martes, 22 de julio de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Cuarta Parte. Las operaciones Jerárquicas en la Iglesia Particular. Cap. VII (IV de IV)

Una sólida tradición.

La institución de las Iglesias sin obispos ¿pertenece al derecho primitivo de la Iglesia y a las tradiciones apostólicas? ¿O no es sino una creación posterior enteramente dependiente, por su origen, del derecho positivo, es decir, de los cánones y de los decretos pontificios más recientes?
La cuestión ha sido muy agitada por los partidarios y los adversarios del presunto derecho divino de los párrocos.
Se comprende que los partidarios de esta falsa opinión, atribuyendo a los párrocos una especie de episcopado de segundo orden y suponiendo en ellos una misión divina especial, tuvieron necesidad de hacer que el origen de las parroquias se remontase hasta la cuna misma de la religión cristiana. Según ellos, los obispos mismos no eran sino párrocos principales, puestos a la cabeza de las grandes Iglesias, como los párrocos eran sacerdotes que regían las Iglesias menores. El origen de los unos y de los otros era colateral; los párrocos del primer orden sucedían a los apóstoles, y los del  segundo orden sucedían a los setenta y dos discípulos.
Por otro lado, los adversarios de este peligroso error trataron de establecer que la institución de sacerdotes que rigieran Iglesias y de Iglesias sin obispos titulares, pertenecía a una época relativamente reciente que no iba más allá del siglo III o IV.
No tenemos necesidad de este argumento para combatir el error. Porque una vez que se considera el orden de los presbíteros en estas Iglesias como absolutamente idéntico, en cuanto a su rango y en cuanto a sus poderes jerárquicos, a lo que es en las Iglesias episcopales, no hay ninguna ventaja en asignarle un origen posterior.
Pero hay más, y esta institución reviste a nuestros ojos todos los caracteres de las tradiciones apostólicas.
Primeramente, es universal. Oriente y Occidente la practicaron por igual.
En segundo lugar, en ninguna parte fue establecida por ley alguna positiva. Los concilios más antiguos se limitan a mantenerla o a recordarla.

