino” y en su deambular vacío de esperanza lo simbolizó con los ojos encubiertos. Para el cristianismo es todo el temario de un drama que brota en las ternuras del Eterno el día primero de la creación y que se agolpa por encrucijadas de luz y sombra hasta llegada la hora de la reintegración de todas las cosas en que habrá de desembocar en el mismo cauce que le viera partir. Es el pensamiento de Dios que se prende a la vera de la criatura en el peregrinar angustioso del tiempo con afán de conceder unidad y sentido a la máxima insensatez de la historia humana. Es el Amor que clava hitos de luminosidad en el reino de tinieblas que enseñorea el "príncipe de este mundo" y que perfila en la distancia, con dilecciones de Padre, los tintes de una aurora de finalidad.

Pero en la mudable estructura del drama histórico no sólo permanece el hálito providencial. Hay todo un microcosmos paradojal de entrega y apostasía, que en balde busca morir, pero que en desesperada sobrevivencia sufre el látigo de los siglos sobre su superficie rugosa y lacerada. Lo escogió El en la hora sin contornos y le tiene allí clavado, dentro y fuera del tiempo, hasta el instante cada vez más cercano en que el misterio se desdoble y lo incomprensible se alce en nitidez. Desde la eternidad ha apetecido El vestirse de su carne y descender a cortar en dos estadios el curso de la historia. Ha vuelto a la eternidad y de su tránsito por la tierra conserva tan sólo esa envoltura de que no ha querido desprenderse. Su presencia a la diestra del Padre es para los hombres el índice de la futura resurrección e inmortalidad. Pero, lo que para todos es sólo esperanza, para el pueblo escogido ya tiene un signo de realización cumplida: el primer hombre glorificado le pertenece por entero. La primera carne, la única[1] carne que hoy contempla la grandeza del Padre, es una carne judía.

El solo respetado en ese sistemático devorarse de naciones, en ese canibalismo colectivo e incesante que funda glorias efímeras sobre aniquilamientos brutales, es el Israel abyecto, subsistente incómodo, testigo siempre odiado de una eternidad que no comprende. Reúne las abominaciones de los pueblos de ayer y de los pueblos de hoy, que golpean furiosos sobre su roca impávida. La arremetida de los monstruos poderosos no tiene más virtud que la de afianzarlo y demostrar su inconmovilidad. Los verá deshacerse como arena ante su vista ya cansada. Porque su historia

"Cierra el paso a la historia del género humano como un dique cierra el paso a un río, para elevar su nivel. Inmóvil, en definitiva, todo lo que se puede hacer es saltar por encima de él, con más o menos estrépito, sí, pero sin ninguna esperanza de destruirlo."



***

He aquí un pensamiento capaz de inquietar a ese hurgador empedernido de las aguas del misterio que se llamó León Bloy. Echada la mente sobre las palabras penetradoras de la Sagrada Escritura, diálogo de estremecimiento entre el Amor y la infidelidad, ha visto revelarse a su corazón entregado de creyente y artista, la forma y el contenido del vínculo inexplicable entre Dios e Israel. Esa sobrevivencia empedernida del pueblo judaico, contra la que se debate impotente el curso sucesivo de las naciones, da sin duda qué pensar

“Y considerando lo que Dios soporta—arguye Bloy—conviene ciertamente a las almas religiosas preguntarse, de una vez por todas, si acaso un misterio infinitamente adorable se esconde bajo las apariencias de la ignominia sin rival del Pobre Huérfano condenado ahora en todos los tribunales de la esperanza, pero que en el día señalado no carecerá tal vez de protección".

Porque, en efecto, hay un día de reconciliación y paz para el nuevo Caín que arrastra su marca ignominiosa por todas las latitudes, día que anuncian los profetas y que subraya San Pablo en su famosa epístola a los romanos.

Los judíos —dice Bloy en "Le sang du pauvre", recordando estas promesas— son los primogénitos de todos y cuando las cosas se hallen en su lugar, sus amos más feroces se considerarán honrados de lamer sus pies de vagabundos. Pues todo les está prometido y en la espera hacen penitencia por la tierra. El derecho de primogenitura no puede ser anulado por un castigo, puesto que "sus dones y sus vocaciones son sin arrepentimiento”. Esto lo ha dicho el más grande de los judíos convertidos y de ello deberían acordarse los cristianos implacables que pretenden eternizar las represalias del Crucificado. "Su crimen, dice aún San Pablo, ha sido la salud de las naciones". ¿Qué pueblo inaudito, es pues éste a quien Dios pide el permiso de salvar el género humano, después de haberle pedido su carne para sufrir mejor? Es decir que su Pasión no le satisfaría si no le fuera infligida por su bienamado y que toda otra sangre que la que El recibe de Abraham no sería eficaz para lavar los pecados del mundo”.

 El lenguaje de los símbolos, en que Bloy satura su sed de misterio, le da base para construir una definición grandiosa del drama de Israel, que sin apartarse de la substancia ortodoxa, ha de admirarse más como un fruto poemático que como una precisa y rigurosa expresión teológica. En su obra "Christophe Colomb devant les taureaux", avanza así las grandes líneas de su doctrina:

"La exégesis bíblica ha señalado la particularidad notable de que en los Libros Sagrados la palabra dinero es sinónimo y figurativo de la viviente Palabra de Dios. De donde se sigue que los judíos, depositarios antiguos de esta palabra, crucificada por ellos al convertirse en la Carne del Hombre, han retenido posteriormente su simulacro para realizar su destino y no errar sin vocación sobre la tierra".

