lunes, 2 de septiembre de 2013

Espiritualidad Bíblica por Mons. Straubinger. Primera Parte: Espíritu y Vida, cap. VI

LA BIBLIA, MAESTRA DE LA VIDA

I

En la parábola de los dos hermanos (Mat. XXI, 28 ss) vemos que el primero promete y no cumple; y el otro, que se niega, se arrepiente luego y cumple. Jesús muestra aquí que lo que vale no es el acto primero, la reacción del momento; pues ésta puede ser un impulso irreflexivo de nuestro temperamento. Lo que vale es lo que hace uno después, cuando está solo, frente a su conciencia. Y ¡oh misterio! el que dijo que no obedecería, obedeció, y el que dijo que sí, desobedeció, como Pedro cuando prometió dar la vida por Jesús, y a las pocas horas negó conocerlo.
Todos tenemos en nuestro interior dos hombres distintos y contradictorios: carne y espíritu. Lo importante no es el extravío del momento, del que luego nos compungimos en nuestro aposento (Sal. IV, 5). Lo grave es tomar en aquellos momentos de extravío, resoluciones definitivas que coarten nuestra libertad ulterior, forzándonos a permanecer en el error. Lo grave es "el estado de pecado", que nos aleja de Dios de un modo permanente. De ahí que en estos momentos de meditación serena y lúcida, no turbada por "la fascinación de la bagatela” (Sab. IV, 12) es cuando hemos de resolver lo que afecta a nuestra conducta futura, y, si es necesario, "quemar las naves", como hizo Hernán Cortés, para que no fuesen ellas una ocasión de volver atrás.
En esto se conoce la recta intención del corazón, y sobre ello estriba el ejercicio de meditación que San Ignacio de Loyola llama de los "tres binarios". Es lo que en la Biblia se llama "preparar el corazón para poder obedecer al Señor" (véase I Rey, VII, 3; Esdr. VII, 10).
Por eso la primera palabra que Jesús decía siempre a todos, sin distinguir entre buenos y malos, era para prepararles el corazón, diciendo: "La paz sea con vosotros"; "no se turbe vuestro corazón". Porque sabía que ésta es la condición previa para todo lo demás, ya que la gran arma del Maligno es llevarnos o a la soberbia, o a la desesperación, a fin de apartarnos para siempre de nuestro Padre.
El primero que cayó en la trampa de la desesperación fué Caín, quien "se apartó del Señor", aunque El le dijo que nadie le haría daño. Nosotros debemos saber mucho más que Caín: que nuestro Padre divino "es bueno con los desagradecidos y malos" (Luc. VI, 53). Medítese la parábola del Hijo Pródigo (Luc. cap. XV) y se verá con asombro cómo el Padre perdona generosamente al pecador, le da un traje nuevo y le ofrece un banquete. Y aún hace que el más perdonado sea el que más le ame (Luc. VII, 47). Recordemos ante todo que es la muerte redentora de Cristo y los méritos de El, y no los nuestros, lo que borra nuestras culpas. "La Sangre de Jesús nos limpia de todo pecado" (I Juan I, 7; Efes. I, 7, etc.). Sólo necesitamos apartar nuestro pensamiento de la desesperación, sabiendo que es Dios quien nos da este suavísimo consejo: "No agites tu espíritu en tiempo de la oscuridad" (Ecli. II, 2).



