lunes, 3 de noviembre de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Cuarta Parte. Las operaciones Jerárquicas en la Iglesia Particular. Cap. XI (X Parte)

Clero secular, clero titular.

Lo que acabamos de decir a propósito de las órdenes monásticas y de las órdenes apostólicas nos lleva a llamar la atención del lector sobre una distinción que importa en gran manera establecer entre los diversos órdenes de personas eclesiásticas.
Los canonistas tienen la costumbre de distinguir entre el clero secular y el clero regular. Esta distinción practica y conocida por todos se basa principalmente en la diferencia de estado y de género de vida de las personas.
Pero hay otra que se relaciona más profundamente con la constitución misma de la Iglesia y se basa en las relaciones de las personas con su jerarquía, a saber, la distinción entre el clero vinculado por título a las Iglesias particulares y el clero sin título, destinado al servicio de la Iglesia universal.
En la primera clase se sitúan, con los beneficiarios seculares, los monjes y los canónigos regulares; la segunda clase comprende, con las órdenes religiosas propiamente dichas, las diversas congregaciones de sacerdotes seculares, que en los últimos tiempos han sido suscitadas por el Espíritu de Dios y destinadas al apostolado, y a los clérigos vagos que sirven a la Iglesia sin estar ligados por títulos a ningún lugar.
Quizá, insensiblemente, nos hemos acostumbrado demasiado a confundir estos dos órdenes de distinción; nos hemos acostumbrado demasiado, decimos nosotros, a considerar al clero secular como el único encargado originariamente y por naturaleza, del ministerio titular de las Iglesias, y a mirar al apostolado como el único ministerio reservado al estado religioso, hasta tal punto que los religiosos parecen no poder ser ya los clérigos titulares de ninguna Iglesia, a no ser por excepción o por derogación del orden natural de las cosas como los clérigos seculares no se podrían tampoco asimilar a no ser por excepción, a los religiosos en el apostolado. Ahora bien, ya hemos mostrado suficientemente cómo la profesión religiosa, perteneciendo por su esencia misma a la Iglesia entera y no siendo sino la perfección del cristianismo, conviene que penetre todas las partes del cuerpo de la cristiandad; desde los tiempos apostólicos, y sin la menor derogación de los principios de la jerarquía, esta excelente profesión, por los dos órdenes, el canónico y el monástico, se asoció íntimamente a la vida de las Iglesias particulares.
Por otro lado, nada se opone tampoco a la vocación apostólica en el estado del clero secular; así la expresión de clero secular no es en modo alguno sinónimo de clero titular u ordinario de las Iglesias, puesto que también los religiosos pueden tener esta última cualidad; como tampoco la expresión de clero regular es equivalente a la de clero apostólico o auxiliar, puesto que puede haber clérigos seculares que no estén ligados a ninguna Iglesia particular por el vínculo del título y que en esta situación sirvan a la Iglesia y ejerzan el apostolado.
A nuestro parecer, sería peligroso confundir estos dos órdenes de distinción: habría peligro en confundir la noción de clero secular con la de clero titular, y la noción de clero regular con la de clero apostólico, de tal modo que el ministerio ordinario de las Iglesias implicara la secularidad, y las fuerzas de la vida religiosa estuvieran reservadas exclusivamente al ministerio apostólico y auxiliar. La historia de los tiempos apostólicos y de las más bellas épocas cristianas, el testimonio de todos los siglos que precedieron a la aparición de las órdenes religiosas apostólicas y durante los cuales el ministerio de los religiosos, monjes o canónigos, estaba reservado exclusivamente a las Iglesias cuyos titulares eran, protestaría contra esta confusión.
Pero si viniera a prevalecer absolutamente en los espíritus y en los hechos, entonces el clero titular y el cuerpo de los pastores, comparado con el clero apostólico arrojaría un balance relativo de inferioridad. En efecto, la mayor suma de virtud y de santidad se hallará siempre, por la fuerza de las cosas del lado de la profesión pública de los consejos evangélicos.
Los pueblos mismos harían con demasiada facilidad este discernimiento y, abandonando siempre que estuviera en su mano el ministerio de los pastores para dar la preferencia a los institutos apostólicos, dejarían que se debilitara más y más el vínculo sagrado que los liga a sus Iglesias.

La vida de las Iglesias particulares y de las parroquias, que son tales Iglesias o miembros de las mismas, la vida de la jerarquía divinamente instituida, se iría debilitando cada vez más; el ministerio apostólico de los religiosos de institución eclesiástica, en lugar de sostenerla, contribuiría todavía a debilitarla; sirviendo a los intereses particulares de las almas perjudicaría a los intereses públicos del cuerpo entero; habría algo así como una deplorable oposición entre estos dos órdenes de intereses; y hasta, contrariamente a la constitución divina de las Iglesias, siendo así que la obra de las misiones debe preparar el camino a las Iglesias o sostenerlas y renovarlas; siendo así que es normal que las misiones precedan a las Iglesias para fundarlas y que vengan luego extraordinariamente a asistirlas en sus necesidades espirituales, se vería, por el contrario, que al debilitarse éstas sucedía a su actividad un estado permanente de misiones más o menos florecientes. Toda la vida religiosa abandonaría poco a poco las Iglesias para concentrarse en un nuevo orden de cosas, y el ministerio apostólico, móvil y pasajero por naturaleza y auxiliar de la jerarquía, reemplazaría en todas partes, por lo menos en cuanto a la eficacia preponderante de sus directrices, a la acción continuada y a los poderes ordinarios de los pastores que forman el cuerpo mismo de esta jerarquía.