«No está permitido, dice el concilio de Sárdica, ordenar obispos en las aldeas o en las pequeñas ciudades en que basta un presbítero; porque allí no es necesario establecer obispo, a fin de que no se envilezcan el nombre y la autoridad del episcopado»[1]. Poco después el concilio de Laodicea recuerda la misma regla, a saber, que no hay que establecer obispos en las aldeas o en los campos.
El concilio de Neocesarea reglamenta las relaciones de los sacerdotes de las Iglesias rurales con los de la ciudad episcopal[2]. El concilio de Ancira habla de éstos en oposición a aquéllos y los supone igualmente establecidos[3]. Finalmente, los Cánones apostólicos, monumento venerable de la disciplina recibida en la alta antigüedad, prescriben al obispo que tenga cuidado de su Iglesia y de las aldeas que de ella dependen, es decir, de las Iglesias diocesanas, y le vedan emprender nada más allá de los límites de  su diócesis en las aldeas que no le están sujetas[4].
Los padres hablan de estas Iglesias como lo hacen de los establecimientos primitivos y de las costumbres apostólicas. «Es contrario a la tradición de los padres, dice san Atanasio, ordenar obispos en las aldeas[5]», lo cual dice abiertamente que, según tal tradición, basta con poner allí presbíteros. «Es, dice san Jerónimo, costumbre de la Iglesia que el obispo recorra las ciudades menores alejadas de su sede, para imponer las manos e invocar al Espíritu Santo sobre los que han sido allí bautizados por los presbíteros o los diáconos»[6]. «Queremos, dice san León, que se guarden los antiguos cánones y que no se ordenen obispos en toda clase de fugares o de aldeas y donde no los ha habido hasta ahora; el ministerio de los presbíteros es suficiente para las Iglesias menores, y conviene que se reserve el gobierno de un obispo a las Iglesias más considerables y a las ciudades más populosas, no sea que, contrariamente a las prohibiciones dictadas por los decretos divinamente inspirados de nuestros padres, mientras se atribuye el orden supremo del episcopado a lugares rústicos o a municipios oscuros y alejados, se envilezca prodigándose el honor de una dignidad a la que están confiados los ministerios más excelentes»[7].
En todas partes nos encontramos con los mismos términos: «la tradición de los mayores», «la costumbre eclesiástica», «los antiguos cánones», sin designación especial, «las reglas divinamente inspiradas establecidas por los padres». Tal es ciertamente el lenguaje de la antigüedad cuando habla del derecho general y originario y de las instituciones universales y apostólicas de la Iglesia.
Es cierto que los historiadores, en los primeros tiempos, hablaron raras veces de las Iglesias menores, porque en el relato de los grandes acontecimientos no tenían con frecuencia ocasión de llamar hacia ellas la atención del lector. Pero cuando las mencionan lo hacen sin extrañeza y como se habla de una institución conocida de todos, inmemorial y popular.
Así san Epifanio nombra de paso a Celifonte, sacerdote de la aldea de Doris, donde no había obispo[8]. San Dionisio de Alejandría habla de los sacerdotes y de los diáconos que en cada poblado anunciaban la palabra de Dios[9]. Los historiadores refieren ocasionalmente que todas las Iglesias de Mareótide desde su origen habían estado siempre sin obispo y dependían de la sede de Alejandría[10].
Análogamente, la provincia de Escitia, aunque contenía gran número de ciudades, no tenía más que un solo obispo y, dice Sozómeno, «todavía está en vigor la antigua costumbre de que todas las Iglesias de esta región sean gobernadas por él[11]».
Podrían hallarse otros ejemplos particulares[12], que van multiplicándose a medida que van siendo más abundantes los textos.
Se ha objetado que los más antiguos están tomados de autores del siglo III; ahora bien, todo el mundo sabe cuán breves y poco numerosos son los monumentos del siglo segundo que roza con la época apostólica, y basta con que una disciplina se considere corrientemente en el siglo III como admitida en todas partes y de tiempo inmemorial para que este testimonio revista toda la autoridad de la edad precedente. Es éste un principio necesario en la crítica de los monumentos eclesiásticos.
San Epifanio, al exponer cómo se fundaron las Iglesias en su origen, no vacila en decir que los apóstoles, según las circunstancias, establecían en diversos lugares, ora un obispo, ora presbíteros[13]. Cualquiera que sea la opinión que se tenga de su sistema, hay que reconocer que no habría podido usar tal lenguaje si se hubiera conservado la memoria de la primera institución de Iglesias sin obispos titulares y confiadas a presbíteros. Pero, por otra parte, ¿sería posible que una innovación de tanta importancia hubiera pasado inadvertida hasta el punto de no conservarse memoria de ella en ningún lugar y que, por el contrario, en el universo entero se hubiera mirado la cosa como antigua, natural y ligada con la tradición de los padres?
Nuestros adversarios que, con la loable intención de destruir el error del falso derecho divino de los párrocos, tratan de establecer el origen reciente de esta disciplina, aumentan todavía con uno de sus principales argumentos la dificultad que nosotros suscitamos aquí, apoyándose en el horror que, según dicen, tenían los cristianos de los primeros tiempos a toda asamblea eclesiástica celebrada sin la presidencia del obispo.
Pero si este sentimiento llegaba al extremo de confundir en una misma aversión los conventículos tenidos por sacerdotes cismáticos o acéfalos con toda asamblea presidida por sacerdotes de segundo orden, ¿cómo explicar que este error cediera de repente el paso, de un extremo al otro del mundo cristiano, al establecimiento pacífico de Iglesias sin obispos sin que en ninguna parte, ni en los concilios, ni en los escritos de los padres, ni en los monumentos de la historia se hiciera la menor alusión a un cambio tan considerable, a las causas que lo habrían originado, a la autoridad que lo habría impuesto?
Y este cambio ¿se habría podido incluso olvidar tan rápida y universalmente que los autores más diligentes de la antigüedad, tales como san Epifanio, en lugar de mencionarlo, pretenden descubrir en la práctica misma de los apóstoles la disciplina que en su época tenían ante los ojos?
Por lo demás, es fácil mostrar que los textos alegados, los cuales, se dice, condenan todas las asambleas eclesiásticas que no preside el obispo en persona, atañen manifiestamente a las solas asambleas cismáticas. Entenderlos de otra manera sería imputar un error grosero a los primeros discípulos de los apóstoles y a la Iglesia de los primeros tiempos. San Ignacio, prohibiendo a los fieles reunirse sin el obispo, se expresa claramente a este respecto: «Sólo ha de tenerse por válida aquella eucaristía que se celebre por el obispo o por quien de él tenga autorización»[14], es decir, del sacerdote autorizado por el obispo. Por lo demás, ¿no es sabido que ya en aquella época, en ausencia del obispo cautivo o desterrado, eran los presbíteros quienes reunían el pueblo y celebraban las santas sinaxis? Lo mismo sucedía cuando estaban vacantes las sedes episcopales; y si no se hubiera admitido que los presbíteros podían legítimamente, fuera de los casos de manejos cismáticos, suplir al obispo o presidir en su nombre al  pueblo fiel, se habrían disuelto las Iglesias a cada persecución, a cada enfermedad o dolencia, a cada ausencia de los obispos. Muy al contrario, la función ordinaria del presbiterio de la Iglesia principal, al suplir al obispo ausente, hacía perfectamente inteligible al pueblo fiel el ministerio de los sacerdotes que presidían la asamblea en las Iglesias menores que no poseían cátedra episcopal y lo ponía al abrigo del peligro de confundir este ministerio con la prerrogativa del pontífice. Los primeros fieles, dándose así más exacta cuenta de la dependencia de aquellos sacerdotes con respecto al episcopado y de la inferioridad de su grado en la jerarquía, no podían imaginarse las extrañas teorías del derecho divino de los párrocos tales como las combatimos aquí de acuerdo, en el terreno de la doctrina, con los diligentes escritores ortodoxos, cuyo sentir, por lo que hace al punto histórico de la antigüedad de la institución de las parroquias no podernos compartir.



