lunes, 7 de abril de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Tercera Parte (Sección segunda) La Iglesia Universal. Cap. VI (V Parte)

Modos de comunicación.

Pero, si los metropolitanos y los patriarcas deben así recibir de la cabeza de la Iglesia la confirmación o la comunión episcopal, es preciso conocer las formas que revestía desde la más remota antigüedad y que revistió en lo sucesivo ese necesario intercambio epistolar, por el que los obispos de las grandes sedes se ven vinculados al centro de la autoridad.
No vacilamos en afirmar que en los primeros tiempos la comunión extendida progresivamente, las relaciones y el trato cotidiano entre las Iglesias por el intercambio de cartas auténticas o formadas, la transmisión de las cartas, de las constituciones apostólicas y de las órdenes emanadas por la Santa Sede, podían en rigor bastar para dar autenticidad a la confirmación de los obispos de las grandes sedes, es decir, al reconocimiento y a la aceptación de los mismos por el Soberano Pontífice[1].
Estas relaciones se tenían por tan significativas en este sentido, que los mismos emperadores paganos, en los raros intervalos de equidad de su gobierno con respecto a los cristianos, recurrían a ellas para reconocer los obispos legítimos de las grandes sedes. Pablo de Samosata había sido depuesto de la sede de Antioquía; su sucesor Domno había recibido letras de comunión del Papa san Dionisio y de los otros obispos tras él pero el obispo depuesto se negaba a abandonar la casa de la iglesia. El emperador Aureliano juzgó muy justamente que la casa debía entregarse «a aquellos con quienes estaban en correspondencia los obispos de la doctrina cristiana en Italia y en la ciudad de Roma», es decir, a los obispos que formaban su concilio, que le estaban unidos mas inmediatamente y que más manifiestamente eran mantenidos en su comunión[2].
Por esto, en los casos dudosos, el Soberano Pontífice creía tener suficientemente en suspenso las cosas absteniéndose de tales relaciones ordinarias, pues hasta tal punto se las estimaba aptas para expresar tácitamente su aceptación y para reemplazar cualquier otra solemnidad[3].
Con no poca frecuencia fue preciso atenerse a esta práctica en los primeros siglos y en medio de las persecuciones.
Sin embargo, los obispos de las grandes sedes se sentían obligados a recurrir personalmente a su cabeza, a hacerse conocer por él a entrar explícitamente en su comunión y a solicitar el envío de sus cartas[4] Se apresuraban a obtener de él un intercambio tan necesario y cuyo gran valor conocían[5].

