sábado, 10 de mayo de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Cuarta Parte. La Iglesia Particular. Cap. III (II de IV)

Bajo su entera dependencia.

En esta unidad todo parece naturalmente común entre el obispo y los presbíteros. El presbítero, como el obispo, anuncia la palabra de Dios, ofrece el sacrificio, administra los sacramentos; tiene autoridad sobre el pueblo fiel: es ciertamente el mismo sacerdocio, y su objeto no es diferente[1].
Pero el sacerdocio del presbítero, por el hecho mismo de no ser otro sacerdocio que el del obispo, es un sacerdocio comunicado que viene del episcopado, fue instituido y reposa en el episcopado y sitúa al presbítero en una dependencia esencial y necesaria del obispo.
El presbítero hará, por tanto, las obras del obispo, pero hará como asistente, cooperador y órgano del obispo[2] sus manos han sido ungidas como las del obispo, pero sólo la cabeza del obispo ha recibido primeramente la unción, y esta unción, que de la cabeza consagrada desciende a las manos y hace las manos del presbítero semejantes, a las del obispo[3], iniciándolas en las mismas obras santas, hace del presbítero como su propio miembro y una extensión de él mismo.
El presbítero, que recibe de él todo su poder, le asiste cuando está presente y le suple cuando está ausente; y aun cuando la eficacia de la potestad de orden hace válidos ciertos actos del presbítero efectuados fuera de esta dependencia, no pueden ser legítimos y aprovechar al pueblo fiel si no los acompaña y sostiene la autoridad del obispo.
Los presbíteros podrán, pues, predicar, pero en nombre del obispo que los envía, podrán bautizar, pero su bautismo dará hijos al obispo y habrá que presentárselos para que imprimiéndoles el sello del Espíritu Santo les dé la perfección y la consumación del nuevo hombre.
En el altar mismo los presbíteros concelebran con el obispo como sus asistentes llamados por él a cooperar en el mismo misterio y cuando celebran solos, según el lenguaje de la antigüedad, «le suplen en esta acción»[4]. Los padres de la Iglesia  no suelen considerar el presbiterado separado del episcopado y como institución independiente[5], y el fundamento de esta dependencia esencial es el orden mismo de las comunicaciones jerárquicas que del obispo van al presbítero, orden sagrado que no se puede invertir, suprimir ni suspender.
Así tiene aquí su aplicación lo que antes hemos dicho acerca de las subordinaciones jerárquicas que se confunden siempre y esencialmente con las dependencias de origen.

