martes, 31 de diciembre de 2013

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Segunda Parte, Cap. VIII (I Parte)

VIII

MODOS DE LAS OPERACIONES JERÁRQUICAS

En nuestras jerarquías todo es divino. La vida divina estaba en el seno del Padre y se nos ha manifestado (I Jn I, 2). La hemos visto en el magisterio de la doctrina, en el ministerio que santifica, en la autoridad que rige. La hemos visto producir en todos los canales de la jerarquía los poderes que le son propios, el orden y la jurisdicción.
Así todo está pronto: estos canales, por los que circula la vida, están rebosantes y prontos a derramarla, y ella misma va a declararse por las admirables operaciones que estudiaremos en una y otra jerarquía, en la Iglesia universal y en la Iglesia particular.
Pero así como nuestras jerarquías imitan la sociedad divina, así también sus operaciones imitan la operación divina: hay que esclarecer esta verdad, que reclama toda nuestra atención.

Modos de las operaciones divinas.

Dios opera por su Verbo, que es su Cristo. Le comunica toda operación que viene de Él. Le muestra, dice el Evangelio, las obras que hace, y el Hijo las hace igualmente (Jn V, 19-20), y el Espíritu Santo, que es el nudo de la eterna unión del Padre y del Hijo, les está asociado en todas sus obras por esa cualidad misma, que es propiedad de su persona. No hay entre ellos una operación análoga a la que vemos entre los hombres donde la acción puede dividirse entre varios, donde cada uno de los asociados aporta y pone en común su parte, y donde la acción total resulta del concurso, imperfecta si viene a fallar alguno de los asociados.
Las personas divinas operan en la manera en que son, y como su potencia, que es su esencia misma, es indivisible, su operación no se puede repartir.
La operación es primeramente toda entera del Padre, que la comunica sin división al Hijo; es también toda entera del Espíritu Santo. El Padre es su primer principio con respecto al Hijo, que la recibe de Él. Pero como el Hijo no puede operar sino por cuanto recibe del Padre, el Padre tampoco puede operar sin comunicar al Hijo la totalidad de la operación, de modo que no se puede ni separar a las personas ni invertir el orden que hay entre ellas, ni tampoco hacer que la acción se divida entre ellas y les pertenezca por partes distintas. Por ello el concilio de Letrán definió que el mundo, obra de Dios, fue creado por las personas divinas como por un solo principio[1]. La operación es, entre las tres personas, una como la esencia.
Esta unidad necesaria constituye el fondo de lo que se llama la circumincesión de las personas divinas.

Procediendo una de otra, están presentes una a otra, no ya por simple colección y a la manera como reunimos diferentes unidades creadas, sino en cuanto la que procede no puede subsistir separada de su principio, o estar ausente de aquel del que depende por su origen, como tampoco el principio puede cesar de llevarla en sí, como produciéndola de sí mismo eternamente y comunicándole todo lo que ella es y todo la que hace; porque la operación sigue las leyes de la esencia y el orden de las relaciones de las personas.
Las operaciones de las personas se mantienen, pues, siempre invariablemente iguales a sí mismas por cuanto pertenecen, sin desigualdad ni división, a las tres personas divinas; sin embargo, por una  economía cuyas razones nos son impenetrables, las tres personas se nos declaran de tres maneras distintas en las Escrituras.
En primer lugar, al Padre solo se le nombra con frecuencia como autor de la acción. «Al principia, se dice, creó Dios» (Gén. I, 1). Pero sabemos que en el Padre, como en su principio, se hallan el Hijo y el Espíritu Santo, y que en la operación del Padre está encerrada la operación del Hijo y del Espíritu Santo; porque «el Padre ama al Hijo y le muestra todo lo que hace» (Jn V, 20), a fin de que lo haga igualmente, haciéndolo todo por Él y por su Espíritu Santo. El número que hay en Dios no puede ser destruido, pero aquí se muestra propiamente la unidad del principio.
En segundo lugar el Padre y el Hijo se nos muestran como obrando en pluralidad con la tercera persona que es el Espíritu Santo: «Hagamos al hombre» (Gén. I, 26), y un poco más adelante: «He aquí que el hombre ha venido a ser como uno de nosotros» (Gén. III, 22); y acerca de la torre de Babel: “¡Ea! Descendamos y confundamos allí su lenguaje” (Gén. XI, 7).
Es como el «concilio de la divinidad» que tiene el Padre con su Hijo en el Espíritu Santo; sin embargo, no por ello dejó de salir la operación toda entera del Padre, pero aquí se manifiestan especialmente el número y la sociedad divina.
Finalmente, y en tercer lugar, el Hijo aparece solo. Así se muestra en el Evangelio: «Sin embargo, dice, Yo no estoy solo; el que me ha enviado está conmigo» (Jn. VIII, 16) y también: «El que me ha enviado está conmigo, no me ha dejado solo» (Jn. VIII, 29); y en otro lugar: «Yo no estoy solo; el Padre está conmigo» (Jn XVI, 32), por lo cual «el que me ha visto, ha visto al Padre», porque «Yo estoy en el Padre y el Padre está en mí» (Jn XIV, 9-10). «Las palabras que os digo no las hablo de mí mismo» (Jn XIV, 10), sino que me las ha dado Él (Jn. XVII, 8); «las obras que yo hago» (Jn XIV, 12) no las hago de mí mismo, sino que «el Padre, que mora en mí, realiza las obras» (Jn. XIV, 10).
El Padre, es decir, el principio, guarda su propiedad. La sociedad del Padre y del Hijo en el Espíritu Santo no se interrumpe, pero se declara en forma particular el misterio del Hijo que recibe del Padre y lleva en sí la imagen del Padre y toda su acción.
Así estas tres maneras diversas de expresar la acción divina son aptas para significar, ya la virtud principal del Padre, ya la plena comunicación que de ella se hace al Hijo, o bien la sociedad misma del Padre y de su Hijo en el Espíritu Santo en cuanto ella importa número y pluralidad en Dios.

