jueves, 10 de abril de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Tercera Parte (Sección segunda) La Iglesia Universal. Cap. VI (VI Parte)

Institución inmediata.

Pero esta disciplina, útil en los primeros tiempos de la Iglesia, debía poco a poco ceder el paso a un estado más perfecto.
La institución provisional dada a los obispos de las grandes sedes no fue otra cosa sino un remedio aplicado a las necesidades de las Iglesias[1].
Así, siempre que era posible, se recurría a la institución directa y definitiva del superior; por esta razón los metropolitanos más próximos a la sede de su patriarca debían ser ordenados por él, sin recurrir al más antiguo de los comprovinciales asistido de sus colegas. Por lo demás, los patriarcas, se decía, tenían el derecho de ordenación sobre todas las sedes de su dependencia[2], y precisamente por causa de este derecho la ordenación hecha lejos de ellos recibía su fuerza de sus cartas de confirmación.
Pero hoy día, hace ya mucho tiempo, las relaciones entre todos los miembros de la Iglesia se han facilitado lo bastante para que se pueda aguardar sin inconveniente y recibir directamente del superior la institución canónica.
Así pues, la ordenación no podrá ya nunca preceder a su sentencia, y las últimas huellas de la jurisdicción provisional otorgada a los elegidos desaparecieron con la decretal de Inocencio III que antes hemos citado.
Pero esto no es todo. El derecho mismo de los patriarcas y de los metropolitanos a dar la ordenación legítima con todos sus  efectos, es decir, a instituir a los obispos de su dependencia, no fue nunca en el fondo más que una pura concesión de la santa sede a apostólica. La dignidad de los patriarcas y de los metropolitanos es de institución puramente eclesiástica, por muy antigua que se suponga. El Papa, que los estableció, puede siempre a su arbitrio y según los tiempos extender o restringir la autoridad que les ha conferido.
Así el Papa, al hacerse representar por ellos a la cabeza de las diversas circunscripciones territoriales, no pudo despojarse de su prerrogativa esencial. Por consiguiente, si han podido instituir obispos, no lo han hecho nunca sino en nombre de san Pedro y por comunicación de su autoridad soberana, «puesto que entre todos los mortales sólo el vicario de Jesucristo puede elegirse colegas en el colegio apostólico»[3]. El vicario de Jesucristo no enajena este poder al comunicarlo.
Así los Sumos Pontífices, desde los  primeros tiempos y todas las veces que lo juzgaron oportuno, instituyeron personalmente obispos en todo el mundo católico.
El Papa Constantino, viajando por Oriente, «al ir y volver ordenó a doce obispos en diversos lugares»[4]. El Papa san Martín encargó al obispo de Filadelfia como a vicario suyo «y por la autoridad apostólica que Dios le había conferido por san Pedro, príncipe de los apóstoles», establecer obispos en todas las ciudades dependientes de las sedes de Jerusalén y de Antioquía[5].

