domingo, 13 de octubre de 2013

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Primera Parte, Cap. II (II de II)


Jerarquía eclesial.

Pero ya es hora de que de estos tipos desvaídos y de estos vestigios del orden nos elevemos a contemplar, en Dios mismo, el tipo perfecto de la jerarquía, cuya impronta marcada en su obra son aquéllos.
En Dios hay jerarquía, puesto que hay unidad y número: unidad tan perfecta, que el número es en ella un misterio: número distinto muy realmente en la unidad de la sustancia, con una igualdad tan perfecta, que ésta es esa unidad misma, lo cual es otro aspecto de este misterio.
Es la sociedad eterna del Padre y del Hijo por la comunicación que va del Padre al Hijo y que el Hijo da y hace volver al Padre, y, en esta sociedad, la procesión sustancial del Espíritu Santo, que la consuma.
Ahora bien, esta jerarquía divina e inefable salió al exterior en el misterio de la Iglesia. En la encarnación el Hijo, enviado por su Padre, vino a buscar a la humanidad para unírsela y asociarla a dicha jerarquía. De esta manera esta sociedad divina se extendió  hasta el hombre y esta extensión misteriosa vino a ser la Iglesia.
La Iglesia es la especie humana abarcada, asumida por el Hijo en la sociedad del Padre y del Hijo, entrando, por el Hijo, a  participar de esta sociedad, y toda ella transformada, penetrada y envuelta por ella: «Nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo (I Jn. I, 3).
Por consiguiente, la Iglesia lleva en sí no sólo las huellas del orden, como cualquier otra obra de Dios, sino que las realidades de la jerarquía divina misma, es decir, la paternidad y la filiación divina, el nombre del Padre y el nombre del Hijo vienen a ella y reposan en ella.
El Padre abriendo su seno, extiende el misterio de la paternidad hasta la Iglesia y abraza, en su Hijo encarnado, a todos sus elegidos y, por su parte, la Iglesia, asociada a este Hijo, recibe para todos sus miembros el título de la filiación extendido a ellos y el derecho a la herencia divina: «Hijos y, por tanto, herederos» (Rom VIII, 17). En adelante los llamará Dios, pues, sus hijos y ellos lo llamarán su Padre; ésta es la obra maestra de la caridad del Padre, «que seamos llamados hijos de Dios» y lo seamos  verdaderamente (I Jn. III, 1).