II

La otra trampa del diablo es la soberbia, que quita al hombre la humildad ante Dios y la confianza en su ayuda. Un famoso poeta inglés dice que el hombre digno de ese nombre, es el que tiene una sonrisa en los labios cuando todo anda muy mal. Pero esa doctrina estoica no repara en que tal sonrisa puede ser también de orgullo, en cuyo caso sería como un desafío que dijese a Dios: "No has de doblegarme". ¿Dónde quedaría entonces toda la doctrina bíblica sobre las pruebas que Dios manda para humillarnos saludablemente, sea corrigiéndonos, como a Israel, o santificándonos, como a Job?
En el Rostro de Cristo nunca se nos muestra esa sonrisa, sino las lágrimas por la ciudad culpable (Luc. XIX, 41), y aun por el amigo muerto (Juan XI, 35 y 38), o bien el silencio humilde ante los jueces. Es que El no nos quiere héroes imperturbables, que luego fallan (cf. Juan XIII, 37 s), sino pequeños como niños (Mat. XVIII, 1 ss). El mismo nos da ejemplo de esa infancia espiritual delante de su Padre. Por eso, lejos de ver a Job alardear de fuerte, lo vemos lamentarse como un débil, y Dios no se lo reprocha. De ahí que David anuncie mil años antes, las quejas de Cristo en su Pasión, y le haga decir – ¡a Él!-: “El oprobio ha quebrantado mi corazón y desfallezco" (Sal. LXVIII, 21).
Creemos, pues, que en el dolor nadie puede reír sinceramente si no se lo da Dios en forma extraordinaria, como a ciertos mártires. Aquella otra sonrisa que no es de El, quita al hombre el fruto de la prueba y le da la triste compensación del amor propio satisfecho.
"En la quietud y en la confianza estriba vuestra fuerza” (Is. XXX, 15), no en la actitud del hombre que se retira a la caverna del misántropo o al tonel de Diógenes, ni en la del estoico, que con Séneca repite "¡Sé hombre!", apelando con ello a la fanática voluntad de vencer. No hay duda que tal actitud ha producido muchos frutos, pero también muchos fracasos irreparables. Sólida, sólida sin excepción, es solamente la confianza en Dios, porque, como dice el Salmista: "Los que confían en el Señor, son como el monte Sión, que no será conmovido" (Sal. CXXIV, 1). No olvidemos que el suicidio tiene por padre al estoicismo, y por madre la desesperación.


III

¿Dónde hallamos tan saludables orientaciones para nuestra actitud frente a la vida? En el libro de Dios, que se llama Biblia o Sagrada Escritura. También los mahometanos creen tener un libro divino, el Corán, que ellos toman como base de todas las ciencias, no solamente de la religión, de modo que en los países mahometanos el Corán es el centro de los estudios universitarios. Se narra que el Califa Amr, después de la conquista de Alejandría, quemó la célebre biblioteca que allí había, diciendo: "Si los libros de esta biblioteca concuerdan con el Corán, no son necesarios, y si no concuerdan son malos. En todo caso conviene quemarlos”. Si los cristianos tuvieran este mismo criterio, por lo menos en cuanto a los libros malos, se reducirían algunas bibliotecas a un mínimum de su existencia, y habría menos gastos y menos peligros para las almas. Pero, los cristianos somos muy tolerantes, tal vez demasiado tolerantes.
Aun para nosotros la Sagrada Escritura debería ser el libro de la vida, porque el que habla en él es el mismo Dios. Dios pudo habernos hablado por medio de la pintura o de la música. Si así fuese, nuestro interés debería estar en todo lo que se refiere a esas artes y las leyes que las gobiernan, debido a que de ellas se habría valido Dios para expresar sus pensamientos. Puesto que Dios ha visto como medio apropiado las palabras, debemos interesarnos por esas palabras depositadas en la Sagrada Escritura y estudiarlas aún en sus matices para descubrir en ellas todo cuanto rinda plenamente y destaque al máximum la fuerza de cada expresión. Esto significa adaptarse el hombre a Dios y no querer adaptarlo a El a nosotros, cosa en que incurrimos quizás más a menudo de lo que suponemos. De ahí que S. S. Pío XII, el "Papa Bíblico", en la Encíclica "Divino Afflante Spiritu" insista tanto sobre el estudio de la Biblia. Hay para esto, según Pío XII, dos motivos fundamentales. El primero es que el creciente dominio de los idiomas y ciencias auxiliares ha permitido conocer mejor el texto, y en consecuencia el sentido de las Sagradas Escrituras. El segundo es que Dios va dando sus luces en la medida en que El quiere ("prout vult") por lo cual, dice el Papa, lo que no entendemos nosotros, pueden verlo nuestros sucesores. Y aún sabemos que hay cosas que sólo "se entenderán en los últimos tiempos", como dice el profeta Jeremías (XXX, 24).
Pensemos lo que significa la nueva versión de los Salmos hecha felizmente por nuestro Pontífice, según los textos originales, con lo cual tantos textos de la Vulgata comienzan a entenderse rectamente. E imaginémonos lo que será cuando este progreso, que empieza por el Salterio del Breviario, penetre también en el Misal, donde hay tantos textos de los Salmos: y cuando la nueva versión se extienda a toda la Sagrada Escritura, y especialmente al Nuevo Testamento. Serán inmensas las luces que esos divinos textos han de traer para un más perfecto conocimiento de Dios, de sus misterios y de su Espíritu, en todos los órdenes de la vida cristiana.