Por lo demás, dondequiera que se podía cómodamente se recurría a las garantías mayores que ofrecía en la institución de los obispos la prerrogativa de san Pedro ejercida por él mismo o por sus más inmediatos representantes. En Oriente había en la disciplina una como tendencia natural a dejar a los metropolitanos para recurrir directamente a los patriarcas.
El papa Inocencio I advierte al patriarca de Antioquía que debe ordenar e instituir personalmente a los obispos sometidos a los metropolitanos que dependen de su sede o, por lo menos, exigir que no tenga lugar ninguna ordenación sin sus letras y su aprobación, y pone así todas las ordenaciones bajo la autoridad inmediata del patriarca[6].
El concilio de Nicea establece o mantiene una regla semejante en Egipto y en la sede de Alejandría[7].
En Occidente ordenan los Papas a los vicarios de Tesalónica o primados del Ilírico que no permitan que ningún obispo sea ordenado por el metropolitano sin que ellos mismos hayan antes aprobado la elección y autorizado la ordenación en nombre de la sede apostólica, y aun dejando todavía la ordenación a los metropolitanos, subordinan el ejercicio de este derecho a la sentencia de su legado[8].
No olvidemos nunca que aquí todo es pura economía.
Los Sumos Pontífices, que pueden siempre moderar la institución de las grandes sedes y de las metrópolis «por las que debe confluir en ellos, como en su centro, toda la administración eclesiástica», pudieron, cuando lo juzgaron útil, reservarse inmediatamente la institución de todos los obispos.
En los países de concordato, donde no tienen ya lugar las elecciones eclesiásticas y donde los príncipes cristianos, por concesión de la santa sede, presentan al Pontífice las personas destinadas a ocupar las sedes episcopales, esta reserva se impuso a los Papas por una especie de necesidad.
A ellos, en efecto, se dirigen las presentaciones regias; a ellos solos corresponde juzgar de la aptitud o del mérito de los sujetos. ¿Cómo podrían los metropolitanos intervenir en la institución, una vez que no les corresponde juzgar y ni siquiera conocer los motivos de ésta? ¿Cómo podrían dictar la sentencia una vez que no les corresponde ya el examen de la causa?
Por lo demás se concibe que la santa sede, al suspender las elecciones canónicas, no podía prudentemente abandonar a los metropolitanos el cuidado de proveer las sedes episcopales tras presentación regia. Porque esto habría sido por una parte suprimir, sin reemplazarla, la garantía dada por la elección al ejercicio del derecho de instituir dejado al metropolitano; esto habría sido por otra parte imponer imprudentemente a súbditos desarmados la misión de juzgar con independencia los actos de su príncipe, y con frecuencia la obligación de resistirle; esto habría sido exponerlos al doble peligro de atraerse la persecución o de ceder tímidamente al temor de males públicos o privados.
La historia justifica en esto la conducta de los Pontífices. En efecto, cada vez que los príncipes, abusando contra la Iglesia de los privilegios que habían recibido de ella, trataron de corromper el episcopado con la introducción de sujetos indignos o incapaces de sostener sus derechos, o de imponerle obispos que la Santa Sede no podía aceptar, se les vio recurrir al expediente de procurar que la institución canónica se pusiera en las manos más dóciles de los metropolitanos[9].
Pero estas pretensiones, paliadas con el falso pretexto de restablecer la antigua disciplina, se refutan por lo absurdas que son, bajo el régimen concordatario. Son contrarias a toda la economía de los concordatos. La nominación del sujeto, dirigida al Papa, y sólo al Papa, conforme a estos tratados, implica la necesidad de su juicio; la respuesta debe venir de aquel a quien se ha hecho la petición.
Todo honor merecen Sumos Pontífices como Inocencio XI, Pío VII y Pío IX, que prefirieron dejar por algún tiempo a Iglesias sin pastor antes que traicionar a la esposa de Jesucristo, y así desbarataron las exigencias tiránicas de los príncipes, triunfaron de la fuerza por su constancia y aseguraron la libertad de la Iglesia en la elección de sus primeros pastores.
Tal es, pues, hoy día la ley general de las instituciones episcopales. El Papa instituye directamente por bula o por breve a todos los obispos y confiere directamente el palio a los metropolitanos. El arzobispo de  Salzburgo en Austria dejado fuera de los concordatos, es casi el único que hoy día instituye a los sufragáneos[10].
