miércoles, 24 de junio de 2015

Rahab, la Cortesana, Ascendiente de Cristo (III de III)

Rahab, La Cortesana, Ascendiente de Cristo


Una de las claves simbólicas de las que está lleno el Antiguo Testamento es presentada de modo admirable en la historia de Rahab. A mi entender, ningún exégeta cristiano parece haberla descubierto: es el episodio del cordón purpúreo. Se recordará que después de la toma de Jericó por Israel, el signo de la salvación —el signo eficaz, el símbolo realizador (es la definición misma de sacramento, si la presencia del Espíritu Santo es lo que el símbolo realiza)— es un cordón de hilo trenzado: tiqva. En cuanto a su color, es tóleath scháni, literalmente: un matiz de gusano brillante. Es imposible, en este breve artículo, exponer, citando las fuentes indispensables, la muy particular acepción que toman, juntas, estas dos palabras: tóleath y scháni (así como las diversas transcripciones fonéticas de estos términos hebraicos). El "gusano brillante" de que aquí se trata no es nuestro gusano fulgente, sino una larva de cochinilla, de cochinilla del Buen Dios (las zoologías bíblicas citan de ésta dos variedades). El color así designado corresponde a dos matices del rojo: el escarlata y el purpureo, que la expresión más arriba citada puede significar indiferentemente. En uno como en otro caso, el hebreo alude a "larva de cochinilla" y por tanto a "oruga". Se trata de una tintura de uso corriente desde la época de Moisés, y que se obtenía aplastando con los pies los bichitos del mismo nombre. Este término —tóleath scháni— se repite muchas veces en el Antiguo Testamento como un leit-motiv. Es una neta alusión.

Para evitar perífrasis, hablemos en adelante de un color "cochinilla", como se hablaría de un matiz púrpura, granate o bermellón. Como sucede a menudo en hebreo, la expresión sigue, en cuanto al sentido, una dirección dialéctica. El color cochinilla es, ante todo, el símbolo del pecado. Dice Dios a los judíos, en Isaías: "Vuestros pecados son como la cochinilla, Yo los haré blancos como la nieve". Más tarde, en el Apocalipsis —renuevo cristiano del "primer brote", indudablemente hebraico— el autor inspirado, adaptando a sus fines los temas ya clásicos de la escatología judía, nos mostrará a la Gran Prostituta toda envuelta en escarlata. Para Job, el hombre —inicuo, nacido con mancha— "no es sino una cochinilla, y el hijo del hombre no es más que cochinilla". Numerosas razones concurren sin duda a este simbolismo: la Biblia menciona a menudo el escarlata de la vergüenza; en los banquetes de los ricos, que casi siempre se convertían en orgías, los vestidos escarlatas eran obligados; en fin, el resplandor mismo de este color, lo señalaba, lo imponía a la vista como un desafío (el paño rojo de la tauromaquia): Dios, frente a su pueblo, se detenía ante la llama orgullosa, ostentadora, del pecado. Los grandes de Israel, cuyos crímenes desencadenan sobre Jerusalén la cólera de Jehová, son calificados muchas veces de "envueltos en escarlata" (en Jeremías, por ejemplo). En las Lamentaciones ellos "se abrazarán al estiércol". Pero se piensa en seguida en el Cristo, envuelto en escarlata en el pretorio de Pilatos. Esto nos lleva a la segunda acepción del término…


