sábado, 16 de agosto de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Cuarta Parte. Las operaciones Jerárquicas en la Iglesia Particular. Cap. X (I de II)


X

LA MISIÓN EN LA IGLESIA PARTICULAR

El obispo, fuente y principio.

La sagrada noción de la primacía en el seno de la Iglesia particular nos muestra, en el obispo, la fuente y el principio de todas las actividades que hay en ella.
El obispo es enviado a esta Iglesia. El que le recibe, recibe a Jesucristo, y es recibir al obispo recibir a los que Él se ha asociado y los ha enviado a su vez.
Así pues, la misión que viene de Jesucristo desciende por él a los presbíteros y a los ministros inferiores. A él, pues, corresponde comunicarles todo poder y toda jurisdicción sobre su pueblo, como le corresponde imponerles las manos. Es también una vieja máxima de derecho, como es una consecuencia natural de los principios de la jerarquía, que la colación del oficio o del beneficio sigue, por una especie de fiel imitación, idéntico curso que la colación del mismo orden sagrado.
Por tanto, como el Soberano Pontífice es la fuente de todo poder eclesiástico en el episcopado y en la Iglesia universal, así, por la naturaleza de la jerarquía, los obispos son la fuente y el principio de los poderes que aparecen en el gobierno de la Iglesia particular.
Sin embargo, en la aplicación de estas máximas hay gran diferencia entre la Iglesia universal y la Iglesia particular: la acción del Pontífice Supremo, siendo absolutamente soberana, no está ligada por las leyes sino en cuanto ella misma quiere ligarse, mientras que la actividad de los obispos, por el contrario, puede estar y está efectivamente sometida en su ejercicio a todas las restricciones de la legislación superior de la Iglesia universal.
Esta legislación ha establecido o autorizado en el transcurso de las edades diversas condiciones, a las que debe someterse y plegarse la autoridad de los obispos en la comunicación de la jurisdicción eclesiástica.
Estas condiciones han sido unas veces la intervención previa de patrones o presentadores; otras, el concurso de los capítulos y de los cuerpos eclesiásticos.
A veces estas leyes han confirmado incluso la prerrogativa que se habían atribuido los capítulos u otras personas eclesiásticas, de conferir por sí mismos los oficios de la Iglesia por una comunicación tácita de la autoridad episcopal, venida a ser poco a poco un derecho adquirido, hecho luego irrevocable por la costumbre.
De ahí la diversidad de las fuentes aparentes de la jurisdicción en una misma Iglesia; pero si vamos al fondo de las cosas, veremos que los que la confieren, cuando no son el obispo mismo, obran radicalmente en nombre del obispo y por un poder derivado originariamente de él.
Las derogaciones del derecho jerárquico no pueden llegar hasta la sustancia misma de este derecho y, miradas las cosas en su fondo sustancial, no hay nunca en la Iglesia más que una fuente de jurisdicción, un principio de autoridad y un centro al que todo  se debe referir.
No es nuestra intención exponer aquí todas las formas seguidas en la colación de los oficios eclesiásticos y todas las derivaciones de este poder primordial del episcopado que se han producido con el tiempo.
Esta materia forma una parte considerable de los tratados de derecho canónico.
Al derecho de conferir la autoridad eclesiástica en el seno de la Iglesia particular corresponde el de despojar de la misma al sujeto en virtud de un justo juicio.
Así pues, como corresponde al Soberano Pontífice deponer a los obispos, al obispo le corresponde en su Iglesia deponer a los clérigos inferiores.
Pero principalmente en esta materia la Iglesia, como madre misericordiosa, ha puesto, con sus leyes, límites y garantías al ejercicio de este tremendo derecho.
En la antigüedad exigía la presencia de seis obispos y como la sentencia de un concilio para deponer a un sacerdote[1] y de tres obispos para deponer a un diácono.
El derecho moderno da a los acusados otras garantías en un procedimiento lleno de prudencia en la constitución de un tribunal episcopal rodeado de sabias precauciones. Es preciso que la autoridad episcopal, siempre paternal, temple en la corrección misma de los culpables la justicia con la misericordia, procurando la curación de un miembro enfermo más que un castigo riguroso y ejemplar.
Lo que decimos aquí de la autoridad episcopal como fuente única de la jurisdicción en el seno de la Iglesia particular, debe entenderse sin perjuicio de otra fuente superior a ésta, situada en la Iglesia universal. Nos referimos a la autoridad del Soberano Pontífice: ésta alcanza inmediatamente a cada parte del cuerpo entero de la Iglesia y puede, a su arbitrio, conferir en cada Iglesia particular todos los oficios y todos los ministerios, como puede también siempre y sin restricción pronunciar en ella juicios, ejercer la justicia y dictar sentencias.
En su lugar hablaremos de las manifestaciones de este poder de los Soberanos Pontífices en las Iglesias particulares.


[1] Graciano, Decreto, parte 2, causa 15, cuestión 7, can. 3.4; PL 187, 985-986. Cf. Concilio I de Cartago (349), can. 11, Labbe 2, 717, Mansi 3, 148; Concilio II de Cartago (390), can. 10, Labbe 2, 1162, Mansi 3, 872, Hefele 2, 78; Concilio III de Cartago (397), can. 8, Labbe 2, 1162, Mansi 3, 881.