martes, 11 de febrero de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Tercera Parte La Iglesia Universal. Cap. V (I de III)

V

COMUNICACIÓN DEL PRINCIPADO DE SAN PEDRO


Por la voluntad de la sede de Pedro.

San Pedro, vicario de Jesucristo, es la cabeza única y el monarca universal de la Iglesia católica. Está por encima del episcopado, porque ocupa el lugar y ejerce el poder del príncipe de los obispos.
Todos los obispos se inclinan bajo su cetro pastoral y soberano; pero en la plenitud de su sacerdocio y en la sublimidad de su orden no reconocen por encima de ellos más autoridad que la suya, que es la de Jesucristo mismo.
De aquí se sigue que por sí mismos son todos iguales bajo esta única soberanía. Sólo el vicario de Jesucristo puede, pues, establecer distinciones y cierto orden en su colegio, porque estando sólo él en posesión de una autoridad superior a la de ellos, puede elevar a algunos de los miembros de este colegio encima de los otros, comunicándoles, en la medida que a él le place determinar, alguna parte de su principado.
Desde los orígenes usó de este poder y dio así toda su perfección a la constitución de la Iglesia universal.
En efecto, fácilmente se echa de ver que el gobierno de este inmenso imperio de las almas no puede ejercerse útilmente si todos los pastores del mundo sólo forman una multitud confusa por debajo de su única cabeza. Conviene en gran manera que esta cabeza distribuya su acción por medio de intermediarios que sean sus auxiliares y sus lugartenientes, llamados por él mismo, «no ya a la plenitud del poder, sino a una parte de la solicitud»[1].
Así el vicario de Jesucristo hace que algunos rayos de su primado se proyecten sobre algunos de sus hermanos, a los que eleva por encima de los otros obispos, pero sólo en cuanto son como imágenes de él mismo y como otros él mismo y le representan en la medida de poder superior que les comunica.
Con esta sabia disposición está distribuido el episcopado en regiones y en provincias bajo los jefes locales que están a su cabeza; todo se ordena así sabiamente, y el gobierno no crea ninguna confusión.
Por lo demás, al misterio de la Iglesia conviene que cada una de sus partes reproduzca como en pequeño y como en compendio la economía de la figura del cuerpo entero.
Dejemos la palabra a san León: “Todos los apóstoles son iguales, y sólo a san Pedro se le dio presidir a todos los demás. Así se imprime a la Iglesia la forma de Pedro (forma Petri)”. Ahora bien, continúa este santo doctor, «de esta forma» primera de la Iglesia universal «salió la distinción de los obispos; y con una sabia y grande reglamentación se estableció que no esté todo confusamente abandonado a todos, sino que, por el contrario, en cada provincia un obispo distinto posea la primera autoridad y que, análogamente, en las grandes ciudades reciban otros una solicitud más extensa, a fin de que, siendo como el vínculo del mundo, hagan confluir todo el cuidado de la Iglesia universal en la única cátedra de Pedro y ningún miembro de este gran cuerpo pueda jamás separarse en nada de su cabeza[2].