Así, lo que constituye el misterio de la Iglesia es verdaderamente una extensión y una comunicación de la sociedad divina y de las relaciones que hay en ella. «Dios da su Hijo al mundo” (Jn. III, 16) es decir, extiende fuera de él y hasta los hombres el misterio de la generación que hay en Él, y su nombre de Padre; por su parte la Iglesia,  a la que es dado el Hijo, es asociada en Él y con Él, por el misterio de su unión y adopción, al nombre de Hijo y a los privilegios que pertenecen al Hijo y que este nombre le procura con todos sus derechos.
Así, como lo habían cantado los profetas (Is. IX, 6; VII, 14), nos es dado el «Emmanuel», y Dios está con nosotros por esta admirable comunicación. Y como los discursos humanos no pueden alcanzar este misterio, el Hijo mismo de Dios quiso enseñárnoslo solemnemente. En la hora de la cena y en la proximidad de su pasión, rodeado de sus apóstoles, miembros principales de esta Iglesia, y en quienes Él llama a todos los demás, dijo: «Padre santo, guarda en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno, como nosotros... No ruego por ellos solamente, sino también por los que creerán en mí gracias a su palabra» (Jn. XVII, 11.20); y en ellos llamo precisamente a mi Iglesia a esa excelente unidad, que es la nuestra, «a fin de que todos sean uno, como Tú, Padre, estás en mí y yo en ti, para que también ellos sean uno en nosotros. Yo les he dado la gloria que tú me diste para que», en esta comunicación, «sean uno como nosotros somos uno: Yo en ellos, y Tú en mí, para que sean perfectamente uno, y sepa el mundo que Tú me enviaste» -extendiendo, con esta misión, mi generación eterna en este misterio que me da al mundo— «y que los he amado como tú me amaste» (Jn. XVII, 21-23). «Tú me amaste, Padre, antes de la creación del mundo» (Jn. XVII, 24), y en este amor brota de nuestra unión la llama eterna de nuestro Espíritu Santo, cuya presencia la sella y la consuma: es preciso que «este amor con que Tú me amaste esté en ellos, y yo en ellos» (Jn. XVII, 26), para ser el digno objeto de él, y para restituírtelo en ellos y que todo lo que yo tengo esté en ellos, puesto que yo mismo estoy en ellos.
Será preciso por tanto que también nuestro espíritu Santo venga a ellos, puesto que el misterio de tu amor y de mi corazón se extiende hasta ellos, y tú me amas en ellos y en ellos te restituyo este amor. Tú les enviarás este Espíritu, y Yo también lo enviaré, y como nosotros somos un solo principio de este Espíritu Santo, se lo enviaremos en una sola y misma misión, y esta misión será una continuación de la misión por la que tú me envías a ellos y haces que yo esté en ellos.
Él está verdaderamente en ellos, pues dice: «Nadie conoce al Padre sino el Hijo» y «nadie conoce al Hijo sino el Padre» (Mt. XI, 27); y ahora dice del Padre: «Vosotros le conoceréis» (Jn. XIV, 7); y del Hijo: «Vosotros creéis que yo salí de Dios» (Jn. XVI, 27); y también: «Vosotros me veréis, porque yo vivo, y vosotros viviréis; aquel día comprenderéis que yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí, y yo en vosotros» (Jn XIV, 19-20).
Finalmente, acaba todo este discurso y consuma esta inefable enseñanza anunciando a la Iglesia que Él se asocia la comunicación misma de la bienaventuranza divina: «Os digo esto para que mi gozo esté en vosotros y para que vuestro gozo sea perfecto» (Jn XV, 11).
A su vez la predicación de los apóstoles esparce por el mundo este anuncio y propaga este misterio y este gozo: «Os anunciamos, dicen, lo que hemos visto y oído, a fin de que vosotros también», miembros de la Iglesia, que creéis por nuestra palabra en aquel que nos envió, «estéis en comunión con nosotros, y para que nuestra comunión sea con el Padre y con su Hijo Jesucristo; todo esto os lo escribimos para que nuestro gozo sea completo» (I Jn I, 3-4).
La Iglesia recibe estos testimonios divinos y celebra su celestial doctrina por boca de los padres. Éstos confiesan y saludan el misterio divino de la Iglesia asociada a la jerarquía eterna e inviolable del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Citemos tan sólo a san Cipriano, tan digno de consideración por la autoridad de su antigüedad y de su martirio: «El Señor — escribe— dice todavía: "Mi Padre y yo somos uno», y escribe a propósito del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo: «Los tres no son sino uno. ¿El medio de creer que la unidad derivada de esta solidaridad divina ligada a los "sacramentos" celestiales pueda estar fragmentada en la Iglesia?[1]» A ese misterio del orden que une la Iglesia lo llama todavía «la unidad de Dios», la unidad inviolable, que no se puede escindir[2]”. “El gran sacrificio, dice, verdaderamente digno de Dios es nuestra paz», es decir, según el lenguaje de la antigüedad, nuestra comunión eclesial, que une y ordena a todos los miembros de la iglesia «y al pueblo rescatado, unido con la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”[3].
Tal es el misterio del que, por nuestra parte, tratamos de balbucear algo en este tratado. Aunque es inefable y aunque los razonamientos humanos no pueden alcanzarlo ni explicarlo plenamente, animados por el título de hijo que nos pertenece en él, trataremos de tartamudear, en la infancia de nuestro don nuevo, algo de las grandezas a que nos llama este mismo título.

Excelencia de esta jerarquía.