Pecador, es considerado quienquiera que expíe, hasta el inocente, el justo. Todo el capítulo LIII de Isaías trata de esta sustitución redentora. Para Dios todo es real, concreto; nada tiene para Él valor convencional: si "justifica" es porque, declarando justo, Él hace justo, así como cuando evoca los seres posibles, ya están ahí. Paralelamente, si trata a un hombre de pecador, es que, por una alquimia misteriosa, este hombre es pecador, no en sí mismo o por sí mismo, sino en el pensamiento salvador de Dios que lo inhabita y constituye su fondo más íntimo. A partir de aquí, Dios, en el que los valores opuestos son complementarios (pax et justitia osculatae sunt), tratará a este justo a la vez, y totalmente, como pecador y como justo, (así, la fe, y sólo ella, al afirmar tan integralmente los aspectos antagónicos de lo real alcanza la evidencia en el vigor mismo de su paradoja: credo quia impossibile est —en el plano de lo relativo— dirá Tertuliano). Cuanto más inocente es un ser, tanto más gratuita es la imputación realizadora de pecado— del estado de pecado, no del acto— y más absoluta, más integralmente es pecador. Se empobrece para que nosotros nos enriquezcamos. Se identifica a la rebelión para que nos identifiquemos a la obediencia. "Aquél, que en nada conocía el pecado, dice San Pablo, ha sido hecho por Dios (más que pecador accidental) pecado, a fin de que en Él (lugar geométrico en que el bien hace resplandecer el mal, abandonándose a él) lleguemos a ser justicia de Dios". También el Cristo es la Cochinilla por excelencia. El pecador puede "revestir el Cristo" porque el justo ha revestido la tóleath scháni. Es por lo que en el Salmo XXI (Heb. XXII) —que la Iglesia canta durante la Semana Santa— el Mesías no exclama, "No soy sino un gusano" cual si se tratara de una lombriz, sino "No soy más que una Cochinilla" y más adelante: "y me has echado al polvo de la muerte". Pero Él es el mismo que, "magnífico en su manto de escarlata, en el día de la venganza, y de la redención, ha pisado con furor a los pecadores, ha salpicado sus vestiduras con la sangre de las cochinillas, que manchó entera su túnica". Se ha vuelto Cochinilla ante Dios, a fin de que ellos sean ante este mismo Dios "salvados en todas sus angustias" (Isaías cap. LXIII). Es con su propia persona que los aplasta, que los pisa con furor, que los extermina como pecadores. Y así, el color cochinilla, símbolo, primero, del ultraje a Dios, del pecado, se torna en el de la expiación substituidora y redentora.

Los ritos sacrificiales del Levítico, así como las ceremonias de purificación, prefiguraban proféticamente la expiación mayor, sus aplicaciones y sus frutos. He aquí por qué —en el Éxodo y el Levítico— son innumerables los pasajes en que el escarlata, obtenido por el aplastamiento del animalejo purpúreo, tiene su papel en el simbolismo litúrgico. La ofrenda a Dios contenía la cochinilla, y la mezcla sagrada de que se servían los sacerdotes para purificar a los leprosos se hacía a base del mismo producto. Las vestiduras sagradas eran también teñidas con "cochinilla". Todo esto representaba el horror del pecado —su "clamor hacia el Eterno"— su carácter agraviante; pero su asunción por la misericordia del Dios Salvador, tenía también por signo el color "cochinilla". Hablando del "Servidor de Jehová" de "su Elegido", sobre el Cual Él "ha puesto su Espíritu", Isaías exclama: "¡No temas, cochinilla de Jacob!". ¿No será acaso éste el lejano y olvidado origen del afectuoso respeto que los hombres han manifestado siempre hacia la justamente llamada "cochinilla del buen Dios"? No nos detendremos aquí en los equivalentes de esta tintura: sería demasiado sencillo el encontrarlos (la sangre, por ejemplo, con que pintaron los judíos los dinteles de sus puertas en Egipto, en la víspera de la última plaga).

