sábado, 2 de noviembre de 2013

Espiritualidad Bíblica por Mons. Straubinger. Tercera Parte: El Misterio del Hijo, cap. IV

LA GRATITUD DE JESUS

Para entrar a fondo en el misterio de Jesús conviene mirarlo tal como El se presentó al principio: simplemente como un hombre -el Hijo del hombre—, enviado para buscar la gloria del que lo envió, dando a los hombres noticia de que Dios tiene corazón de Padre, es decir de amor y misericordia. Ya nos revelará El, al final, el complemento de ese mismo misterio, haciéndonos saber, por los Apóstoles del N. T., que El mismo con su Redención nos convirtió, de simples creaturas que éramos, en hijos verdaderos de ese Padre, exactamente lo mismo que El. Y esto bastará para que nuestra gratitud le entregue a ese Bienhechor cada latido de nuestro corazón. Pero al principio, antes que la gratitud hemos de buscar la admiración y simpatía, pues el hombre es más capaz de ser ingrato cuando no admira ni ama.

I

Jesús rebosaba de agradecimiento hacia su Padre, que eternamente le da el Ser de Hijo divino. Quería que nosotros también supiésemos las maravillas de ese Padre, para hacerlo amar por nosotros como El lo ama. Desde luego nos hace saber su característica en tal empresa: “Yo no busco mi gloria” (Juan VIII, 50). Es decir, sólo me interesa que vosotros conozcáis, para admirarlo y amarlo, a Ese que me envió. Por eso no le importa a Jesús cuando lo insultan o desprecian a Él. Lo único que quiere es que presten atención a sus palabras para que puedan comprender esas revelaciones que viene a hacer sobre su Padre, para que podamos creerlas, pues son demasiado admirables y asombrosas para creer que son ciertas si no las escuchamos como niños que todo lo creen a su padre, sin ponerlo en duda ni pretender juzgarlo.
De ahí que, para mostrar de antemano su veracidad y su derecho a ser creído así, por su sola palabra, Jesús hace toda clase de milagros, muestra el cumplimiento de las profecías en El y en su precursor que lo anuncia, e invoca el testimonio visible del Padre en el Bautismo, en el Tabor y en su propia Resurrección que de antemano anuncia, y el testimonio invisible pero interior del Espíritu Santo, el “lumen cordium”, que nos hará comprender que su doctrina es de Dios si la escuchamos dispuestos a aceptarla sin doblez (Juan VII, 17). Si le creemos, nos hará beber de la fuente de aguas vivas (Juan IV, 10), y nos inundará con los ríos de esa agua que brota del corazón de aquel Hombre maravilloso (Juan VII, 58 s.), que habló como nadie habló jamás según confesaron sus propios perseguidores (Juan VII, 46).
Por eso, habiendo dado así previamente esas pruebas de que Dios estaba con Él, Jesús no se preocupaba ya de buscar “testimonios de hombres” para apoyar sus palabras (Juan V, 34), como hacían los escribas y fariseos, sino que hablaba como quien tiene autoridad (Mat. VII, 29). Es decir que enseñaba como Maestro por excelencia, esto es, como uno que sabe más que el discípulo y tiene derecho a ser creído por su sola palabra. Poco a poco va mostrando que El es el Maestro único, la Sabiduría encarnada, hasta que dice claramente que después de El no hay que llamar maestro a nadie más, sino que todos somos hermanos y que sus discípulos han de enseñar a todas las naciones, pero no verdades propias, que son tan mezquinas, sino las mismas cosas que El enseñó (Mat. XXVIII, 20).
Pero esas cosas que El enseñó no eran de El sino de su Padre (Juan XII, 49 s.). Jesús quiere anunciar a su Padre como el Bautista lo anunció a Él, es decir, en forma que el heraldo disminuya para que crezca el anunciado (Juan III, 30). Yo no quiero mi gloria… no busco gloria de hombres... Yo glorifico a mi Padre y vosotros me insultáis (Juan VIII, 49).



