jueves, 18 de junio de 2015

Rahab, la Cortesana, Ascendiente de Cristo (II de III)

Rahab, La Cortesana, Ascendiente de Cristo

I Parte - III Parte

Sucesor de Moisés, Josué, se apresta a atravesar el Jordán. Este "paso del Jordán" —y Paso es Pascua (en hebreo Pesach)— va a clausurar, por la eliminación de un obstáculo humanamente infranqueable, la gran purificación preparatoria de cuarenta años, inaugurada por el paso del Mar Rojo ¿Para qué estos cuarenta años, sino para que desapareciera, muriera antes que nada, todo el viejo Israel? El simbolismo pascual de muerte y resurrección se precisa: Jordán es, en hebreo, el Descenso. Es pues, el correspondiente judío del Averno, este río de la mitología clásica que se sumerge en los infiernos: facile descensus Averni... Entrar en el Jordán, atravesarlo, salir de él por la ribera opuesta —para la conquista de una tierra y de una vida nuevas, paradisíacas— es, como el Cristo en la Epístola a los Hebreos "ser (milagrosamente) salvado a través de la muerte" como consecuencia de la muerte (ek thanatou). Se trata de pasar de un mundo al otro, de aquende el Jordán al más allá, para entrar en posesión de Jericó, es decir, del destino reservado, de la Promesa, puesto que el nombre mismo de esta fortaleza —en hebreo: su lunación— designa, por un simbolismo profético toda esta historia de Israel que resumirá más tarde la genealogía "lunar" del Mesías.

Y, tres días antes del Gran Paso, antes de la cuasi-Pascua del Jordán atravesado en seco, de la muerte que conduce a la vida, los judíos se detuvieron aún en Schittím, que significa a la vez los flagelos y la desviación. Israel se prostituyó allí con las hijas y el dios de los moabitas cuyo nombre mismo —Baal-Peor, "el Señor de la Vulva"— nos revela su naturaleza. Sin cesar, con la insistencia de la desesperación, Moisés, y más tarde los Profetas han amonestado "al pueblo de dura cerviz". Esta fornicación —carnal con las mujeres, espiritual con el ídolo— sería una traición, una injuria grave al Dios Vivo, el Aliado de la nación santa, consagrada. Y la infidelidad de la carne no sólo conduciría a la del espíritu sino que la revelaría, la postularía. Y, en tanto Moisés muere por su pueblo —Moisés, el Redentor, como le llamará San Esteban—, Dios revela a Josué que, en tres días, pasará el Jordán. Este será el Pesach, la Pascua. Y lo que había muerto con Moisés revivirá para la gloria de Josué, su continuador.

Entonces Josué "envió secretamente de Schittím dos espías[1], diciéndoles: Observad todo el país, y sobre todo Jericó". Los dos personajes, para pasar seguros la noche en esta ciudad, tuvieron la astucia de ir a esconderse, no al khan, a la posada pública, sino a casa de una mujer pública: ¿qué cosa más natural? ¿A quién podría intrigar la presencia de dos extranjeros en busca de aventuras? Es allí, en la casa de la cortesana que, después de haber eludido la vigilancia, se "acostaron". Simplemente. "Acostarse" quiere decir, para todo el mundo, tenderse a dormir, a reposar. Quedaba reservado a los exégetas "modernos" —comprendidos entre ellos los católicos— el imaginar, sin el más modesto índice de prueba en el contexto— que ellos "se acostaron" con Rahab!...

Se advierte entonces al jeque de Jericó, la presencia de sospechosos en casa de Rahab; y emisarios del príncipe vienen a intimar a la cortesana a que entregue los espías (su astucia se ha vuelto contra ellos), ella debe persuadirlos de que escapen; afuera, la celada está tendida. Rahab, por el contrario, les invita a subir a la terraza, y los encubre bajo unos Cascos de lino (Josefo, contemporáneo de San Pablo, escribe en el libro V de sus "Antigüedades Judaicas" que los tallos de lino, una vez cortados, eran puestos a secar sobre el techo de las casas). Luego, cuenta a los enviados del rey que los dos extranjeros han abandonado la ciudad, en dirección al Jordán. Y la partida policial inicia su persecución.