Si la violencia de la persecución interrumpía por algún tiempo todas las relaciones, se mantenían a la expectativa, estándole siempre invisiblemente unidos.
Finalmente, si las dificultades no tenían término y si la muerte venía a sorprenderlos en tal expectativa, la muerte misma venía a poner el sello a lo que su estado hubiera podido tener todavía de precario por falta de un reconocimiento explícito: hacía definitiva su elección y la institución imperfecta que habían recibido en su ordenación, e inscribía para siempre sus nombres en los dípticos de las Iglesias.
El Sumo Pontífice, por su parte, conocía y aceptaba las necesidades de aquellos tiempos, así como la disciplina común que les ponía remedio, y el lazo invisible de la caridad suplía las gestiones hechas imposibles por los tiranos.
Sin embargo, las leyes sagradas de la jerarquía conservaban todo su vigor y para los elegidos de las grandes sedes era un deber del que sólo tal imposibilidad podía dispensar, recurrir a la sede apostólica desde los primeros tiempos de su episcopado y, al día siguiente de su ordenación[6], hacerle una relación de lo que había tenido lugar y pedirle cartas de comunión o de confirmación. «Nuestros antepasados, dice san Gelasio, se dirigían a la sede donde se sienta san Pedro, príncipe de los apóstoles, y remitían a su juicio el comienzo de su episcopado pidiéndole la solidez y el fortalecimiento que debía darle su fuerza»[7]. «Solicitaban cartas formadas o auténticas que confirmaran su episcopado»[8].
A su vez los Papas, en sus cartas, consolidaban estos fundamentos[9], otorgaban la gracia de la comunión, de la que, sin las letras apostólicas, se habría visto privado para siempre el elegido[10].
Aprobaban, confirmaban la elección, le daban su fuerza[11]; éste es el lenguaje constante usado por los Papas en las cartas por las que responden a los nuevos obispos de las grandes sedes y los reciben en su comunión, es decir, por las que los hacen entrar en esa comunicación de la misión divina que, de la sede de san Pedro, se extiende a todo el episcopado.
Tal fue el primer estado de la disciplina. Más tarde, esta confirmación solemne que expresaban las cartas formadas o auténticas emanadas de quien es cabeza de los obispos se expresó por un símbolo sagrado, y se hizo visible a los ojos de los pueblos por la tradición y el envío del palio[12].
El palio, insignia del Soberano Pontífice y que, como dice Inocencio lleva representada excelentemente la figura del buen Pastor[13] fue otorgado por el Papa a los patriarcas y a los metropolitanos como signo de su jurisdicción superior, que dimana del príncipe de los apóstoles y lo hace presente en sus personas en medio de sus hermanos. Los patriarcas, a su vez, confirieron el palio a los metropolitanos dependientes de su sede[14], y en adelante los elegidos de las grandes Iglesias, al solicitar la confirmación o la institución canónica, debieron implorar la colación de este signo sagrado destinado a hacerla visible y popular.
Tal es en conjunto la disciplina de los tiempos antiguos, que puede resumirse fácilmente en algunas palabras.
Por una parte, la institución canónica dimana del Papa sobre todos los obispos por los grados intermedios — establecidos por él— de los patriarcas y de los metropolitanos. Por otra parte, la ordenación es su signo regular y ordinario. Finalmente, en tercer lugar, cuando la distancia de los lugares no permite a los elegidos de las grandes sedes ser fácilmente ordenados por su superior inmediato, éste es suplido en la ordenación por los obispos comprovinciales, y la institución, que acompaña a la ordenación, es- dada en su nombre por provisión y posteriormente recibe de él su fuerza y su perfección por la confirmación.
Por lo que hace a la confirmación misma, ésta se da de tres maneras: en caso de  necesidad, por cualquier acto de la vida eclesiástica y por cualquier comunicación de la cabeza y de los miembros; fuera de la extrema necesidad, por el envío de cartas auténticas y solemnes; finalmente, en los tiempos modernos,  por la colación del palio.





[1] San Bonifacio I (418-422), Carta a Rufo y a los obispos de Macedonia, 6; PL 20, 783: «Como no hemos tenido noticia (de la ordenación de Nectario), estimamos que no tiene fuerza alguna (firmitatem).»

[2] Eusebio, Historia eclesiástica, l. 7, c. 30, n. 19.

[3] San Simplicio (468-433). Carta 17, a Acacio de Constantinopla; PL 38, 56; Labbe 4, 1337: «Inmediatamente me detuve y yo mismo revoqué mi sentencia concerniente a su confirmación»; cf. Hefele 2, 920. San Gelasio (492-496), Carta 14 (tratado De damnatione nominum Petri et Acacii); PL 59, 35; Labbe, 1216. San Félix III (483-492), Carta 14, a Talasio; PL, 58, 974; Labbe 4, 1029. San Adriano I (772-795), Carta 57, a Tarasio; PL 96, 1233; Labbe 7, 126.

[4] San Ambrosio, Carta 56, a Teófilo, 4-7; PL 16, 1171-1172: “Sin embargo, sólo Flavio, por encima de la ley, como él se cree, no viene, mientras que todos nos reunimos... Decidimos que hay seguramente que referir de ello a nuestro santo hermano, el obispo (sacerdotem) de Roma, para que también nosotros, habiendo recibido el texto de tus decretos, cuando sepamos que se ha hecho lo que sin duda alguna habrá aprobado la Iglesia romana, recojamos con alegría el fruto de este juicio.»

[5] San Jerónimo, Carta 16, al Papa Dámaso, 2; PL 22, 359: «Melecio, Vidal y Paulino pretenden serte adictos»; Sozómeno, Historia eclesiástica, l. 8, c. 3; PG 67, 1519: “Él mismo (Juan Crisóstomo) pidió a Teófilo que le prestara un servicio reconciliando al obispo de Roma con Flavio. Cuando él lo juzgó oportuno fueron elegidos para este negocio Acacio, obispo de Berea, e Isidoro... Éstos llevaron a Roma...» Cf. Teodoreto de Ciro, Historia eclesiástica, L. 5, c. 23; PG 82, 1247-1250.