Ya sabemos cuál es la excelencia de esta nuestra jerarquía, fundada en el mismo orden divino, y cuán superior es a todo otro orden que aparece en las cosas para distribuirlas y reglamentarlas.
A esta excelencia responden su perfección absoluta y su inviolable inmutabilidad.
Las organizaciones humanas de las sociedades, obras de la criatura, fundadas, como hemos dicho anteriormente, sobre la arena movediza de los accidentes, no tienen más estabilidad que este suelo siempre agitado. Dado que llevan las marcas de una inevitable imperfección, no pueden nunca satisfacer las aspiraciones del corazón del hombre y, si algún día las proclama definitivas, recibe al día siguiente un humillante mentís.
Tal es el derecho humano, siempre inconstante, siempre imperfecto.
El orden que da Dios a sus obras, efecto de su sabiduría absoluta y de su poder, enraizada en la sustancia de las cosas y dispuesto en exacta proporción con su naturaleza y con las condiciones de su ser, posee, por el contrario, esa estabilidad que el hombre no puede dar a sus empresas, y esa perfección que no reclama, no aguarda ni puede recibir del porvenir ninguno de esos progresos incesantemente soñados por la humanidad en sus obras, y cuyo defraudado deseo, constantemente renaciente, acusa su irremediable deficiencia.
En cambio, el derecho divino llamado derecho natural, dura en las cosas en tanto siguen siendo lo que Dios las ha hecho.
Pero incluso por encima de este orden, obra de Dios, reverenciamos en la Iglesia la comunicación y la extensión inefable del orden mismo divino.
Como Dios Padre origen y principio del Hijo, envió al Hijo, el Hijo envía a sus jerarquías (cf. Jn. XX, 21); el que las recibe, recibe a Cristo, recibe al Padre, (cfr. Mt. X, 40; Lc. IX, 48); y como el Padre es la cabeza de Cristo (Cfr. I Cor. XI, 3), Cristo es la cabeza de la Iglesia (Ef. V, 23; Col. I, 18).
La jerarquía de la Iglesia desciende del trono de la gloria divina con sus relaciones misteriosas y sus leyes augustas. Aquí todo es santo, todo es divino, todo es inmutable por razones más altas.
Aquí el orden establecido por Dios no depende solamente de la naturaleza de su obra, sino de los misterios eternos que hay en Él mismo, y guarda la inviolable estabilidad de las cosas divinas. Así la majestad de este orden lo eleva por encima del orden que Dios puso en sus otras obras y que depende de su ser, obra de Dios, mientras que éste depende del ser mismo de Dios y de esas leyes sagradas e inefables que son el misterio de Dios[4].
Tal es el derecho divino de la Iglesia y de la jerarquía de la Iglesia.
Más noble que el derecho divino escrito en la naturaleza, ¿a qué altura no domina todas las constituciones, obra de legisladores terrenales, y todos los derechos humanos?[5]
¿Qué ideas hay que formarse de ello? ¿Con qué lenguaje se puede declarar?



[1] San Cipriano (muerto en 258), De la unidad de la Iglesia católica, 6; PL 4, 504.

[2] Ibid., 8; PL 4, 505: «¿Quién es tan malvado y pérfido, tan desatentado en su furor de discordia, que se imagine que puede desgarrar y él mismo ose desgarrar la unidad de Dios, la túnica del Señor, la Iglesia de Cristo?» loc. cit. p. 17.

[3] Id., La oración del Señor, 23; PL 4, 536 (de unitate Patris et Filii et Spiritus Sancti plebs adunata).

[4] Clemente de Alejandría (hacia 150 - antes de 215), Stromata, L. 7, c. 17; PG 9, 551. «La cima de la perfección cristiana, como el fundamento de su construcción consiste en la unidad; por ella lo rebasa todo en el mundo y no tiene nada igual ni semejante a sí misma» texto citado por León XIII encíclica Satis cognitum (1896).

[5] Desde luego, los poderes jerárquicos que hay en la Iglesia pueden, por la virtud que han recibido de arriba, establecer leyes y un derecho secundario; pero este derecho secundario está encerrado en todo el estado divino, del que depende y del que no es sino la aplicación y consecuencia; no puede alterar ni rebajar el carácter de la jerarquía.