jueves, 13 de marzo de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Tercera Parte (Sección segunda) La Iglesia Universal. Cap. IV (V Parte)

Nosotros, por nuestra parte, no pensamos que la verdadera distinción entre el privilegio apostólico entendido estrictamente y el poder episcopal de los apóstoles deba reposar sobre ningún otro fundamento.
A nuestro parecer, el privilegio apostólico comprende los dones personales antes mencionados, con todas sus consecuencias y con la inmensa autoridad que tales dones llevaban consigo a los ojos de la Iglesia naciente, mientras que referimos al episcopado todo lo que pertenece propiamente a la jurisdicción.
Por lo demás, con esta doctrina no entendemos hacer a los obispos soberanos en la Iglesia universal por el hecho de ser sucesores de los apóstoles, sino, muy al contrario, queremos reducir toda la autoridad de los apóstoles a su justa subordinación con respecto a san Pedro, porque son los antepasados de los obispos.
Y ni siquiera son más que esto, dice san Gregorio Magno: «Pablo, Andrés, Juan, ¿qué son, sino lo que son los obispos, cabezas de cada una de las Iglesias particulares?»[1]. Por consiguiente, no tienen ningún poder sino en la plena y entera dependencia del vicario de Jesucristo.
Y, en primer lugar, le están sometidos en su misión misma y por el origen de su poder.
La misión no es un acto puesto de una vez y que sólo se perpetúa en sus efectos, sino una relación permanente, una comunicación irrevocable del poder que mana de una fuente divina e inagotable.
La misma creación de los seres inferiores se perpetúa por el acto conservador de Dios, y la criatura depende a cada instante del poder divino que, conservándola, no cesa de comunicarle todo el ser que había recibido en un principio.
Lo mismo hay que decir de esas comunicaciones de orden superior por las que Jesucristo da a sus apóstoles y a los obispos el poder que tiene recibido de su Padre. Manteniéndose Él mismo inviolablemente unido con su Padre, del que recibe eternamente toda su sustancia y su divinidad, perpetúa por un acto permanente lo que comunicó al comienzo, y sus jerarquías no cesan de recibir de Él constantemente lo que les dio la primera vez[2].