En Oriente, la bula Reversurus, dejando a los patriarcas la designación de los candidatos, reservó a la Santa Sede el juicio de las personas propuestas y la institución canónica[11].
No forma parte del objeto de este trabajo exponer largamente los motivos que indujeron a los Sumos Pontífices a reservarse, para el bien de la Iglesia universal, la institución directa e inmediata de los obispos. Nos basta con haber establecido que en esto no introdujeron en la Iglesia ningún principio nuevo, que el derecho de instituir les pertenece esencialmente, que fueron siempre dueños de regular a su arbitrio su forma y su ejercicio, que no ha cambiado la sustancia de la disciplina, finalmente, que siempre — y en esto está la sustancia de tal disciplina — ha descendido toda jurisdicción episcopal de la única sede de san Pedro hasta las extremidades de la Iglesia.
Pero el lector atento no tendrá gran dificultad en darse cuenta de la utilidad o más bien de la necesidad del cambio accidental de la disciplina.
¿No es patente que en presencia de las sociedades modernas fuertemente centralizadas, que frente a los enemigos de la religión, cuya acción misma recibe de esta centralización una fuerza desconocida en tiempos pasados, la Santa Sede, situada en la cúspide del mundo, recibiendo de todos los puntos de la tierra las luces que le aportan las necesidades de los pueblos, los peligros de las almas y las enfermedades del género humano, sostenida por las oraciones de toda la Iglesia católica, asistida desde arriba, conforme a la promesa de Jesucristo con la sabiduría y la omnipotencia divinas, puede sola y mejor que nadie aquí en la tierra, dar a las Iglesias en peligro pastores dignos y formar el colegio episcopal con verdaderos sucesores de los apóstoles, unánimes en la doctrina y firmes en la caridad? ¿No es evidente que, a falta de las elecciones eclesiásticas, que han perdido su carácter y su utilidad y que poco a poco han desaparecido, la autoridad de los metropolitanos locales no ofrece ya garantías suficientes contra la arbitrariedad o las presiones del exterior?
Quizá fuera éste el lugar indicado para hablar de esas elecciones, accesorio de la institución canónica, que, aunque dando al elegido cierto derecho a esta institución, no tienen nada que ver con la institución misma ni han podido nunca reemplazarla.
Tendremos ocasión de hablar más a fondo de esta materia cuando describamos, en la parte siguiente, el estado y la historia de la Iglesia particular. Bástenos decir aquí que la elección del sujeto para el cuerpo o el colegio de la Iglesia vacante no fue nunca sino un accesorio preliminar de la institución, admitido y regulado por la ley eclesiástica.
La Iglesia vacante pide al superior para su elegido la misión o la institución canónica, pero no puede nunca conferírselas. El único derecho que da al elegido es el de ser presentado en su nombre al superior, es decir, al Papa o a su representante local. Absolutamente hablando, la elección puede siempre ser suprimida o suplida por la autoridad suprema; y si el derecho positivo obliga a respetarla a los inferiores al Sumo Pontífice, éste, de quien dimana toda jurisdicción episcopal, no está obligado a tenerla en cuenta sino según se lo inspiren la utilidad de la Iglesia, la equidad y su conciencia. Puede siempre anularla, suspenderla o suprimirla.
Por lo demás, no siempre tuvo lugar ni siguiera en los rangos inferiores: en todos los casos en que no era posible, como sucedía en la fundación misma de las Iglesias tratándose del primer obispo de una sede por establecer, o cuando las circunstancias la hacían peligrosa, los patriarcas y los metropolitanos no vacilaban en ordenar a los obispos sin recurrir a ella.
La elección no forma, pues, parte de la sustancia de las cosas, por lo cual los Sumos Pontífices pudieron suspenderla y hasta suprimirla a su arbitrio como medida general y mediante una reglamentación duradera.
Bajo este respecto se puede asimilar — aunque pertenece más íntimamente al desarrollo normal de la vida de las Iglesias particulares— a los derechos de patronato y de presentación que, según los tiempos y lugares, creyó la Iglesia deber conceder a ciertas personas o comunidades y que puede siempre revocar cuando cesan de ser útiles al bien de la religión o incluso constituyen un peligro para la grey de Jesucristo[12].