[6] San Simplicio (468-483), Carta 16, a Acacio de Constantinopla; PL 58, 55; Labbe 4, 1035: «El comienzo del episcopado (de Calendión) en Antioquía, por la razón de haberse conocido más tarde, aunque no pudo escaparnos completamente, sin embargo él mismo, así como su propio concilio, lo han dado a conocer. Así como no habíamos deseado esto, así también nos hemos mostrado complacientes con la excusa creada por la necesidad, porque no se puede llamar falta lo que no es voluntario.» San Hormisdas (514-523), carta 71, a Epifanio; PL 63, 493; Labbe 4, 1533: «Hermano carísimo, habría sido conveniente que enviaras legados a la sede Apostólica desde el comienzo de tu pontificado, a fin de seguir exactamente la forma de la antigua costumbre.»

[7] San Gelasio I (492-496), Carta 14; PL 59, 89; Labbe 4, 1216.

[8] San Bonifacio I (418-422), Carta 15, a Rufo y a los obispos de Macedonia, 6; PL 20, 783: «El príncipe Teodosio, de muy grata memoria, juzgó que la ordenación de Nectario no tenía fuerza porque no nos era conocida; envió cortesanos de su séquito con obispos para pedir con insistencia que le fuera enviada de la sede de Roma, según los cánones, una Carta auténtica (formatam) que confirmara su episcopado.»

[9] San León I (440-461), Carta 9, a Dióscoro, obispo de Alejandría: PL, 54 624: «Hemos deseado consolidar más los comienzos (de tu episcopado).»

[10] San Bonifacio I (418-422), loc. cit.

[11] Concilio de Calcedonia (451), act. 10; Labbe 4, 682, Mansi 7, 270: «El santo y beatísimo Papa... confirme el episcopado del santo y venerable Máximo, obispo de Antioquía.» (433-492), Carta 22, al emperador Zenón. San Martín I (649-653), Carta 9, a Pantaleón; PL 87, 172; Mansi 10, 822: «Así, cuando hayan dado una profesión de sincera penitencia o de fe ortodoxa al que recientemente hemos escogido allá para esto (nuestro legado Esteban), él los confirmará en su orden»; Cf. Hefele 3, 452-453. San León IX (1048-1054), Carta 101 a Pedro, patriarca de Antioquía, PL 143, 771: «Mi humildad elevada a la cumbre del trono apostólico..., de buena gana aprueba, felicita y confirma la elevación episcopal de la muy santa fraternidad». cf. Hefele 4, 1089-1090.

[12] Concilio IV de Constantinopla (870), act. 10 reg. 17; Labbe 8, 1136-1137; Mansi, 16 170-171: «El grande y santo concilio decide que en la antigua y nueva Roma, como en las sedes de Antioquía y Jerusalén, deba conservarse en todo la antigua costumbre, a saber, que los jefes de todas las sedes metropolitanas, promovidos por ella misma, reciban la confirmación de su dignidad episcopal, ya por la imposición de las manos, ya por envío del palio, y gocen de autoridad.»

[13] Inocencio III (1198-1216), El santo sacramento del altar, l. 1, c. 63; PL 217, 798: «El broche es de oro; la parte baja es puntiaguda, la parte superior, redondeada, contiene una piedra preciosa, porque en verdad el buen Pastor sufrió acá abajo por causa de la solicitud de las ovejas.».

[14] Concilio de Letrán IV (1215), cap. 5; Labbe 11, 153; Mansi 22, 991; Hefele 5, 133: «Cuando los jefes de estas Iglesias (Constantinopla, Antioquía y Jerusalén) hayan recibido del Romano Pontífice el palio, insignia de la plenitud del cargo pontifical, después de haberle prestado el juramento de fidelidad y de obediencia, les estará permitido conferir ellos mismos el palio a los obispos puestos bajo su jurisdicción, después de haber recibido para ellos mismos su profesión canónica, y para la Iglesia de Roma su promesa de obediencia.»