En Dios mismo el orden de las procesiones establece sin desigualdad el orden y la dependencia de las Personas, y en toda la serie se verifica la misma ley, aunque con la diferencia de que la condición de las esencias creadas imprime en ellas a toda de-pendencia el carácter de desigualdad como marca propia e inevitable de su debilidad. El obispo depende de Jesucristo, pero no es en modo alguno su igual; los sacerdotes dependen del obispo, pero no son sus iguales; y si se quiere saber de dónde viene esta desigualdad en las jerarquías creadas a diferencia de la jerarquía de las personas divinas, sin perdernos en largas consideraciones diremos que en Dios los dos términos de la relación que hace la dependencia, a saber, el que da y el que recibe, se pertenecen mutuamente por la absoluta necesidad de la esencia divina, en la que todo es eterno y no admite imperfección; mientras que entre los hombres los dones dependen originariamente de un decreto arbitrario y de una elección contingente; el que da posee primeramente y es siempre dueño de su liberalidad, hallándose tanto más elevad por encima del que recibe y dominándolo con tanta más fuerza y derecho  por cuanto se le ha obligado con un beneficio mayor y en cierto modo se le ha sometido enriqueciéndolo más con sus propios bienes. Según esta doctrina, como el obispo no tiene en su episcopado nada que no haya recibido de Jesucristo, depende enteramente de esta cabeza divina y de su vicario. Y como el presbítero no tiene nada que no haya recibido del episcopado, depende enteramente del obispo[6].
Después de lo dicho no nos sorprenderá ver a los sacerdotes asimilados en todas sus funciones a los obispos.
Si el sacerdocio de los presbíteros no fuera una como emanación del episcopado y hasta el sacerdocio mismo del episcopado extendido y comunicado, comportaría funciones y obligaciones diferentes.
San Pablo habla de los dos órdenes en los mismos términos incluyendo a los sacerdotes en lo que dice de los obispos[7]. «Entre el obispo y el presbítero, dice san Juan Crisóstomo, no aparece casi ninguna diferencia: a los presbíteros como a los obispos se da el cargo de enseñar y el cuidado de la Iglesia; lo que dice san Pablo de los obispos conviene también a los presbíteros»[8]. La distinción de los dos órdenes no se halla en la naturaleza de sus funciones; hay que buscarla en otra parte, y el santo doctor nos la descubre: «A los obispos corresponde ordenar a los presbíteros y sólo por este poder les son superiores; no parecen tener más que esto por encima de ellos»[9]. San Isidoro usa el mismo lenguaje[10] y san Jerónimo dice con menos palabras: «¿Que puede el obispo que no pueda el presbítero, salvo la ordenación?»[11].
Con esto queda bastante establecida a la vez la naturaleza del presbiterado y su entera dependencia.
Como el presbítero ha recibido en la ordenación todo lo que es, lo ha recibido todo del obispo y depende en todo de él. Sus funciones le serán comunes con el obispo, pero en cada una de ellas dependerá de él, pues no hay ni una sola que al presbítero no le venga del episcopado.
Así las palabras de los doctores que acabamos de citar como la doctrina proclamada por ellos: «El presbítero tiene todo lo que tiene el obispo, excepto el poder de comunicar el sacerdocio y de engendrar  a los sacerdotes por la ordenación», nos hacen percibir en la última de nuestras jerarquías, que es la de la Iglesia particular, como un eco del misterio de la jerarquía divina y de esta doctrina: el Hijo tiene todo lo que tiene el Padre, excepto ser Padre.
El Hijo es una misma cosa con el Padre, pero recibe del Padre todo lo que es. En la Iglesia, el obispo y el presbítero son un mismo sacerdocio, pero el sacerdote recibe del obispo este sacerdocio único con todas las operaciones que le pertenecen y todas sus consecuencias[12].
No hay, pues, realmente sino un solo sacerdocio: el obispo y los presbíteros tienen el mismo ministerio y los mismos deberes: se trata de una misma cosa, y los nombres de presbiterado y de episcopado se han atribuido comúnmente a los presbíteros y a los obispos[13]. Pero esta cosa única pertenece al obispo y a los presbíteros por un título diferente. El obispo es la cabeza y los presbíteros son sacerdotes en la comunicación de ese único sacerdocio establecido primera y principalmente en el episcopado.
Ahora bien, como ya hemos dicho, esta unidad misma del episcopado y del presbiterado es la que imprime a este último el carácter de absoluta dependencia. El sacerdocio de los presbíteros, por el hecho mismo de no haber en ellos otro sacerdocio que el de los obispos, que dimana enteramente del episcopado, está enteramente constituido en dependencia del episcopado.
Esta dependencia se adhiere a su esencia misma y la abarca enteramente, porque no hay nada en esta esencia que no haya estado primeramente comprendido en los poderes del episcopado antes de pertenecer al presbiterado.
Así, esta alta dignidad del presbiterado que hace de él una misma cosa con el episcopado es también el título de su completa dependencia con respecto al episcopado. Porque, dado que la diferencia entre el obispo y los presbíteros no está en la sustancia, es preciso que esté enteramente en la relación, y esta relación es la del que posee a título principal con respecto a los que lo reciben todo de él y no tienen nada fuera de él.
Y no se objete aquí que en la colación del sacramento del orden viene inmediatamente de Dios la operación divina que imprime el carácter, sin tomar nada del obispo que impone las manos, aunque éste sea el ministro y el episcopado dé el presbiterado. Sabemos que los intermediarios no añaden nada a las comunicaciones jerárquicas; los grados se desvanecen y las operaciones de lo alto se mantienen puras al atravesarlos; sólo Jesucristo hace presbíteros por medio del episcopado; está en el obispo y su Padre está en Él para comunicar el don divino y la misión sacerdotal. Pero la operación divina e invisible de Jesucristo no tiene como efecto turbar el orden que Él mismo instituyó. Establece, por el contrario, este orden por su eficacia soberana y lo funda hasta en las profundidades del carácter indeleble; y si Jesucristo, en el obispo, crea invisible, inmediata y eficazmente al sacerdote por la imposición de las manos de aquél, lo crea en toda la dependencia esencial del presbiterado respecto al episcopado, y crea en él las relaciones mismas que determinan esta dependencia.
Por lo demás, no en vano —con respecto a los presbíteros — pertenece al obispo ejercer sobre ellos su ministerio en la ordenación, aun cuando este ministerio no sea nada por sí mismo y no tenga valor sino por las operaciones divinas de que es signo e instrumento.
Con esto, pues, reviste verdaderamente el episcopado, con respecto al sacerdocio, el carácter de paternidad. Si en el orden de la antigua humanidad tienen los padres para con los hijos en la familia un título y una autoridad naturales e indestructibles, aunque sólo Dios crea los hijos por su solo poder y por la eficacia de su palabra dicha en los orígenes: «Sed fecundos y multiplicaos» (Gén. I, 28), así también en la nueva humanidad los pontífices de la jerarquía, elegidos por Dios para derramar el nuevo don, reciben un reflejo del pontificado de Jesucristo y de la autoridad del Padre de Jesucristo, que los envía.
Y cuanto más elevadas están por encima de los dones otorgados a la antigua humanidad las operaciones divinas cuyos ministros son, tanto más supera en excelencia y en majestad a la paternidad del antiguo Adán la paternidad venerable de que ellos están revestidos.