Este mismo Jesucristo, habiendo, pues, al comienzo, enviado o instituido a los apóstoles, no cesa de comunicarles toda la sustancia de su misión. Pero como ahora ya, después de su gloriosa ascensión, ha de ser hecho presente aquí abajo en la persona de su vicario, en su vicario estará en adelante situada y hecha visible la fuente de donde dimanará habitual e indivisiblemente sobre los apóstoles la misión y toda la autoridad que recibieron originariamente de boca del Hijo de Dios.
No por ello se ven rebajados, como tampoco después de ellos quedarán rebajados los obispos, sus sucesores; en efecto, es una misma cosa recibir lo que tienen de Jesucristo que habla en la tierra en su propia humanidad o que habla por el órgano del vicario que Él mismo instituyó para representarle.
Así se verifica en la jerarquía esa ley magnífica de la sociedad divina, en la que todo el orden está basado en la procesión de las personas y en las relaciones de origen. Análogamente, en la obra de Jesucristo aquí en la tierra, toda dependencia reposa y está basada en la misión que es como una continuación y una imitación de las procesiones divinas. Los obispos dependen de Jesucristo y del vicario de Jesucristo porque proceden indivisiblemente, y como de una sola fuente, de Jesucristo y de su vicario; y los apóstoles mismos no dependerán de san Pedro por el hecho de una simple economía de conveniencia o de utilidad, sino por las necesidades mismas del origen de su poder, que les viene continuamente de esa cabeza y en la comunión con esa cabeza, porque viene de Jesucristo hecho visible en ella, que en ella preside solo el gobierno del nuevo pueblo y desde aquella cumbre única derrama los diversos poderes que son necesarios para su vida y su acrecentamiento.
Así los apóstoles, en toda la continuación de su ministerio, aparecen sometidos a san Pedro, y san Pedro actúa como su cabeza. San Pablo, al comienzo de su apostolado, es ordenado obispo por los discípulos de los apóstoles en la comunión de san Pedro (Act. XIII, 2-3); sobre este fundamento comienza a evangelizar a los pueblos. Pero es preciso que vaya a Jerusalén a dar cuenta de lo que ha emprendido a san Pedro mismo; tiene necesidad de su aprobación en cuanto al pasado y en cuanto al futuro, «a  fin de no trabajar en vano» ni edificar fuera del fundamento (Gál. I, 18; II, 2).
San Pedro le confirma en su misión y le da el cargo especial de evangelizar a los gentiles (Gál. II, 7-10).
No podemos dudar de que los otros apóstoles habían tenido en sus asambleas apostólicas la misma conducta que san Pablo, como tampoco de que la repartición del mundo entre ellos tuvo lugar sin la autoridad del príncipe de su colegio[3].
San Pedro ejerce sin vacilar su jurisdicción suprema sobre toda la Iglesia y sobre sus mismos hermanos. Su poder judicial se manifiesta en la condenación de la memoria del único apóstol prevaricador, Judas (Act. I, 15-22).
Sus sucesores a su vez no dudarán un instante de su poder soberano cuando anulen los reglamentos establecidos en Asia por la autoridad del apóstol san Juan a propósito de la fiesta pascual[4]. En vano se les alegará esta autoridad, ante la que no se detendrán, sino que se considerarán siempre depositarios de un poder al que está igualmente sometido el de los apóstoles, como el de todos los obispos.
Por lo demás, ya hemos dicho que los dones extraordinarios otorgadas a los apóstoles, lejos de sustraerlos a esta autoridad suprema de la jerarquía, dependían a su vez del poder confiado a la Iglesia y principalmente a su cabeza.
La autoridad ordinaria y permanente de esta cabeza es la que juzga de estos dones extraordinarios, la que juzga de la inspiración de los autores sagrados y determina el canon de las Escrituras, la que canoniza a los santos, reglamenta y autoriza el culto de los apóstoles; y así, también por este lado, el apostolado, en lugar de aparecernos como independientes de la jerarquía, depende, en cuanto a sus dones más excelentes, de la autoridad de que es depositaria dicha jerarquía.
Después de lo dicho no disputaremos sobre ciertas manifestaciones más destacadas del poder de los apóstoles. Fundaron Iglesias y hasta a veces las gobernaron, ya por el ascendente divino que les daba el Espíritu Santo cerca de los obispos, sus discípulos, establecidos por ellos en las ciudades más ilustres, ya —si en ello se quiere ver una verdadera jurisdicción — en virtud de una delegación de su cabeza, san Pedro. En efecto, no podemos negar a éste el derecho de extender cuanto quiera, por sus mandatos y su mero consentimiento, el círculo de los poderes que dependen de él; y en esto no nos opondremos en modo alguno a la opinión de Belarmino, que considera el poder superior de los apóstoles como un poder delegado, pero esto a condición de vincular esta delegación indivisiblemente a san Pedro y a Jesucristo mismo, de manera que no se suspenda en nada su justa subordinación con respecto a su cabeza, en lugar de vincularla a solo Jesucristo, excluyendo en cierto modo a su vicario, con una institución especial e independiente de la del soberano pontificado de san Pedro.
Exponemos aquí nuestro parecer con la debida reserva y conservando todo el respeto que les es debido a los grandes teólogos de quienes en algunas cosas nos separarnos.
Nos parece que nuestro modo de ver hace resaltar mejor la grandeza y la belleza de la obra de la Iglesia, obra maestra divina. Ésta nos aparece procediendo de la  boca y del corazón del Hijo de Dios con su pura constitución, y esta constitución le basta des-de los primeros días. No tiene necesidad de ayudas extrañas a los poderes mismos de su jerarquía, y ninguna otra autoridad distinta de esta jerarquía ejerce jamás en ella su imperio[5].
Por lo demás, cualesquiera que sean las doctrinas de estos grandes teólogos sobre el poder apostólico, en el fondo no van hasta el extremo de poner en cuestión la teoría de la constitución de la Iglesia tal como la hemos expuesto en este tratado, fundada en el primado del vicario de Jesucristo y en el episcopado; en efecto, el poder apostólico, que suponen distinto del episcopado, no entra en esta constitución, no tiene nada de permanente y no forma parte de la jerarquía eclesiástica, como tampoco la misión de los profetas en la antigua ley entraba en la jerarquía de la sinagoga. Así el lector, aun en el caso en que no comparta nuestro sentir en este punto particular, no deberá por ello rechazar el conjunto de la doctrina que le proponemos en estas páginas.