Jurisdicción universal de la santa sede.

Al terminar este estudio llamamos la atención del lector sobre un punto importante y hacemos una última observación.
Si al Sumo Pontífice, como fuente única y universal de toda jurisdicción en la Iglesia católica, le corresponde conferir el episcopado y dar a sus hermanos el título estable de la potencia espiritual, con mayor razón le corresponderá ejercer en el mundo entero su propia jurisdicción mediante mandatos cuyos límites pone él mismo.
Así puede, a su arbitrio, por una parte enviar legados, nombrar vicarios y administradores apostólicos, comunicar como le agrade tal o cual parte de la jurisdicción a los sacerdotes y a los ministros designados por él; y por otra parte puede en el mundo entero, en virtud de su disposición soberana, siempre revocable a su arbitrio, e independientemente de toda colación de títulos eclesiásticos, autorizar la administración de todos los sacramentos por sus propios delegados.
Los clérigos extraños a las Iglesias, los clérigos sin título de ordenación que los vincule a una Iglesia particular, como son hoy día los miembros de las grandes órdenes apostólicas, pueden así recibir del Sumo Pontífice una misión que dependa enteramente de él.
No tenemos necesidad de insistir en este punto. Lo que antes hemos dicho acerca de las delegaciones por las que, sin afectar al orden de la jerarquía, el poder eclesiástico puede ejercerse por una parte en cuanto a toda la extensión del magisterium y del imperium, y por otra en cuanto a la legitimidad dada a las funciones del ministerium, tiene aquí su aplicación, y el Sumo Pontífice, cuya potestad se extiende al mundo entero, puede obrar en todas partes a su arbitrio por medio de mandatarios que no son sino sus puros órganos.





[1] Inocencio III, en las Decretales de Gregorio IX.

[2] Barlaam de Seminara, loc. cit.

[3] Máximo Planudes, loc. cit.

[4] Anastasio el Bibliotecario, Historia de la vida de los Pontífices Romanos, n. 90 (sobre Constantino I, 708-715); PL 128, 950.

[5] San Martín I (649-653), Carta 5, a Juan, obispo de Filadelfia; PL 87, 155; Labbe 6, 20.

[6] San Inocencio I (402-417), Carta 24 a Alejandro, obispo de Antioquía, 1; PL 20, 548: “Por lo cual, hermano carísimo, hemos decidido esto: así como por tu poder personal ordenas a los metropolitanos, así no dejes tampoco que se creen obispos sin tu permiso ni a espaldas tuyas; en cuanto a los que están cerca, ordena, si lo crees oportuno, que deban recibir de tu gracia la imposición de las manos.”

[7] Concilio de Nicea (325), can. 6; Labbe 2, 31.41.46; Mansi 2, 670.671; Hefele I, 561: «Es muy claro que si alguno viene a ser obispo sin el asentimiento de su metropolitano, el gran concilio no le permite seguir siéndolo.»

[8] San León I (440-461), Carta a Anastasio, obispo de Tesalónica, 6; PL 54, 673: «Sobre la persona que se ha de consagrar obispo y sobre el consentimiento del clero y del pueblo, refiera el obispo metropolitano a tu fraternidad. Infórmete sobre todo lo que deseas saber en la provincia, a fin de que tu autoridad confirme también la consagración que debe hacerse según los cánones. En efecto, así como no queremos que acusación alguna venga a atacar las elecciones justas, así tampoco permitimos que se hagan éstas a tus espaldas.» A este propósito pueden verse las otras cartas análogas dirigidas a los obispos de Tesalónica por los papas san Siricio (384-398), san Dámaso (366-384) y san Bonifacio I (418-422).

[9] Tal fue el tiránico intento de Napoleón en Fontainebleau, donde tuvo preso a Pío VI (20 de junio de 1812 - 22 de enero de 1814).

[10] El Código de derecho canónico, can. 322, § I, prevé que los candidatos al episcopado  pueden ser «elegidos, presentados o designados por el gobierno civil», mientras que la institución canónica la da necesariamente el Romano Pontífice. “El presidente de la república francesa tiene todavía el derecho de nombramiento para los obispados de Metz y de Estrasburgo, donde se aplica todavía el concordato de 1801”. La presentación de los candidatos por el Estado subsiste todavía en Portugal, en España (concordato de 27 de agosto de 1953), en el principado de Mónaco.

[11] Pio IX, bula Reversurus (12 de julio de 1867) al patriarca armenio de Constantinopla.

[12] Tal fue el derecho de patronato concedido antiguamente en la India a los soberanos de Portugal, y cuya abolición fue exigida por los intereses de la evangelización de estos territorios en las regiones que quedaron sustraídas a la autoridad de estos soberanos.