«A su imagen y semejanza».

Nuestras jerarquías están formadas según el tipo de esta sociedad del Padre y del Hijo; son su imagen con una viva y fiel semejanza.
Hay en ellas una cabeza, que es el principio: Jesucristo o su  vicario en la Iglesia universal, el obispo en la Iglesia particular; hay una comunicación mística de Jesucristo a los obispos, del obispo a su presbiterio; hay circumincesión de Jesucristo y de la Iglesia católica, cuya parte principal es el colegio episcopal, del obispo y de su Iglesia, expresada y contenida en el colegio sacerdotal.
Así las operaciones de las jerarquías imitan, a su vez, las operaciones divinas, y en ellas vemos desarrollarse, con una fiel correspondencia, los tres modos de acción que acabamos de considerar en Dios y en su Cristo.
Mas antes de seguir estas bellas y profundas analogías que hacen del gobierno eclesiástico una fiel imitación del gobierno divino, hay que reconocer primero la única diferencia que pone en estas cosas la flaqueza esencial del elemento creado.
La comunicación que hay en Dios le es natural y lleva consigo la igualdad entre el principio y la persona que procede del principio. Por la virtud de la misma naturaleza divina el Padre es Padre, el Hijo es Hijo[2], el Padre no tiene nada más que el Hijo, porque su título no expresa nada que esté por encima de la naturaleza divina común al Padre y al Hijo.
Pero aquí abajo la comunicación es efecto de un don superior de la potencia divina, es un privilegio sobreañadido; y así como en el antiguo orden de cosas el padre es entre los hombres superior al hijo, y el hijo no es igual a su padre, así también, en el orden nuevo, el que da es superior al que recibe, y el que recibe no es igual al que da.
Así Cristo, Hijo de Dios, es igual a su Padre, pero esta igualdad es propiedad y privilegio de su sociedad eterna; este privilegio es único y absolutamente incomunicable, y nuestras jerarquías, entre tantos esplendores que descienden sobre ellas de esa sociedad en la que se halla su ejemplar y su consumación, no pueden aspirar a ese privilegio. Es preciso que en esto conserven la marca y el carácter de la criatura y que muestren, por este lado, que no tienen nada por sí mismas, que toda su existencia y su grandeza son prestadas, recibida de la sola misericordia de Dios, y que Dios, elevándolas y comunicándose a ellas, las enriquece con un don gratuito de su pura bondad.
Así, en la sociedad divina, Cristo recibe del Padre y es igual al Padre; pero en la Iglesia, el episcopado que recibe de Cristo o de su vicario no es en modo alguno igual a Cristo o al vicario de Cristo, y en la Iglesia particular el colegio sacerdotal es todavía menos igual al obispo.
Pero esta desigualdad necesaria, que es consecuencia de la imperfección del elemento creado, no destruye el misterio de las comunicaciones jerárquicas, ni deja por ello de seguirse el orden ni de expresarse aquí las analogías divinas.



[1] Concilio IV de Letrán (1215), cap. 1, Firmiter, Labbe, t. 11, Col. 142; Mansi, t. 22, Col. 981; Dz 800; (428): “El Padre… sin comienzo, siempre y sin fin. El Padre que engendra, el Hijo que nace y el Espíritu Santo que procede: consustanciales, de la misma manera iguales, igualmente todopoderosos, igualmente eternos; un solo principio de todas las cosas...”.

[2] Santo Tomás I, q. 42, a. 6, ad 3: «La misma esencia es en el  Padre su paternidad y en el  Hijo su filiación».