II

Con este motivo nos enseña Jesús una verdad inapreciable en el orden psicológico y moral, que nos servirá siempre de piedra de toque para descubrir, en nosotros y en los demás, el apostolado verdadero y el falso. Esa verdad profundísima y sencilla a un tiempo, como todas las de Jesús a quien los niños entienden más que los sabios (Luc. X, 21), esa verdad es la que El aplica ante todo a Sí mismo, diciendo que el hombre veraz y sin injusticia se conoce en que no busca gloria para él, sino para su mandante (Juan VII, 18). Tal fué el sello con que se presentó también como el pastor bueno, señalando como ladrones y salteadores a los pastores de antes, es decir, a los falsos profetas, cuya característica a través de toda la Biblia es la de robarse para sí esa gloria a que sólo el Padre tiene derecho, y profanar su tremenda misión cosechando simpatía personal o ventajas y diciendo, como de parte de Dios, cosas que El no ha dicho (Deut. XVIII, 20).
En todo esto vamos viendo a Jesús como hombre: en su actitud de apóstol, de enviado, de predicador humildísimo. Era el “Servidor de Yahvé" (Is. XLII, 1 ss.; Mat. XII, 18), que había tomado forma de siervo (Filip. II, 7) y que estaba entre los hombres “como el sirviente" (Luc. XXII, 27). Y así también enseñó a los suyos a que el primero fuese como el más bajo servidor de los demás (Luc. XXII, 24 ss.), hasta el extremo de lavarles los pies como El lo había hecho (Juan XIII, 13 ss.).
¿Por qué toda esta humildad? Porque era la condición indispensable para que su predicación tuviese el sello de la sinceridad, sin que su propia gloria o provecho o triunfo del amor propio pudiese mezclarse con la pura glorificación del Padre, que El buscaba con tal ardor que le llama “mi alimento" (Juan IV, 31-34).
Notemos que la gloria, exteriormente, consiste en el elogio, el honor, la admiración. Eso es lo que Jesús busca todo entero para el Padre; eso quiere que busquemos todos siguiéndolo a Él. La gloria es el extremo opuesto de la humildad. Y ambas cosas son correlativas. Para poder glorificar al Padre, Jesús recogía para Sí mismo humillaciones y desprecio, y así hemos de hacer nosotros inevitablemente; pues, como tanto lo previno El a sus discípulos, es imposible que el mundo nos acepte y comprenda (Juan XV ,18 s.), porque el mundo busca su propia gloria y no podrá soportar que se le diga que no tiene derecho a ser glorificado, y que tal derecho es exclusivo de Aquel a quien Jesús predicó.
En cuanto nosotros seamos fieles en buscar gloria sólo para el Padre, recibiremos para nosotros descrédito, burla y persecución como la que sufrió Jesús. El que en vez de esto tuviera triunfos debería temblar, porque Jesús dijo rotundamente: "¡Ay de vosotros cuando os aplaudan!” (Luc. VI, 26). ¡Dichosos cuando os persigan y desprecien por Mí! ¡Saltad de gozo! (Luc. VI, 22). Vemos así, al pasar, que el seguir a Cristo no es algo que nos recomiende, como tal vez suele creerse, al respeto, confianza, elogio y simpatía, como un testimonio de buena conciencia. Es todo lo contrario, porque “no es el servidor más que su Señor" (Juan XV, 20), por lo cual está escrito de los discípulos lo mismo que de Él: "Fué contado entre los criminales" (Is. LIII, 12; Marc. XV, 28).