Rahab, entonces, sube al terrado donde los hombres se esconden, y "antes de que se acuesten", les habla de Dios; sin duda, para prepararse —y prepararlos a la hermosa noche que, si hemos de creer a ilustres exégetas "modernos"— va a coronar dignamente su profesión de fe verdaderamente profética. Abochorna comprobar que, en las notas de su Santa Biblia, Pirot y Clamer, luces de la exégesis "científica", se rebajen a mencionar esta interpretación libidinosa, como si se tratara de una opinión seria[2]. En realidad, la prostituta cananea se decide por los designios de Dios. Esta Rahab, esta "espaciosa" —y espaciosa, en efecto, tanto por la amplitud inimaginable de la caridad como por el número de amantes acogidos entre sus brazos— da el trato de hermanos a los enemigos de su raza, a los invasores de su patria. Jericó, "ciudad muy grande y amurallada, estaba poblada por gentes extremadamente fuertes; y los guerreros burlones tenían a los judíos “por langostas” (Núm XIII; 29.34). Pero, apresada por la iluminación profética, la buscona descubre, tras esta gentuza, el perfil de la sombra de Dios, hasta entonces desconocido para ella. Aquélla cuyo nombre está estigmatizado por el comercio infamante, la que está "abierta" y "disponible", pero integralmente, sin ninguna valla que pueda refirmar sobre ella una posesión: la que es realmente "toda para todos" (figura de la Iglesia, dirán algunos Padres); cuando Dios se presenta, abre al Invasor, al Amor en persona, esta Jericó que ella misma es. Y Rahab, que había oído hablar de las maravillas operadas por el Dios protector de los judíos exclama: "¡Yo sé, desde ahora, que Jehová os ha entregado el país entero!"...

Es, en este caso, tristemente sintomático del envilecimiento espiritual provocado en el dominio de la exégesis "moderna" por el compartimiento estanco del espíritu "científico", el que Pirot y Clamer, en las notas de su Santa Biblia, tengan por más segura la interpretación de sus camaradas racionalistas. Estos estiman —y los autores de la Santa Biblia con ellos— que una prostituta no puede haber tenido el lenguaje que se "atribuye" a Rahab en la narración bíblica. Sin duda, éstas son tradiciones contemporáneas que el Libro de Josué reproduce, pero la crítica interna de hoy sabe mejor a qué atenerse que los iletrados de tiempos remotos: la última palabra en materia de investigación psicológica le pertenece. Es, pues, el más subalterno pánico, y no el Espíritu de Dios, el que habla por boca de la Cananea. Así lo decretan estos noveles testigos, a tres milenios de distancia. Además, Rahab ha debido —¿no es acaso este gesto digno también de una ramera?— ha debido, para ser fiel a la idea que de una cortesana se hacen estos señores, poner la ciudad en manos de los sitiadores por algún infame artificio: y es esto lo que le valió su salvación y no el auxilio prestado a los dos espías. No solamente no hay nada que autorice a aplicar una psicología tan esquemática a la buscona; sino que, además, el espíritu "científico" de estos exégetas les lleva a inventar acontecimientos enteros, que no hacen sino revelarnos su propia mentalidad. Se advierte cuánta razón tenía Pío XII al dirigir una brava andanada, en la encíclica "Humani Generis", al delirio "científico" y "crítico" de algunos católicos. Y, en definitiva, el más crítico de los dos no es el que se suele pensar…