La cochinilla aplastada, la sangre purpúrea de este insecto "pisado en el lagar", es el signo, el real símbolo animal de Jesucristo, por Quien todo ha sido hecho, el Arquetipo de toda creatura (comprendido el cordero, el león, la cochinilla-oruga, antes de su metamorfosis "pascual"). Esta perspectiva se revela confusamente (San Marcos diría: como árboles que caminan), desde el principio del Antiguo Testamento: Thamar, lejana ascendiente del Mesías, se hace pasar por prostituta, a fin de poder, gracias al ardid, realizar, aún así, y siguiendo la sola carne, la promesa de primogenitura de la que Abraham había recibido las primicias. Así también, su Descendiente, a pesar de que ya en Él no hay pecado, será puesto por Dios "entre el número de los malhechores" (Isaías LIII). Ella está encinta de Judá. Al tiempo de los dolores, un primer hijo (mosaicamente el heredero), pasa la mano por las vulvas, en el descubrimiento del mundo (como el cuervo del Arca). Pero, puesto que es, a la vez, heredero de Abraham e hijo del pecado —"concebido en la iniquidad"— se ata a esta mano un cordón de hilo escarlata, tóleath scháni, que pende de esta "ventana", como el otro después, de la de Rahab: nacido del pecador, el niño por el que debe perpetuarse, según se cree, "la simiente" del Patriarca, estará, desde su nacimiento, marcado por el signo de la gracia, de la salvación. Pero es entonces que este candidato a la vida se aleja de la luz, vacila ante su vocación: retira su mano, se niega al día (será éste el destino mismo de Israel, del "falso primogénito"); su hermano, el segundón en realidad, concebido después (como la Gentilidad) lo desaloja y sale con violencia, "arrebata el Reino" sustituye al otro ("los primeros serán los últimos"), reitera la aventura de Jacob, inflige un brutal desmentido al "derecho" humano, al curso "natural", tan bien cumple con su nombre Fares, es decir "ruptura". Y cuando el primogénito, que acaba de renunciar a su derecho de primogenitura —adviértase la continuación de la historia de Jacob—, el heredero según la carne que ha cedido su lugar al heredero según la Promesa, es eyectado a su pesar, lleva todavía en la muñeca el famoso cordón y se le da el nombre de Tsarah, "el brillante", equivalente de scháni. Como Ismael, el primogénito desposeído por Abraham —él también heredero según la carne, mientras Isaac lo será según el espíritu—, Tsarah halla gracia ante Dios. A lo largo de toda esta línea que encuentra su coronamiento en Cristo, los primogénitos según el entender de los hombres deben ceder el paso a sus segundones. Pues "mis pensamientos no son vuestros pensamientos y mis caminos no son vuestros caminos". Son los sacrificados, los chivos emisarios, “los expiadores, los precursores (véase aún la parábola del hijo pródigo[1]). En Jesucristo, triturador y triturado, destructor de Sí mismo, exterminador del pecado que asume, el Segundón y el Primogénito se confunden, la Carne y Promesa se dan el beso de la paz. En Él, por consecuencia, no hay ni Judío ni Gentil, en tal grado es a la vez el uno y el otro.
Fares se identifica en el Cristo con Tsarah, el Griego con el Judío, el Segundón preferido y dócil con el Primogénito orgulloso y despreciado: el cordón purpúreo reconcilia, "unifica" y "aproxima" el uno al otro (Ef. II-11-13). Así como Tsarah, sin saberlo, recibe, en las tinieblas del útero materno, la marca de salvación, así Rahab suspende en los muros de su casa, en la oscuridad de la fe, este signo de redención colectiva cuyo alcance mesiánico, sigue siendo para ella absolutamente desconocido. Cumple, libremente, con un acto necesario[2]. Si Fares, el heredero según la Promesa, se identifica en el Cristo con Tsarah, el Primogénito según la carne; Rahab, cuando sobreviene la plenitud de los tiempos cuya maduración, ella misma —por su fe de ancilla Domini- ha precipitado, alcanza una expansión paradojal —y digna por lo tanto de Jehová—, una expresión suprema: María. Y por fin, la palabra “eterna y viviente” de Dios —como dice el apóstol Pedro— en la que se unen el Segundón y el Primogénito…

Verbum supernum prodiens,
Nec linquens Patris dexteram

como canta la Iglesia, esta Palabra nacida de Rahab según la carne asume a la vez a todos los justos "que no tienen necesidad de arrepentimiento" y a la Cortesana y a "toda la casa de su padre", ofreciendo un abrigo a todos los rescatados, una vez que, desde su "ventana" abierta, en la tarde del Viernes Santo, el hilo purpúreo -tóleath scháni— irradia como un signo de victoria, en medio de la carnicería, paz y salvación: dux vitae, mortuus, regnat vivus…[3].



[1] Nota del Blog: ¿Cómo no citar aquí estas palabras de Bloy, que el autor, bloysiano como era, sin dudas habrá tenido presentes?

“De ahí que la Raza anatematizada fuera siempre, para los cristianos, a la vez que un objeto de abominación, la  causa de un temor misterioso.