[1] Pseudo-Jerónimo, Comentario a I Tim. 2; PL 30, 880: «El segundo grado ¿qué digo?, casi no hay más que uno.» San Isidoro de Sevilla (570-336), Etimologías, l. 7, c. 12, n 21; PL 32, 292: «Por esta razón los presbíteros son llamados también sacerdotes porque dan las cosas sagradas, al igual que los obispos.»

[2] Pontifical romano, ordenación de un sacerdote: «A la sazón en que establecíais pontífices supremos para dirigir a los pueblos, les elegíais como compañeros y colaboradores a hombres de rango inferior y de menor dignidad (sequentis ordinis viros et secundae dignitatis).

[3] Ibid., consagración de un obispo: «Reciba tu cabeza, por la bendición del cielo, la unción y la consagración en el orden de los pontífices... Sean tus manos ungidas con el óleo santo y con el crisma que santifica.» Ibid., ordenación de un sacerdote: "Dignaos, Señor, consagrar y santificar estas manos por esta unción y nuestra bendición».

[4] San Gelasio I (492-496), Carta 9, a los obispos de Lucania (Sur de Italia), 6; PL 59, 50: «En ausencia de algún obispo... presuman los presbíteros el permiso de reemplazarlo en la oración o en la celebración eucarística (actionis sacrae).»

[5] Concilio de Aquisgrán (836), cap. 2, 2 división, can. 5; Labbe 7, 1711; Mansi 14, 680-681: "En la consagración (confectione) del cuerpo y sangre divinos, ellos (los presbíteros) son los asociados de los obispos... Sin duda es sabido que son los cooperadores de nuestro cargo.»

[6] San Celestino l (422-432), Carta 12, a los obispos de Galia, 2; PL 50, 529: «Sepan los presbíteros que aunque fueran todos del mismo parecer, nos están sometidos en su dignidad.

[7] San Isidoro, De las funciones eclesiásticas, l. 2, c. 7, n. 3; PL 83, 787-788: «(El apóstol Pablo) escribiendo a Timoteo a propósito de la ordenación del obispo y del diácono, no dice una palabra de los sacerdotes, porque los engloba bajo el nombre de obispos. En efecto el segundo grado está estrechamente ligado al primero.»

[8] San Juan Crisóstomo, Homilía 11 sobre la epístola a Timoteo, PG 67, 553: «Entre los obispos y los presbíteros no hay gran diferencia: en efecto, también los presbíteros han recibido el encargo de enseñar y dirigen la Iglesia; lo que (el apóstol Pablo) dice de los obispos, conviene también a los sacerdotes.»

[9] Ibid.

[10] San Isidoro, loc. cit., n° 2; PL 83, 786: «(Los presbíteros) dirigen, en efecto, a la Iglesia de Cristo y en la consagración del cuerpo y de la sanare son asociados a los obispos; asimismo en la instrucción de los pueblos y en el cargo de predicar. Sólo la ordenación y la consagración de los clérigos están reservadas al sacerdote supremo (el obispo) por razón de su autoridad».

[11] San Jerónimo, Carta 146, a Evángelo, 1; PL 22, 1194.

[12] San Ignacio, Carta a los Tralianos 3; PG 5, 677: «Todos habéis de respetar a los diáconos como a Jesucristo. Lo mismo digo del obispo, que es figura del Padre y a los presbíteros, que representan el senado de Dios y la asamblea de los apóstoles. Quitados éstos, no hay nombre de Iglesia».

[13] San Isidoro, ibid., l. 2, c. 7, n. 3; PL 83, 787.788.