IV

En primer lugar han de dedicarse al estudio de la Biblia los que tienen la obligación de predicar la Palabra de Dios. Para mostrar la obligación de los ministros de Dios de estudiar la Sagrada Escritura, además de los innumerables textos bíblicos, patrísticos y pontificios (cf. nuestro libro “La Iglesia y la Biblia”, Guadalupe, Buenos Aires), podemos invocar el Catecismo de los Párrocos, según el cual se requiere de cada uno de ellos que sepa no sólo aquello que pertenece al uso y administración de los sacramentos, sino también que esté tan instruido en la ciencia de las Escrituras Sagradas que pueda enseñar al pueblo” (II, 7, 32).
Al pie de este pasaje se hallan las tres notas siguientes: la primera es de San Pedro Damián contra los que, insistiendo temerariamente en el culto de los sacrificios, ignoran el modo cómo debe venerarse debidamente a Dios"; la segunda, de San Jerónimo, dice: “Si ignora la Ley, él mismo demuestra que no es sacerdote del Señor. Pues es propio del sacerdote saber la Ley, y cuando es preguntado, responder sobre la Ley"; la tercera, de Tomás de Kempis, afirma que el que no conoce las Escrituras es “muchas veces causa de error para sí y para los otros. Pues el clérigo sin libros sagrados es como soldado sin armas, caballo sin freno, nave sin remos, escritor sin pluma, ave sin alas, subida sin escalera, artesano sin instrumentos, rector sin reglas, herrero sin martillo, sastre sin hilo, saetero sin saetas, peregrino sin báculo, ciego sin guía, mesa sin manjares, pozo sin agua, río sin peces, huerto sin flores, bolsa sin dinero, viña sin racimos”.
También el laico, especialmente el culto, si sigue las normas del Magisterio de la Iglesia, leyendo ediciones provistas de notas explicativas, encontrará en la Biblia lo que se llama “la alegría intelectual del estudio”. Esto es precisamente lo que en la Biblia se satisface hasta un grado de plenitud inimaginable en ciencia alguna. Porque en toda otra materia se necesita siempre completar la investigación de tal autor con el testimonio de tal otro y con las opiniones de un tercero o las constancias de aquella otra fuente, etc. En la Biblia, fuera de les textos discutidos en su versión o interpretación, que son, prácticamente hablando, unos pocos, uno puede nadar en el océano de la armonía intelectual y del goce de la verdad plena, que jamás se halla entre los hombres. Y cuando quiere efectuar una comprobación, ni siquiera necesita salir del mismo Libro, pues basta con pasar al Antiguo Testamento y ver, por ejemplo, dicha por Isaías, o por David, o por Moisés, tal o cual cosa que Jesús, o San Pablo, citaron o interpretaron al cabo de ocho o diez o quince siglos. ¡Oh! ¿Quién podría describir la alegría intelectual de la Biblia para el que de veras busca en ella la verdad? Puestos en contacto dos o más textos de la Escritura, se iluminan recíprocamente produciéndose entre ellos una divina armonía, simbolizada quizá -"per ea quae facta sunt”- por la combinación de las notas musicales o la de los colores, que nos hace descubrir un esplendor nuevo, por el cual ella penetra más hondamente en el espíritu (véase Ecli. XXIII, 32 ss).

Este incomparable placer de la Biblia, está expresado por el mismo David, que llama muchas veces a las palabras de Dios "más dulces que la miel” y añade que en ellas mismas encuentra su galardón (Sal. XVIII, 12), es decir, no solamente el premio futuro, sino también el que resulta del trato con ellas y de su observancia. Esto tiene que ser así, pues de lo contrario Dios no sería una cosa maravillosa, estupenda, "el Dios de nuestra alegría" (Sal. XLII, 4). Sería un legislador como los demás.