[1] Concilio de Sárdica (341). El Concilio de Nicea (325), can. 8; Labbe 2, 33-34; Mansi 2, 671-672, habla de los "clérigos ordenados en las aldeas y en las ciudades", es decir distintamente en las ciudades episcopales y en los pueblos sin obispo; Hefele 1, 577.

[2] Concilio de Neocesarea (entre 314 y 325), can. 13; Labbe 1, 1483; Mansi, 541, Hefele 1, 333: «Los sacerdotes del campo no pueden ofrecer el santo sacrificio en la iglesia de la ciudad (la catedral) cuando están presentes el obispo o los sacerdotes de la ciudad; no pueden tampoco presentar (distribuir) el cáliz y el pan. Si el obispo y sus presbíteros están ausentes y es invitado a celebrar el presbítero del campo puede éste distribuir (la sagrada comunión).»

[3] Concilio de Ancira (314), can. 13; Labbe 1, 1462-1473; Mansi 2, 518-531; Hefele 1, 334: «No está permitido a los corepíscopos ordenar presbíteros y diáconos, y esto no está permitido  tampoco a los presbíteros de las ciudades en otras parroquias (diócesis) sin autorización escrita del obispo del lugar».

[4] Cánones apostólicos 35. Recordemos que estos cánones cuya propiedad se atribuía en otro tiempo a los apóstoles, son en realidad una compilación siria de fines del siglo IV; la mayoría de estos cánones fueron tomados de las colecciones conciliares de aquel siglo, sobre todo de Antioquía (341), Nicea (325) y Laodicea (entre 343 y 381). El canon 35 está extraído del Concilio de Antioquía, can. 9; Hefele 1, 717.

[5] San Atanasio, Apología II.

[6] San Jerónimo, Diálogo contra los  luciferianos.

[7] San León I (440-461), Carta 12 a los obispos de Mauritania Cesariense, 10; PL 54, 645: «Ante todo, queremos que sean observados los estatutos canónicos, a saber, que no se consagre obispo en un lugar cualquiera, en cualquier aldea y allí donde no lo había; como allí es poco numerosa la población y las asambleas son restringidas, basta el cuidado de los presbíteros. El gobierno episcopal no debe presidir sino las poblaciones numerosas y las ciudades populosas; como lo han vedado los decretos de los santos padres divinamente inspirados, no se otorgue la cumbre del poder sacerdotal a los pequeños poblados, a las posesiones, a los municipios oscuros y aislados, y no se envilezca por su multiplicidad el honor de los grados más elevados.»

[8] San Epifanio, Contra las herejías, l. 1, her. 66.

[9] Eusebio, Historia eclesiástica, L. 7, c. 24, n. 6; PG 20, 695: «Yo convocaba a los sacerdotes y a los doctores de los hermanos que están en las aldeas».

[10] Atanasio, Apología contra los arrianos, 84; PG 25, 400; cf. Hefele 2, 1209.

[11] Sozómeno, Hist. ecles. l. 7, c. 19; PG 67, 1475; l. 6, c. 21; PG 67, 1346.

[12] En el Concilio de Éfeso (431), 2 parte, sesión 5, se trata de las ciudades sin obispos de la provincia de Europa, antigua costumbre que según el Concilio se debe respetar en absoluto; Labbe 3, 646.

[13] San Epifanio, Contra las herejías, l. 3, her. 75, n. 5; PG 42, 510: «Porque los apóstoles no pudieron establecerlo todo inmediatamente. Había sobre todo necesidad de presbíteros y de diáconos, por los que pueden administrarse todos los asuntos eclesiásticos. Por esto, allí donde no se había presentado todavía nadie que fuera digno del episcopado, no se ponía ningún obispo al frente del lugar. Donde, por el contrario, lo exigía la necesidad y no faltaba buen número de hombres dignos del episcopado, se establecían obispos. Pero cuando no había gran población no se podía hallar a nadie para que fuera ordenado sacerdote, y había que contentarse con un solo obispo. Cierto que no puede haber obispo sin diácono. Por esto el apóstol ponía empeño en que hubiera diáconos a disposición del obispo para el ministerio. Así pues, como entonces no podía la Iglesia ser completada en todas las funciones, en aquella época se mantuvo este estado de puestos vacantes. Seguramente no hay nada que haya sido completo desde los orígenes.»

[14] San Ignacio, Carta a los Esmirniotas 8; PG 5, 713.