Y la simple cortesana, que no ha vivido jamás sino en la epidermis de los sentidos, comprende el alcance trascendente y profundo del Éxodo; se abre, más Rahab que nunca, a la intuición de la fe: "Ningún poder humano prevalecerá contra vosotros, pues vuestro Dios, Jehová, es realmente el Dios, el Maestro soberano, arriba, en los cielos, y abajo, sobre la tierra" (Josué, II, 11, texto que anuncia con mil años de anticipación, Filip. II, 10). La pagana, la prostituta, llamada por tanto, más que ninguna otra hija de su pueblo, a celebrar el culto de Schammasch por las hierodulías, por las orgías rituales, es la que hace el llamado a la misericordia del Eterno y del pueblo por Él elegido. Ella es la que profiere las mismas palabras de Moisés a Kadès-Barnès (Deut. IV, 39)[3].
Por fin, como Ruth, Rahab declara: "Tu pueblo, será mi pueblo, y tu Dios será mi Dios". No sólo cree —con una seguridad que no le viene de la tierra— en los designios providenciales de Dios —Jehová, el Único— por sobre estas "langostas" vomitadas por el desierto, sino que espera, presiente, profetiza: su evocación del paso en seco del Mar Rojo, 40 años antes, es como una premonición de la milagrosa travesía del Jordán; la suerte de los reyes amorreos, recordada por ella, anuncia la de los cinco soberanos confederados, después de la batalla de Ghilgal. Esta analfabeta, mujer de nada, ve dibujarse el sentido de la historia, cuyas peripecias le revelan su orientación porque descubre en ella su Animador secreto. No se eleva del acaecer hacia Dios, sino que desde el Único vuelve a descender hacia el acaecer. Es propiamente la "cortesana profetisa" de San Jerónimo —meretrix prophetissa— y su profecía, su mensaje inspirado, es, del Antiguo Testamento entero, la más integral confesión de fe, así como la más inesperada: "En verdad os digo: que no he encontrado fe semejante en Israel. Las rameras entrarán en el Reino de Dios y los hijos del Reino serán arrojados a las tinieblas". Así habla Jesús a propósito de otra Cananea. Lo que el Cristo afirmará mil años más tarde, es profetizado por la aventura de la pagana Rahab.

La fe de esta mujer perdida —¡y reencontrada!— se expande al punto, como una planta milagrosamente precoz, en caridad. Sin pensar siquiera en sí misma, la Espaciosa —"la que se dilata" (ésta es otra acepción de Rahab) — se convierte en la gallina que reúne a sus polluelos bajo la sombra de sus alas. Y, a los espías de Josué, que van a descolgarse metidos en una canasta desde lo alto de la muralla (como más tarde San Pablo en Damasco), les pide, en nombre de Jehová, —antes que de su promesa, se sabe de los suyos— que respeten, no a ella, cuando los judíos hayan conquistado Jericó —"su lunación"— sino a "su padre, y a su madre, y a sus hermanes, y a sus hermanas y a todos los suyos". La salvación es, para ella, colectiva. Poco más y exclamaría como el Apóstol, este visionario de la redención cósmica: "He deseado ser yo mismo separado del Cristo, por mis padres, mis ascendientes según la carne".
Y es entonces que, a la profesión de la caridad —sobrenatural, tan pronto como en el hombre, demasiado visible, se deja vislumbrar Dios, hasta ese momento invisible a la mirada de la fe (I Juan, 4, 20)[4]—; es entonces que, al llamado de la caridad responde la esperanza. A su turno, los espías de Josué comprometen al Eterno: juran, en su Nombre, salvar a Rahab y a los suyos. A esa misma ventana por la que los emisarios judíos habrán huído hacia la oscuridad, Rahab debe hacer que se ate un cordón purpúreo; y cuando los invasores libren al saqueo la ciudad, su casa será respetada. Es como un signo sacramental de salvación, este tiqvat tóle'ath scháni o cordón purpúreo. La palabra tiqvat significa a la vez "esperanza" y "cordón" (el Targoum de Jerusalén enseña: "La esperanza es un cable, con el que el hombre arroja un anda hacia lo más profundo de lo que desea", y San Pablo escribe a los Hebreos que la esperanza es un ancla). Y tal esperanza tiene justificación, el cordón purpúreo realiza efectivamente —"sacramentalmente"— lo que simboliza: el pueblo elegido señorea Jericó, arrasa la ciudad, consagrándola así negativamente a Jehová ("separándola" del mundo impuro, de sí misma, ciudad de pecado); pero Josué conserva la vida a Rahab, la cortesana, y a la familia de su padre y a todos sus allegados. Después, desposa a Salmón, hijo de Nóschom, y da a luz a Booz, ascendiente de David y del Mesías. Su descendencia directa cuenta ocho inspirados y entre ellos: Baruch, Jeremías, Schalloum y la profetisa Huldath. Y su historia acaba, en el Libro de Josué, por estas palabras enigmáticas. "Rahab habita en Israel hasta el día de hoy". Así más tarde, "el discípulo que Jesús amaba", deberá él también habitar, en el nuevo Israel —el de la Promesa cumplida sobre la Cruz— "hasta que venga" el Hijo del Hombre, "sobre las nubes del cielo con poder y grande gloria".