Tales son la sustancia y el fundamento de las grandes sedes y de las metrópolis. Los obispos que las ocupan reciben todo lo que son por encima de sus hermanos, no del episcopado, sino de san Pedro mismo. El obispo de Jerusalén, sucesor de un apóstol, no tenía en la antigüedad ninguna jurisdicción superior en medio de sus hermanos: dependía de un metropolitano; y Santiago sólo había dejado en su sede el honor del episcopado a fin de que se hiciera patente que toda primacía tiene otro origen y es una irradiación del principado de san Pedro. Los patriarcas y los metropolitanos no son, pues, sino sus órganos y hacen presente su primacía en la medida que él mismo juzga oportuno determinar.
Por lo demás, esta doctrina fue declarada expresamente por el Papa Benedicto VI: «Los sucesores de san Pedro fueron quienes establecieron, según las necesidades de los lugares, arzobispos cabezas de los obispos para ocupar su lugar en las Iglesias, ya que ellos no podían gobernarlas todas por sí mismos»[3]. El Papa Pío VI estableció fuertemente la misma doctrina escribiendo a los obispos alemanes, electores del imperio: «Decidme, os ruego, vosotros que en calidad de metropolitanos estáis elevados por encima de los otros obispos, decidme de dónde provienen esas distinciones en el episcopado. ¿Será por derecho divino? Pero el orden del episcopado es único e igual en todos los obispos. ¿Acaso de un concilio universal? Pero mucho antes de que se pensara en reunir tales concilios había obispos a la cabeza de otros obispos. ¿Acaso de los concilios provinciales? Pero éstos no habrían podido reunirse si no hubiera habido ya provincias con metropolitanos a su cabeza ¿Acaso de un acuerdo mutuo? Pero ningún obispo tenía derecho a rebajar una autoridad divinamente instituida para sujetarla a un metropolitano. Así pues, sólo la autoridad suprema de Pedro y de sus sucesores fue capaz de dar a unos obispos poder sobre otros obispos»[4].
Y no se objete aquí la dificultad de hallar en cada erección de una sede principal un acto positivo de la autoridad del Sumo Pontífice.
San Pedro estableció las sedes patriarcales, como lo proclama toda la antigüedad, y en lo sucesivo bastaba con el consentimiento de los patriarcas para el establecimiento de los metropolitanos inferiores. Pero hay más: una ley eclesiástica general bastó para este establecimiento en toda la Iglesia; y en virtud de esta ley desde los primeros tiempos los varones apostólicos pudieron ordenar por todas partes sedes principales sin que por ello cambiara de carácter la institución. Porque es patente que semejante ley no tiene fuerza sino por la autoridad o la voluntad soberana del cabeza de la Iglesia, tanto que al fundar estas sedes en virtud de esta ley primitiva, los apóstoles mismos, si es que hay que remontarse hasta ellos, y después de ellos sus primeros discípulos, daban a san Pedro representantes, que solo por razón de esta cualidad venían a ser superiores a sus hermanos.
Esta ley general permitía atribuir una primacía local a ciertas Iglesias, más tarde, por analogía con estas primeras y más antiguas instituciones, se trató de extender este privilegio a todas las capitales de las provincias civiles; pero la Iglesia declaró más de una vez que no estaba obligada a seguir las disposiciones políticas de los Estados y que había que atenerse a las primeras antiguas instituciones o recibir de ella misma la institución de las nuevas metrópolis[5].
Es lo cierto que, sin gran dificultad, se puede comprobar la existencia de esta ley común desde el tiempo mismo de los apóstoles, por lo menos en su aplicación general. En efecto, toda la antigüedad nos declara que san Pedro estableció por sí mismo y expresamente las tres sedes principales de Roma, de Alejandría y de Antioquía. Hallamos luego las grandes sedes de Asia, del Ponto y de Tracia. Es posible que en un principio no hubiera otras sedes principales.
En esta hipótesis, y para dar comienzo a este pequeño número, basta con la institución positiva y especial de san Pedro, y no hay necesidad de recurrir a una ley universal para explicarlo.
Sin embargo, ya en tiempos del Papa Víctor I (189-199)[6] y en vida de los discípulos inmediatos de los apóstoles, vemos por todas partes a las metrópolis en posesión de su primacía local. Pensamos, por tanto, que esta institución de las sedes superiores, considerada como una ley de la Iglesia universal, comenzada con la institución positiva que hizo san Pedro de las primeras entre estas sedes y que debía ser común a toda la  Iglesia, forma parte del depósito de las tradiciones apostólicas. El tiempo no ha hecho sino desarrollarla, ya por disposición expresa de los obispos de las primeras grandes sedes, que determinaría poco a poco las circunscripciones inferiores, ya en lo sucesivo  por la aplicación, convenida tácitamente, de una forma semejante a todas las provincias.
Esta ley apostólica universalmente recibida y practicada es la que celebra san León en el texto que antes hemos citado y que habla de una «grande reglamentación». En la aplicación que se hizo de ella reconoce él la forma Petri impresa a todas las provincias[7].
Aquí se descubren ciertamente los caracteres de las leyes y de las instituciones apostólicas. Es una institución universal y tan antigua que no se le puede asignar ningún comienzo en la sucesión de la historia de la Iglesia ni se designa ningún pontífice ni concilio que la estableciera. Los antiguos hablan de ella como de la regla antigua de los padres, sin designación particular. Es, dice el concilio de Antioquía, «el canon en vigor desde los comienzos»[8].
Este estatuto antiguo y general es el que el Concilio de Nicea, después de los cánones apostólicos[9] y los monumentos de la tradición primitiva[10]; proclama y prescribe que se observe inviolablemente[11].
Pero es necesario observar con el Papa san Bonifacio que este concilio, constituyendo en ley conciliar — por su célebre canon 6 — esta antigua institución de las sedes principales, no se permite reglamentar nada a propósito de la Santa Sede apostólica de su primado sobre el universo. Es que este primado, por ser de derecho divino, no podía ser objeto de una ley conciliar.
«El gobierno y todo el estado de la Iglesia reposa sobre esta sede, dice este gran Papa. Las disposiciones del concilio de Nicea no atestiguan otra cosa, de tal modo que este concilio no pretendió establecer nada a propósito de dicha sede, viendo que no podía conferirle nada que no estuviera por debajo de sus derechos, pues sabía que la palabra de Dios se lo había dado todo»[12].
Así el canon del concilio guarda silencio a propósito de la prerrogativa pontificia; o, si se quiere leer como fue leído en el concilio de Calcedonia, se limita a una simple declaración: «La Iglesia romana tuvo siempre la primacía», y reserva el estilo imperativo del legislador para el resto del canon que es de derecho eclesiástico[13]. Esta diferencia de estilo fue quizá la que hizo desaparecer de la mayoría de los ejemplares —como algo que no pertenecía a la ley o al canon propiamente dicho— esta declaración que, por lo demás, no fue discutida en Calcedonia.
Esta distinción entre la institución divina del Sumo Pontificado y la institución eclesiástica de las otras grandes sedes es necesaria al comienzo de este tratado, y es hermoso ver al Espíritu Santo, según la doctrina de este antiguo Papa, declararlo por la voz del primer concilio ecuménico en el decreto mismo en que este concilio formula la constitución apostólica de las Iglesias.



