martes, 18 de marzo de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Tercera Parte (Sección segunda) La Iglesia Universal. Cap. VI (I Parte)

VI

INSTITUCIÓN DE LOS OBISPOS

Dependencia de la sede apostólica.

Después de haber expuesto la constitución de la Iglesia universal y de haber mostrado cuáles son en ella la soberanía de la cabeza y la dependencia de los miembros, nos queda por explicar la doctrina concerniente a la transmisión del episcopado.
Aquí no hallamos ninguna dificultad, y lo hasta aquí expuesto basta para darnos a conocer como con evidencia que el episcopado no tiene otra fuente sino a Jesucristo y al vicario de Jesucristo, en la indivisible unidad del mismo principado.
En efecto, como nuestra jerarquía imita la sociedad divina de Dios y de su Hijo, Cristo Jesús, no puede, al igual que este tipo augusto, admitir en sí misma otro orden de las personas que el de la procesión, es decir, de la misión dada y recibida.
Si, pues, el episcopado es dependiente de san Pedro, esta dependencia basta para mostrar que procede de san Pedro y que los obispos reciben de él su misión.
Esta doctrina resultará más clara todavía si tenemos presente que la dependencia en el episcopado no es sino la misión misma, en cuanto ésta es recibida en forma continua y habitual por los obispos.
Ya dijimos que la misión no es un acto puesto una vez y que ya no tiene existencia sino en sus efectos, sino que constituye una relación permanente, fuera de la cual dejan de subsistir los poderes conferidos por ella. Es una fuente que no puede cesar de manar sin que acabe por desecarse la tierra, un sol que no puede retirar sus rayos sin que las tinieblas invadan el espacio.
Esto es, por lo demás, la aplicación de una ley general de las obras de Dios: las criaturas, en efecto, no persisten en el ser que tienen recibido de Él sino por el acto conservador que es la creación misma continuada. O más bien se trata aquí de una imitación de las leyes augustos de la vida que hay en Dios mismo: en Él es eterno el nacimiento del Hijo y le constituye en una dependencia de origen que no tiene principio ni fin y que no puede ser suspendida ni destruida.

Asimismo, y por una semejanza fiel de este tipo impreso en la jerarquía, los poderes de los pastores, recibidos por ellos al comienzo en la misión legítima, no pueden subsistir fuera de esta misión que opera en ellos en forma continuada y habitual.
Así pues, su origen constituye indudablemente toda su dependencia, y por ello sus poderes están incesantemente de tal manera vinculados al que los ha conferido, que sólo él puede siempre retenerlos, suspenderlos, moderar su acción o destruirlos, como que es el principio siempre operante en ellos; por ello la dependencia y la relación de origen son ciertamente en el fondo una misma y única cosa.
Así, depender de san Pedro es para el episcopado, con toda claridad, tener de él el origen de la misión; y por la naturaleza misma del episcopado, que es esta dependencia, es preciso que los obispos sean instituidos por él y sólo por él.
No es, por tanto, por una disposición arbitraria, sino por la necesidad misma del orden divino de la Iglesia por lo que sólo san Pedro puede crear un obispo y por lo que no hay episcopado legítimo o posible fuera de este único origen.
Esto lo declara con estas bellas palabras un autor griego citado bajo el nombre de san Gregorio Niseno: «A Pedro corresponde procurarse colegas en el apostolado y elevarlos a esta alta dignidad, y sabemos que esto no corresponde a ningún otro, exceptuando sólo a Jesucristo: porque este poder rebasa toda dignidad y toda soberanía; y entre todos los mortales sólo Pedro lo obtuvo, porque sólo él ha sido constituido por Jesús cabeza y príncipe en lugar de Él mismo, y sólo él ocupa el lugar de Cristo con respecto al resto de los  hombres»[1].
Los textos análogos forman como la trama de la tradición y este autor no es aquí sino el eco de todos los padres.
Escuchemos a estos antiguos doctores:
San Inocencio I: «De la sede apostólica dimanan el episcopado y toda su autoridad»[2]. «Pedro es el autor del nombre y de la dignidad de los obispos»[3].
San León: «Todo lo que Jesucristo ha dado a los otros obispos, se lo ha dado por Pedro»[4]. «De él como de la cabeza, se derraman sus dones por todo el cuerpo»[5].
Tertuliano: «El Señor dio las llaves», es decir, la jurisdicción, «a Pedro, y por él a la Iglesia»[6].
San Optato de Milevi: «Sólo san Pedro recibió las llaves para comunicarlas a los otros pastores»[7].
San Gregorio Niseno: «Jesucristo dio, por Pedro, a los obispos las llaves de los bienes celestiales»[8].
Otros todavía: «El Señor dio el cargo de apacentar sus ovejas a ti primeramente», sucesor de san Pedro, «y luego, por tí, a todas las Iglesias esparcidas por el universo»[9]. «Esta sede transmite sus derechos a toda la Iglesia»[10].
Podríamos multiplicar las citas.
Como consecuencia de esta doctrina recibida universalmente se decía que los obispos, que reciben de Pedro su institución y toda su jurisdicción, en esa unidad que tenían con él ocupaban “el puesto de Pedro»[11], sucedían a Pedro[12], eran «los vicarios de Pedro»[13], porque, dice un concilio de Reims, «su poder no es sino la autoridad divinamente conferida a los obispos por el bienaventurado Pedro»[14].
Y nosotros podemos notar, de paso, que si el poder de instituir los obispos pertenece a Pedro, a él también pertenece necesariamente el poder de juzgarlos y de deponerlos. Estos dos poderes se corresponden: es evidente que al que da la misión le pertenece retirar o más bien retener este don; quitar es aquí propiamente retener o cesar de dar; y como la misión constituye una comunicación permanente de poder y de vida que va de la cabeza a los miembros, basta con que la cabeza cese de derramar este don de vida sobre los miembros para que éstos se vean heridos de impotencia y de muerte; y en el fondo hasta tal punto corresponde al vicario de Jesucristo, fuente del episcopado, deponer a un obispo, que con ello no hace más que retirarse de uno de sus hermanos para dejarlo inerte y sin vida en la jerarquía.
Estas nociones son tan evidentes por la relación que tienen con los fundamentos del orden jerárquico, que no se pueden negar u oscurecer sin destruir estos mismos fundamentos o sacudirlos haciendo así incierta toda la economía divina de la Iglesia.
Así la historia de todos los siglos, en un lenguaje diferente según los tiempos, pero siempre suficientemente claro para quien procure entenderlo, está de acuerdo con la teología para proclamar estas nociones y ponerlas a plena luz.
Ha habido autores católicos que, a nuestro parecer, han concebido con demasiada facilidad que la disciplina de los primeros siglos de la Iglesia en la institución de los obispos no era tan favorable al poder del Soberano Pontífice como la de los tiempos modernos, como si esta grave materia perteneciera enteramente a la legislación humana o propiamente eclesiástica.
Pero aquí están implicados los principios inmutables de la jerarquía y es necesario mostrar que siempre se han enseñado claramente y se han mantenido por una tradición pública y universal y que han constituido el fondo de la disciplina de todas las edades, las cuales los han proclamado con la misma unanimidad.