Se sabe hasta qué grado el pensamiento judío, tal como aparece en el Antiguo Testamento, desconoce al individuo aislado, al átomo humano, sin tener en cuenta a un personaje cualquiera sino a título de "momento" en una sucesión, de malla en una red. Las sucesivas generaciones son solidarias unas de otras algo más que "moralmente", en el sentido de una simple imputación jurídica. Comunican vitalmente entre ellas, participando méritos y crímenes. El niño que no ha nacido todavía asienta ya en los ijares de su futuro padre: vive ya en él. La santidad, la consagración a Dios es social; el legado de la nación. Y es que, además, el Qahal, la Iglesia de Israel, o sea el pueblo reunido para la adoración litúrgica, constituye, no lo olvidemos, un organismo de familias, un complejo de descendencia. El personaje del Mesías se realiza así insensiblemente, toma forma y consistencia en el curso de generaciones sucesivas, de tal manera que antes de su presencia, plenaria en la madurez de los tiempos, ya "cubre con su sombra" las prefiguras no metafóricas, sino reales, que son Fares, Booz, David, y los otros descendientes de Rahab. Ya, como María, la otra Espaciosa, la otra Acogedora, Rahab, lleva en sus entrañas "la santa sustancia que va a nacer" (Lc. I, 35, To gennómenon hagion). Esta sustancia, esta "cosa santa" —hagion, en neutro— no es tanto una persona, un individuo determinado, como una "función viviente", el Mesías como tal, que gana precisión de siglo en siglo, y de este modo individualización, como un personaje visto por unos prismáticos enfocados progresivamente. La cepa mesiánica —la "rama", el "germen" de que los Profetas hablan, el famoso "árbol de Jessé", que han dibujado los artistas medievales, es en el vientre de Rahab, la verdaderamente Espaciosa, que ha sido engendrado. Si se puede ver en la Iglesia el reflejo colectivo, sobre la tierra, de la eterna Sabiduría, y en María su radiante sombra personal; Rahab también reverbera aquí abajo esta Sophía, pero, paradojalmente -es el misterio de la Encarnación llevado al paroxismo— bajo la máscara de la Locura.
Este carácter genealógico, colectivo y secular de la gestación mesiánica aparece aún, en la historia de Rahab, cuando su profesión de fe pasa del YO al NOSOTROS. No sólo la cortesana se compromete a sí sino a "toda su casa" —o, más hebraicamente, la de su padre (así los "Hechos de los apóstoles" nos mostrarán, más tarde, la conversión de tal o cual, y "de toda su casa con él": como Israel, la Iglesia de Jerusalén es un conglomerado de familias)—, su empleo del plural es profético: nosotros, son, en la persona de aquélla en que por el momento, se resume toda la realización gradual de la Promesa, son, digo, las generaciones, tanto judías como nacidas en la Gentilidad, de los creyentes, de los que sin esperar tener una "comprensión", se apoderan del Dios impalpable, volviéndose a Él en la amorosa ceguera de la fe.






[1] Nota del Blog: No podemos dejar de señalar, siguiendo a Padres como Orígenes y a algunos autores protestantes, el dramático paralelismo que toda esta historia tiene con la Parusía, con la toma de posesión por parte del Mesías de Su tierra prometida, de Su herencia.

Señalemos, por vía de ejemplo, algunos: los dos espías son los dos Testigos, el cambio de nombre de Oseas por el de Josué (Jesús), la casa de Rahab, símbolo de la Iglesia, las siete Trompetas tocadas por los sacerdotes, Adonisédec, Rey de Jerusalén, figura del Anticristo, caída de granizo sobre los enemigos, etc. etc.

El paralelismo entre el libro de Josué y el Apocalipsis es fascinante. Se trata de algo así como un modelo sobre el cual puede verse (y descifrarse) la Segunda Venida y es en este sentido como debe aplicarse la tan mentada figura del tipo y del antitipo.

[2] Nota del Blog: crítica que compartimos en su totalidad. Ver más abajo.

[3] “Reconoce, pues, hoy, y revuelve en tu corazón que Yahvé sí que es Dios, arriba, allá en los cielos, y abajo, aquí sobre la tierra, y que no hay otro sino Él” (Cita de la Tr.).

[4] “Si alguno dijere: Amo a Dios, pero aborrece a su hermano, miente. Pues el que no ama a su hermano, a quien ve; no es posible que ame a Dios, a quien no ve” (Cita de la Tr.).