[1] San Gregorio, Carta 18 (1.5), a Juan, obispo de Constantinopla; PL 77, 740. En este pasaje en el que trata del apostolado, parece san Gregorio extender esta asimilación del apostolado y del episcopado a san Pedro mismo considerado como apóstol, primer apóstol, primer miembro de la Iglesia universal, y no como vicario de la cabeza, una sola cabeza con él, un solo  fundamento del edificio con él y por ello único superior a todos los apóstoles, como lo considera en otros lugares. Cf. id., Carta 40 (1.7), a Eulogio, obispo de Alejandría; PL 77, 899.

[2] Santo Tomás, Sobre el 2 Libro de las Sentencias, dist. 44, q. 2, a. 3: «Los poderes superiores e inferiores pueden existir de dos manera: o bien el poder viene entero del poder superior, y entonces toda la fuerza del inferior está fundada en el superior…, así también con el poder del Papa con respecto a todo poder espiritual en la Iglesia, ya que por el Papa mismo son establecidos y ordenados en la Iglesia los diversos grados y dignidades.». San Buenaventura, ¿Por qué predican los Menores? en Opera omnia, ed. Vives, París, 1868, t. 14, p. 343: «De él mismo (del Romano Pontífice) dimana toda la autoridad a todos los inferiores en la Iglesia universal, según conviene hacer participar en ella a cada uno, así como en el cielo toda la gloria de  los santos fluye de Jesucristo mismo, fuente de todo bien.»

[3] Gerson (1363-1429), El poder eclesiástico y el origen del derecho y de las leyes, consider. 9, en Opera omnia, ed. Ellies du Pin, 1706, t. 2, p. 1, col. 238: “Como al crecer el número de los fieles, para suprimir la división y para dar un ejemplo a la posteridad, se hizo una limitación de este poder en cuanto al uso; esto se hizo por intermedio de Pedro, Soberano Pontífice y con el consentimiento de toda la Iglesia primitiva, es decir, del concilio general.»

[4] San Víctor (189-199), Carta a Teófilo, obispo de Alejandría;  PG 5, 1485; Labbe 1, 592: “Los santos padres y nuestros predecesores establecieron ya que la fiesta de pascua debe celebrarse el domingo, y nosotros os ordenamos solemnemente que la celebréis el domingo, pues no está permitido a los miembros separarse de la cabeza ni hacer lo contrario.» Cf. id., Cartas 3 y 4; PG 5, 1488-1490; Labbe 1, 594. Sobre los concilios concernientes a la fiesta de pascua, véase Labbe 1, 596-602 y Hefele 1, 133-151. Los asiatas invocaban en esta controversia la autoridad del apóstol san Juan: cf. San Ireneo, Carta a Flotono; PG 7, 1231; Eusebio de Cesarea, Historia eclesiástica, l. 5, c. 24, a. 3.

[5] Nota del Blog: Este último párrafo fue citado por Billot (De Ecclesia, tomo 1, pag. 566, ed. 5°, 1929) en su monumental Quaestio XIII, dedicada a la Monarquía de la Iglesia. Páginas sublimes que no nos cansamos de leer y releer.