martes, 15 de abril de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Cuarta Parte. La Iglesia Particular. Cap. I (II de III)

Dos grados de derecho divino

Aquí debemos hacer la siguiente observación: lo que decimos de la decadencia y de la destrucción a que están sujetas las Iglesias particulares no puede cancelar el derecho divino sobre el que reposan.
En efecto, en otro lugar hemos dejado suficientemente sentado que la constitución de la Iglesia particular obedece al misterio de la jerarquía y pertenece, por consiguiente, al derecho divino e inmutable que hay en ella.
Por este derecho divino de la jerarquía reposa la Iglesia sobre el fundamento del episcopado; por este derecho divino es el obispo cabeza de su Iglesia, y sobre este derecho divino están establecidas las relaciones esenciales del obispo, de los presbíteros, de los ministros y de los fieles.
El derecho positivo no puede suprimir este orden: este orden es querido por Dios y ha sido establecido por Él; es sustancial y proviene de las profundidades mismas del misterio.
Así como dijimos en otro lugar, el estado de las misiones, donde no existe todavía este orden, no puede ser nunca un estado perfecto y definitivo; debe servir de preparación y de introducción al régimen sagrado de las Iglesias; hasta entonces no está enteramente establecida la religión; por esto nada importa tanto a los Sumos Pontífices como introducir la jerarquía en las regiones recientemente evangelizadas. Cuando hacen estas creaciones solemnes creen honrar grandemente su reinado; la Iglesia universal celebra con santos transportes el establecimiento de las sedes episcopales y el nacimiento de las nuevas Iglesias como el de otras tantas hijas, fruto de su eterna fecundidad.
Y si contra el derecho divino de la jerarquía de la iglesia particular se arguye con el hecho de que Iglesias particulares pueden desfallecer y perecer, responderemos que en ellas sucede como en otro orden sucede en las familias humanas. Éstas han recibido de Dios una forma de derecho divino en el matrimonio y en la autoridad paterna, y esta constitución se mantiene aun cuando familias particulares la violen o perezcan. Y estas disoluciones de familias particulares no pueden hacer mella al derecho divino sobre el que todas reposan y que es el único que puede constituirlas.
La constitución de la Iglesia universal y la de las Iglesias particulares son, por tanto, igualmente de derecho divino y sin embargo hay entre ellas esta diferencia: la Iglesia universal no puede perecer, pero las Iglesias particulares están expuestas a desfallecer.
Así hay como dos grados en la aplicación del derecho divino a la nueva humanidad, y la razón de ello es patente.

En efecto, no sólo la esencia, sino la existencia misma de la Iglesia universal es de derecho divino, mientras que en las Iglesias particulares sólo su esencia y su forma, pero no su existencia, pertenecen a este derecho.
La Iglesia universal no puede cesar de existir porque el decreto divino une en ella la existencia y la esencia, ya que siendo única esta iglesia, si desfalleciese no tendría aplicación tal decreto.
Las Iglesias particulares nacerán con el tiempo y pasarán con él; pero no podrán nacer ni subsistir sino conforme al tipo que les ha prefijado el derecho divino. Por lo demás, esta distinción necesaria se mostró ya en la institución misma de la jerarquía.
Jesucristo no estableció de hecho sino la Iglesia universal y siendo su única cabeza, le dio a la vez la forma y la existencia instituyendo su vicario en la persona de Pedro, y el colegio de los obispos en la de los apóstoles.
En esta institución de la Iglesia universal estaba incluida y como implicada la de todas las Iglesias particulares, aunque no precisamente en sí mismas, sino en su origen y tipo, no habiendo querido Jesucristo establecer ninguna de ellas en particular; confió a los apóstoles el cuidado de hacerlas salir posteriormente de la fuente donde Él las había encerrado. Y como quería seguir este orden en su obra, se contentó, por lo menos en nuestro sentir, con instituir Obispos, encerrando en su carácter todos los grados inferiores; y sin ordenar Él mismo sacerdotes de segundo orden ni ministros, cuyos oficios respectan más propiamente a las Iglesias particulares, sino que dejó a los Apóstoles el encargo de establecer éstas posteriormente y de hacer que aparecieran en ellas los órdenes sagrados del diaconado y presbiterado.
Así las Iglesias particulares dependen, en su institución, de la Iglesia universal y participan en ella de su origen divino, pero no fueron establecidas como ella inmediata y singularmente por nuestro Señor mismo.
Si queremos, podemos hallar en el orden del antiguo Adán cierta analogía de este estado de cosas.
Al consagrar Dios el matrimonio de nuestros primeros padres instituyó ciertamente en él todos los que habían de seguir hasta el fin de los tiempos, y Jesucristo, al instituir la Iglesia universal, encerró en ella todas las instituciones de iglesias particulares. Hay, con todo, una gran diferencia: los matrimonios que habían de celebrarse entre los hombres, aunque tuvieran su tipo en el de Adán, no debían depender de él en su existencia actual, mientras que las Iglesias particulares, por el contrario, dependen enteramente de la Iglesia universal, no sólo por cuanto proceden de su virtud, sino también por cuanto no son sino una aplicación interior, por así decirlo, de esa virtud, que no puede derramarse al exterior; por cuanto no pueden subsistir sino permaneciendo en ella; por cuanto viven de su propia sustancia y no existen sino por su propia existencia que se les comunica.
Tan pronto como se apartan de este centro, deben necesariamente morir. De ahí las vicisitudes que alcanzan a las partes de la Iglesia universal sin afectarla a ella misma.

Como vemos que un cuerpo vivo expulsa poco a poco de su organismo los elementos gastados y se renueva con elementos nuevos, así la Iglesia, que es el cuerpo de Cristo, conserva su pureza «separando lo que se ha envilecido de lo que es noble y santo», se mantiene en su integridad rechazando de su seno las partes muertas y re-para sin cesar sus pérdidas aparentes incorporándose nuevos pueblos.