Cierto es que se trataba del rebaño sumiso de la dulce y poderosa Iglesia, infalible e indefectible, en cuyo seno se tenía la seguridad de no perecer; pero sabíase también que el Señor no lo había dicho todo, que su revelación parabólica y similitudinaria era penetrable sólo hasta una mínima profundidad...

Sentíase que había allí algo que no estaba explicado, algo que la misma Iglesia no conocía del todo y que podía ser infinitamente temible.

¿Por qué, de otro modo, esos furores, esas súplicas?

Si se tuviera la fuerza y la audacia de aventurarse hasta el borde del abismo, de inclinarse sobre el pavoroso embudo de los arcanos insondables, sería para morir de vértigo con sólo soñar que Israel, tan “fuerte contra Dios” y que menospreciaba las lecciones de Cristo era, sin embargo, el único que habría tenido verdaderamente el derecho y la desconcertante prerrogativa de exhalar, a partir del quinto milenio de la Catástrofe inicial, la quinta reivindicación del Padrenuestro: "Perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores".

¿Qué deudas? ¿Qué deudores?

Puesto que los hijos de Jacob tienen por acreedor al Pobre, que es Hijo de Dios, ¿por qué no admitir que sean a su vez, en un sentido más misterioso, los acreedores de ese pródigo Espíritu Santo, cuyas Escrituras habría dejado protestar Jesús con si muerte?...

Y esta  misma muerte obra de ellos, ¿no sería, por ventura la bellaquería profunda y perfecta, la locura en abismo que la precisión litúrgica ha designado con el singular calificativo de "perfidia judía"? ¿No se trataba en efecto —para no salir de las comparaciones abyectas que convienen tan perfectamente al Dios de una abyecta humanidad—, de hacer anticipos al Consolador para obligarlo a pagar con una tremenda usura, aunque fuera en el término de veinte siglos, a expensas de ese doliente Cristo que seguirá  agonizando en su Cruz de oprobio, hasta que los crueles exactores se den por satisfechos?

Porque la Salvación no es una broma de míseros sacristanes, y cuando se dice que su precio ha sido la sangre de un Dios hecho hombre en carne judía, eso significa que ella lo ha costado en la eternidad de los tiempos. Piénsese en ese Padre que espera siempre, también El, y que espera de manera más perfecta que nadie, puesto que es el único que sabe el Fin.

Tan luminosa parábola de su eterna Ansiedad beatífica en el fondo de los cielos, es la historia del Hijo pródigo, que se ha hecho trivial y ya nadie la comprende.

Decid, si no, a los católicos modernos que el Padre que según el relato de San Lucas, reparte la substancia entre sus dos hijos, es el propio Jehová, si esta permitido designarlo con su terrible Nombre; que el primogénito que se conservó prudente y que "siempre estuvo con él", simboliza, sin lugar a dudas a su Verbo Jesús, paciente y fiel; y que el hijo menor, aquel que viajó por un “país remoto donde consumió su hacienda con meretrices" hasta el punto de verse reducido a guardar cerdos y a "desear con ansia henchir su vientre de las algarrobas que comían esos animales", simboliza seguramente al Amor Creador, cuyo hálito es errabundo y cuya  función divina parece no ser otra, al cabo de seis mil años, que sustentar a los cerdos cristianos, después de haber apacentado a los cerdos de la Sinagoga. Agregad, si queréis divertiros, que el becerro cebado que se sacrifica para celebrar con un banquete el arrepentimiento del libertino, no es otro que ese mismo Jesucristo, cuya inmolación entre los "mercenarios" es siempre inseparable de la idea de rescate y de perdón.

Decidles todo eso, tratad de conseguir que esas grandiosas similitudes, familiares cuando más a algunos leprosos, penetren en la pulpa untuosa e impermeable de nuestros devotos, acostumbrados desde la infancia a no ver en el Evangelio otra cosa que un edificante tratado de moral, y oiréis magníficos clamores…”.

La Salvación por los Judíos, cap. XXIV.

[2] Nota del Blog: Una vez más, Bloy: “Dios sabe que tal individuo, tal día realizará libremente un acto necesario”.

[3] Secuencia Pascual Victimae paschali laudes.