[1] San León, Carta 14, a Anastasio, obispo de Tesalónica, 1; PL 54, 671: “Hemos confiado nuestras funciones a tu caridad para que seas llamado, no a la plenitud de nuestro poder, sino a una parte de nuestra solicitud”.

[2] Ibid. 2; PL 54, 676. Cf. Pio IX, carta Reversurus (12 de julio de 1867), al patriarca armenio de Constantinopla.

[3] Benedicto VI (973-974), Carta a Federico, obispo de Salzburgo, PL 135,1081.

[4] Pío VI (1775-1799), Respuesta a los metropolitanos de Maguncia, Tréveris, Colonia y Salzburgo, a propósito de los nuncios apostólicos. Roma 1790, cap. 9. sec. 1, 9- 8, P. 302-303.

[5] San Inocencio I (401-417), Carta 24, a Alejandro, obispo de Antioquía, 2; PL, 20, 548-549; Labbe 2, 1269: “Me preguntas si después de la división de las provincia, establecida por el emperador, así como hay dos metrópolis, hay que nombrar también dos obispos metropolitanos; pero has de saber que la Iglesia no debe sufrir de las variaciones que introduce la necesidad en el gobierno temporal, que los honores y los departamentos eclesiásticos son independientes de los que el emperador juzga oportuno establecer por sus intereses. Por consiguiente, es preciso que el número de los obispos metropolitanos siga conforme al antiguo trazado de las provincias”; cf. Pío VI, carta Quod aliquantum, al episcopado francés (10 de marzo de 1791). Cf. Concilio de Calcedonia (451) sesión 4, Labbe 4, 544; Mansi 7, 90: “Ningún rescripto imperial valdrá contra las reglas, síganse las reglas de los padres”.

[6] Véanse los concilios provinciales convocados por invitación de este pontífice sobre la cuestión de la fiesta de pascua: Labbe 1, 595 ss; Mansi, 1, 723 ss; cf. Hefele, 133.151.

[7] Id., Sermón 4, en el aniversario de su consagración, 3; PL 34, 151: «El derecho del poder, de su poder (de Pedro) pasó también a los otros apóstoles, y la constitución de este decreto se extendió hasta todas las cabezas de Iglesia; pero no en vano se confió a uno solo lo que fue comunicado a todos. En efecto, esto es confiado personalmente a Pedro porque la forma de Pedro está puesta por encima de todos las otros cabezas de Iglesia.»

[8] Concilio de Antioquía (341), can. 9; Labbe 2, 566; Mansi 2, 1311; Hefele 1, 717: «Los obispos de cada provincia deben saber que el obispo puesto a la cabeza de la metrópoli está igualmente encargado del cuidado de la provincia entera... Consiguientemente se dispuso que ocupara el primer rango en cuanto a los honores, y que los otras obispos (de acuerdo con el antiguo canon promulgado por nuestros padres y que tiene siempre fuerza de ley) no pudieran hacer nada sin él...».

[9] Cánones apostólicos (compilación egipcia del siglo IV), can. 9; Labbe 1, 31; Mansi 1, 35: «Los obispos de cada país deben saber quién es el primero entre ellos y considerarlo como su cabeza; y no hacer nada difícil o de gran importancia sin su consentimiento.» Cf. Hefele 1, 1203-1221.

[10] Concilio de Laodicea (entre 343 y 381), can. 12; Labbe 1, 1498; Mansi 2, 565: “Debe ponerse a los obispos al frente del gobierno de la Iglesia según la decisión del metropolitano y de los obispos vecinos, aunque después de que se tenga suficiente convicción de su ortodoxia y de sus buenas costumbres»; cf. Hefele 1, 1005.

[11] Concilio de Nicea (325), can. 6; Labbe 2, 31; Mansi 2, 670-671: «Manténgase la antigua costumbre en uso en Egipto, en Libia y en la Pentápolis, es decir, que el obispo de Alejandría conserve la jurisdicción sobre todas (estas provincias), pues se da la misma relación que en el caso del obispo de Roma. Deben igualmente conservarse sus antiguos derechos a las Iglesias de Antioquía y a las otras eparquías (provincias)»; cf. Hefele 1, 554.

[12] San Bonifacio I (418-422), Carta 14 al obispo de Tesalónica, 1; PL 20, 777; Labbe 4, 1705.

[13] Concilio de Calcedonia (451), art. 16; Labbe 4, 812; Mansi 7, 443: «De los 318 santos padres, canon 6: "Que la Iglesia romana ha tenido siempre la primacía"».