Y siguiendo el audaz pensamiento en "Le salut par les juifs", Bloy continúa:

"La muerte de Jesús separó esencialmente del Pobre al Dinero, al prefigurante del prefigurado, lo mismo que separan al alma del cuerpo las muertes ordinarias. La Iglesia Universal, nacida de la sangre divina, tuvo al Pobre por heredad, y los judíos, atrincherados en la inexpugnable fortaleza de una desesperación recalcitrante, guardaron el Dinero —el pálido dinero erizado de espinas sacrílegas y deshonrado por los escupos—, como habrían guardado sin tumba el cadáver de un Dios sujeto a corrupción para que envenenase el universo”.

Después de asesinar al Pobre, Israel se ha dado a la tarea de arrebatarle sus adoradores, corrompiéndolos al conjuro del Dinero:

"El alma de los pueblos se engrasó a la larga con su pestilencia. Ya que habían esperado dos mil años una ocasión de crucificar al Verbo de Dios, bien podían esperar aun diecinueve veces cien años que una explosión colosal de la Desobediencia transformase en puercos a los adoradores de esa Palabra dolorosa... Las naciones cristianas renegadas, invadidas por la lepra blanca de su inmunda plata, le profesan obediencia y los potentados mercenarios, bajando humildes de sus tronos, se revuelcan ante El en sus propias deyecciones. Así se encuentra realizada en lo absurdo de la irrisión y del sacrilegio la profecía literal del Deuteronomio: "Prestarás a interés a muchos gentiles y tú a ninguno pedirás prestado. Dominarás sobre muchas naciones y a ti nadie te dominará".

Pero Bloy, que es hombre de esperanza y que ha penetrado en la médula de la Palabra Santa, intuye un período de la historia en que el triunfo de Cristo, hasta hoy detenido por la confluencia de pecado de judíos y gentiles, se realizará en su plenitud. San Pablo le señala "que aun no vemos que todas las cosas le sean sujetas" (Hebr. II, 8) que "somos salvos en esperanza" (Rom. VIII, 24); que queda por cumplir "lo que falta a las aflicciones de Cristo por su cuerpo, que es su Iglesia" (Col. I, 24), hasta que se produzca, como dice San Pedro, "la restauración de todas las cosas, de que habló Dios por boca de sus santos profetas que han sido desde el siglo" (Act. III, 21). La aplicación plena de los méritos de la pasión de Jesús, la ve Bloy aún suspendida y espera anheloso el día del total sometimiento que a su juicio va a ser activado por una infusión extraordinaria del Espíritu Santo.

"El pobre Jesús —escribe a Henri de Groux— no podía salvar la creación más que "en esperanza", como lo afirma San Pablo; su sacrificio no está consumado; está siempre clavado en su cruz; continúa desde diecinueve siglos sufriendo con los que sufren; y tu Redención no puede ser cumplida sino por el advenimiento de la Tercera Persona por medio de la cual todo debe ser restituido".

Jesús pende de la cruz por la traición de los judíos y los clavos del oprobio recibirán el remache de la apostasía de los malos cristianos hasta el día en que la operación prodigiosa del Espíritu Santo le haga descender del patíbulo transformándole en vencedor universal.

“Estamos todos en espera —escribe Bloy en Le mendiant ingrat, — puesto que estamos en el caos, en el gran Caos que separa el Rico del glorioso Pobre. Nos está reservado pues asistir verdaderamente al Génesis, de ser los testigos de la creación, desde el “Fiat lux” hasta el nacimiento de Adán". Antes de esa hora, que columbra las puertas de la eternidad, el Paráclito derrochará las angustias de su amor entre las criaturas infieles y desatentas, operándose allá en lo hondo del misterio trinitario una refracción maravillosa de la parábola del Hijo Pródigo: Jehová es el Padre a cuyo lado permanece en estrecha unión y fidelidad el Verbo, su Primogénito, mientras el hijo menor, que es el Amor, se arrastra y disipa por regiones lejanas “en su función divina de alimentar, desde hace seis mil años, a los puercos de la Sinagoga, primero, y después a los cerdos del Cristianismo”. Y el ternero consumido en el banquete con que el Padre celebra su vuelta al hogar “es también ese mismo Cristo Jesús, cuya inmolación por los mercenarios es inseparable siempre de las ideas de emancipación y de perdón".

Así descifra Bloy, en las luces de su profetismo estético, el acorde de dramaticidad que entrelaza las fibras de ternura inagotable de Dios con la áspera resistencia del corazón humano.






[1] Nota del Blog: escrito antes de la definición del dogma; sin embargo no hay dudas que la presencia corporal de Aquella judía, bendita entre todas las mujeres, que como dice Bloy, fue “la Única Elegida para ser, un día, el Único Remedio de Dios, el único punto de barro sin mancha en el cual el Redentor pudo poner su pie sobre la tierra”, en nada empobrece, antes bien al contrario, las bellas palabras de este párrafo.