[1] Máximo Planudes, Elogios de los santos Pedro y Pablo, PG 147, 1071.

[2] San Inocencio I (402-417), Carta 29, al concilio de Cartago (417), 1.

[3] Id., Cara 30, al Concilio Milevitano (417), 2.

[4] San León, Sermón 4, en su aniversario, 2; PL 54, 150.

[5] Id., Carta 10, a los obispos de la provincia de Viena de la Galia, 1; PL 54, 629: «El Señor quiso que el misterio de este cargo fuera ligado al oficio de todos los apóstoles, aunque poniéndolo principalmente en el muy bienaventurado Pedro, soberano de todos los apóstoles; y quiso que de él, como de una cabeza, se derramaran sus dones por el cuerpo entero.» Cf. Gregorio XVI, Encíclica Commissum divinitus (17 de mayo de 1835).

[6] Tertuliano (hacia 213), Scorpiace (contra los gnósticos) 10; PL 2, 142: «Porque si piensas que el cielo está todavía cerrado, recuerda que en este texto dejó el Señor las llaves a Pedro, y por él a su Iglesia.» Cf. Pío VI, decreto Super soliditate (28 de noviembre de 1786).

[7] San Optato de Milevi (entre 365-385), Sobre el cisma donatista, l. 7, n. 3.

[8] San Gregorio Niseno (335-394), De la mortificación; PG 46, 311.

[9] Esteban de Larisa (531), Carta al Papa Bonifacio II; Labbe 4, 1692.

[10] Juan de Ravena, Carta al Papa Gregorio, en San Gregorio Magno, libro 3, Carta 57; PL 77, 654.

[11] San Efrén (306-373), Elogio de san Basilio el Grande, en Opera omnia, Roma 1743, en griego y en latín, t. 2, p. 295: «Basilio, que ocupaba el puesto de Pedro y poseía su autoridad, reprendió a Valente, que había sido infiel a la promesa.»

[12] Gaudencio de Brescia (después de 406), Sermón 16, en el día de su consagración; PL 20, 958: “(Ambrosio), como sucesor del apóstol Pedro, será también la boca de todos los obispos (sacerdotum) presentes.”

[13] Pedro de Blois (1200), Carta 148, a Savario, obispo de Bat (Inglaterra); PL 207, 437. Concilio de París (829); Labbe 7, 1661; Mansi 14, 598.

[14] Concilio de Reims (900); Labbe 9, 481; Mansi 18A, 181.