viernes, 6 de septiembre de 2013

La Acción de Dios — Cómo Comprenderla

La prueba de Abraham, por G. Dore.
Canónigo Beaudenom, Práctica progresiva de la confesión y de la dirección, Edit. Difusión, 1943, pag. 311 ss.

Prácticamente la acción de Dios sobre nosotros se confunde con su voluntad; conocer la una es, pues, conocer la otra.
Que el soberano Maestro tenga una voluntad sobre todas las cosas; que esta voluntad necesariamente buena y sabia, sea la regla segura del bien, fácilmente se concibe; pero lo que es menos comprensible, es que podamos conocerla. En efecto, Dios no da sus órdenes de viva voz; está mudo e invisible para nosotros. San Pablo nos representa al hombre buscándole a tientas en las tinieblas; del mismo modo buscamos con ansiedad su voluntad. Sin embargo, la conoceremos de manera suficiente si estamos atentos. Esta condición forma parte de nuestros deberes, de nuestras virtudes y de nuestros méritos.

1) Dios nos manifiesta su voluntad por los mandamientos, que imponen deberes ciertos. El deber nos revela algo de su plan; una parte que nos confía de su obra. ¡Insensato aquél que buscase en su alrededor algún partido mejor! Engañado por las apariencias, abandonaría la elección del maestro por la suya propia. Generalmente no se aprecia bastante el deber: se le estima menos que una obra facultativa como si Dios no hubiese precisamente mandado lo que más vale. De la fidelidad de un soldado en el puesto en el cual se cree inutilizado, depende quizás el éxito de una batalla. El error proviene de que comprendemos mejor nuestra propia elección. Justamente el mérito de la obediencia consiste en preferir a esta elección personal y conocida, la de Dios, cuyo fundado bien no alcanzamos a comprender.


2) Dios nos manifiesta su voluntad de manera suficiente por ciertas señales, confiándolas a nuestra diligencia. Nos da las señales en cierta manera por las  circunstancias. Esta conclusión deriva del principio de que nada ocurre a no ser por orden suya o con su  permiso. Colocados en el centro de su plan en vías de ejecución, cedemos a la presión de los acontecimientos; elegimos la solución que nos parece mejor: obramos o nos resignamos según los casos. Si lo hacemos fijos los ojos en la gloria de Dios, no nos equivocaremos; mientras que la preocupación de nuestros gustos y de nuestros intereses inmediatos obscurecerá nuestra vista y desviará nuestra dirección. Lo que las circunstancias exigen y aconsejan, he ahí lo que Dios exige y aconseja. Bendigámoslas cuando son imperiosas; y en lugar de considerar sobre todo las dificultades en que nos envuelven, saludemos en ellas a la voluntad de Dios que, a pesar nuestro quizás, prepara nuestro propio bien.

3) Tiene otra manera de hablar más íntima y tan segura cuando está prudentemente constatada: es el llamamiento interior, el atractivo.
Esta regla está fundada sobre el  principio, que un ser sabio hace concordar el fin que asigna, con las disposiciones que concede. El atractivo interior, cuando viene de Dios está pues en armonía con lo que Dios quiere de nosotros. Ese infalible discernimiento, ese sentido maravilloso que se llama instinto en el reino animal, está reemplazado en nosotros por el atractivo que con más respeto de nuestra dignidad, deja en libertad el cuidado de consultar a la razón y el mérito de seguirla.
Si Dios maneja en el exterior las circunstancias para que nos inviten, hace surgir en el interior los atractivos que nos inclinan. Un atractivo puro, tranquilo y penetrante, sólo de El puede venir.

4) Al lado del atractivo, que es el impulso de Dios hacia fin general, distinguimos otro impulso de Dios, este particular a cada acto y que se llama la inspiración del bien. Todo buen pensamiento, todo buen deseo, todo remordimiento saludable, son tan acción de Dios como las inspiraciones heroicas. No exijáis que sea sensible; obra de ordinario a manera del principio vital, que sin revelar su presencia, hace circular nuestra sangre y crecer nuestros miembros.

5) Si Dios nos hubiese colocado sobre la tierra independientes y solos, no hubiésemos tenido más que esos tres medios de conocer su pensamiento; pero al formar la sociedad en común, la ha dotado en cierto modo del poder de guiarnos en su nombre. La autoridad y el consejo son las dos formas en que nos llegan ciertas indicaciones divinas. La obediencia y la docilidad son las dos virtudes que las acogen ¡Dichosas las almas que siguen su dirección! Cuando se consulta humildemente, cuando se obedece por Dios, es raro el equivocarse y el resultado final nunca es desfavorable.

Lo que acabamos de exponer, deja entrever dos métodos para descubrir la voluntad de Dios. El uno la busca en los mandamientos (voluntad significada) o en los acontecimientos (voluntad manifestada): es el método objetivo. El otro la pide a los movimientos interiores de la gracia: es el método subjetivo. Desde luego se unen y no pueden contradecirse si prudentemente se los consulta.
El segundo hay que emplearlo con mayor delicadeza; exige un alma desprendida de sí misma, instruida y ya formada. El recogimiento es su condición esencial: tiene en tensión nuestras facultades y reúne nuestros pensamientos, dispersos entre los objetos de este mundo. Es la mirada atenta que sola, poco a poco, atraviesa las sombras; es el silencio que escucha los acentos del cielo. Si es habitual, crea como un sentido especial que descubre todo el dominio de la virtud y escudriña hasta las profundidades del mismo Dios.

Esta manera de conocer, digámoslo bien alto, no es ni universal, ni constante. Muchas almas hermosas no tienen ordinariamente para guiarse más que motivos de reflexión; y aun aquellas mismas que conduce la gracia sensible, se ven con frecuencia privadas de sus luces y de sus movimientos.