III

Pero volvamos a la idea que queríamos recalcar como noción de inmenso valor para nuestra vida espiritual: Jesús es ante todo, y así se muestra en el Evangelio, poseído de un agradecimiento sin límites hacia la Persona de su Padre, primera Persona de la Santísima Trinidad. De una gratitud tan infinita como explicable, porque a esa Persona le deben el Ser desde toda la eternidad tanto el Hijo como el Espíritu Santo, en tanto que ese Padre, de quien todo procede, no debe nada a nadie: El es el dador que a todos da, y más que a nadie al Verbo eterno y a Jesús Hombre, a quien dice igualmente: “Tú eres mi Hijo" (Sal. II, 7).
Ahora bien, ese Dador, que todo lo da y nada recibe, ¿no merecerá recibir siquiera nuestro reconocimiento, nuestra proclamación de sus dones, nuestra admirada alabanza de su generosidad, nuestra amorosa gratitud por su amor y por la misericordia que viene de ese amor? Pues eso es lo que se llama la gloria del Padre, eso es glorificarlo a Él, eso es no solamente el deber y el destino de todas las creaturas, sino también el sumo anhelo de Cristo, que no es creatura pero es engendrado como Hijo único, es decir, que Él tiene al Eterno Padre una gratitud infinitamente mayor aún que la nuestra.
Esta gratitud, y amor, y deseo de alabanza para el Padre, constituye el fondo mismo del Espíritu de Cristo, que es el Espíritu Santo, o sea la unión de Ambos en la Trinidad. No sólo buscó Jesús esa gloria del Padre durante los años que como Hombre vivió en la tierra, sino que desde toda la eternidad el Verbo del Padre no tuvo ni tiene otro anhelo que amar, agradecer o glorificar a ese Padre inmenso. "Cristo es de Dios", nos dice San Pablo, es decir, del Padre. Ahora, sentado a su diestra como Sacerdote, le ruega sin cesar por nosotros, como lo hacía en las noches de su vida mortal (Hebr. VII, 24 s.). Y "cuando haya entregado su reino a su Dios y Padre" (I Cor. XV, 24), ese Verbo Divino, como si hubiese olvidado que El también es Dios, cifrará su felicidad eterna e infinita en estar "sujeto", como dice S. Pablo, a ese Padre que antes le habrá sujetado a El todas las cosas, "para que el Padre sea todo en todo” (I Cor. XV, 28).


IV

Pero si el Padre le había dado a El ser Dios y a nosotros el ser hombres; si El era Hijo y nosotros sólo creaturas, esa diferencia desapareció gracias al mismo Cristo y al Padre que nos lo envió, porque ahora el Espíritu Santo, a quien también debemos gracias infinitas como Enviado del Padre y del Hijo, nos ofrece el ser tan hijos del Padre como lo es Jesús, es decir, no adoptivos sino verdaderos" (I Juan III, 1; Ef. I, 5). De Cristo recibimos "la misma gloria que el Padre le dió a El" (Juan XVII, 22-24), de modo que El ya no es Hijo único, sino "primogénito entre muchos hermanos" (Rom. VIII, 29), y nosotros somos "semejantes a Él” (I Juan III, 2), no sólo en el espíritu, sino también en nuestros cuerpos que, si con El los humillamos (Filip. III, 10 s.), El hará iguales a su cuerpo glorioso (Filip. III, 20-21).
Hemos dicho que el Espíritu Santo nos ofrece esta maravilla de la filiación divina (cf. II Pedro I, 4). Habríamos podido decir "nos da", en vez de "nos ofrece". Pero la distinción es conveniente. Porque esto no se produce sólo de una manera externa como quien trata a un ser inanimado o dormido o muerto. Para recibirlo todo, se nos impone como condición el creer que es verdad.

He aquí, pues, la suprema enseñanza y el supremo ejemplo de Jesús: la gratitud sin límites de un hijo a su Padre, a quien debe todo; gratitud que se empeña eternamente en darle honor y alabanza y gloria, y no puede soportar que nadie se la dispute. Y por eso quiere que todos seamos párvulos, como esos niños muy pequeños que aún no han aprendido lo que es desear la gloria propia.