miércoles, 24 de julio de 2013

El Misterio de la Iglesia, por el P. Humbert Clérissac. Cap. III

III

LA PERSONALIDAD DE LA IGLESIA

Et Unam, Sanctam, Catholicam et Apostolicam Ecclesiam. Al proclamar las Notas de la Iglesia, esta cuarta parte del Símbolo de Nicea le confiere una personalidad y, por así decirlo, la yergue de pie ante nosotros. Puesta a continuación de las partes que tratan de las Personas de la Divina Trinidad, impone a nuestra fe, de un modo apremiante, la personalidad de la Iglesia.

§ Convenía, ante todo, que el Ser divino, el más universal y personal de los seres, se reflejase en la Iglesia: la Iglesia, pues, debía tener un carácter no solamente colectivo y universal, sino personal.

§ Convenía también que la Iglesia reflejase la imagen del misterio de la Encarnación del Verbo, donde lo más sorprendente es el papel único de la Persona divina con respecto a las dos naturalezas de Cristo.

§ Decimos, sin embargo, que más que Cristo es el Espíritu Santo quien hace la personalidad de la Iglesia. ¿Por qué? No es necesario recordar que esta atribución al Espíritu Santo no excluye la atribución a las demás Personas divinas, "opera Trinitatis sunt indivisa" [las operaciones ad extra de la Trinidad son producidas indivisamente por las tres divinas Personas]; pero, precisamente al atribuir al Espíritu Santo esta perfección de la Iglesia, que es la personalidad, hacemos más inteligible la unión y la semejanza de la Iglesia con Cristo.
En efecto, si la Iglesia ha de reproducir el misterio de la Encarnación con los tres términos que lo constituyen: naturaleza humana, naturaleza divina y Persona divina —deberá comportar tres términos análogos—: una naturaleza humana, una humanidad proveniente de la multitud de sus miembros, y que comprende un cuerpo, la Iglesia enseñada y un alma, la Iglesia enseñante[1] —una naturaleza divina que Cristo, su Cabeza, su Esposo—, le confiere, elevándola a la vida sobrenatural, a la participación de la naturaleza y de las operaciones de Dios —el Espíritu Santo— principio de amor y de cohesión entre Cristo y la Iglesia, principio de santificación y de perfección que sella, corona y consuma el desposorio, como la Persona del Verbo sella la unión de las dos naturalezas en Cristo.

Estableciendo esta analogía, de ningún modo contrariamos la tradición patrística teológica y litúrgica que ve en el Espíritu Santo el alma de la Iglesia: porque al asimilar, como lo hacemos, la acción del Espíritu Santo en la Iglesia a la de la Persona del Verbo en Cristo, más bien llevamos a su máximo aprovechamiento la virtud analógica del principio vital o del alma[2]. Por otra parte, no atribuimos a la Iglesia enseñante la función de alma, sino en virtud de la acción del Espíritu Santo.

§ Resulta evidente que si la personalidad de la Iglesia es una imagen, ésta es más que una metáfora. Su noción sobrepuja tanto en precisión y firmeza como en riqueza y extensión, el concepto de la personalidad moral.
En precisión y en firmeza, ante todo: Es cierto que de la unión de esos tres elementos tan diversos que componen la Iglesia —la Humanidad, Cristo y el Espíritu Santo— no puede resultar, hablando como filósofos, más que un todo accidental o impropiamente sustancial; pero el vínculo que los une es una Persona divina, y por eso confiere a su conjunto una unidad, una estabilidad, una autonomía excelentemente racional e inteligente que, por cierta analogía y de un modo superior, merece el nombre de personalidad. O más bien, es el caso de decir que sólo la Iglesia realiza el tipo de esta personalidad absolutamente nueva[3].
En extensión y en riqueza: porque mientras la personalidad moral ordinaria está comprimida en los límites de un grupo humano, la personalidad de la Iglesia no sólo integra en sí todas las variedades de los individuos humanos y puede abarcar un número siempre mayor; no sólo se manifiesta por una autoridad augusta y una grandiosa tradición, sino que comporta, además, estas tres excelencias: no se la puede concebir separadamente de las Tres Personas Divinas: se ejerce en el dominio de la actividad y de la vida de Dios; resulta de una comunicación del Bien infinito, que sigue inmediatamente a la representada por la Unión hipostática.

§ Todo lo que podemos decir de la personalidad de la Iglesia contribuye a ilustrar esa doble superioridad que le hemos reconocido.

§ Así, la divina Personalidad de la Iglesia aparece en el hecho de su facultad de memoria, memoria más precisa y más firme que en ninguna otra personalidad individual o colectiva. Los Estados tienen su tradición y sus archivos, las burocracias tienen su rutina: pero en todo eso no hay nada que explique la fidelidad de la Iglesia para con sus recuerdos; recuerdos tan antiguos como el mundo y tenidos por revelaciones y confidencias de Dios. La Iglesia se rehúsa a referir a sus memorias y a su autobiografía una fecha menos lejana que la de los orígenes del mundo. En la afirmación de la exactitud de sus recuerdos, ella empeña su honor, su existencia y la salvación del mundo. Sobrehumanas son la tenacidad y la claridad de esa memoria. La Revelación divina que le está confiada, tiene buena custodia.

§ Aun a partir de los tiempos apostólicos en que Nuestro Señor, certificando con su palabra y sus milagros la autenticidad de las revelaciones antiguas y fundándolas en su propia Revelación, confió a su Iglesia el depósito definitivo de la Verdad, aun a partir de aquellos tiempos, la memoria de la Iglesia no deja de mostrarse prodigiosa y atestigua una personalidad real y superior. Ese depósito le fué confiado bajo dos aspectos: en la forma escrita de los libros inspirados y en la forma oral que emplearon los Apóstoles, cuya enseñanza debían transmitirse las cristiandades primitivas por medio de sus Obispos, sus Doctores y sus Concilios. La fidelidad de la Iglesia a esta doble fuente ¿no da testimonio de que sobre ella se ejerce una dirección única y divina? Un discernimiento tan fino para seguir esa doble corriente y un vigor tan grande para resistir a los contradictores de la tradición y a los adulteradores de los Libros, suponen el esfuerzo de una memoria milagrosa, y personal, que aún perdura. "Ille vos docebit omnia, et suggeret omnia"[4]. Él hará que os acordéis, traduce Bossuet. "Hanc praedicationem cum acceperit, et hanc fidem... Ecclesia, et (quidem) in universum mundum disseminata, diligenter custodit, quasi unam domum inhabitans; et similiter credit iis, videlicet quasi unam habens et unum cor; et consonanter haec praedicat et docet et tradit, quasi unum possidens[5] [Habiendo recibido esta predicación (apostólica) Y esta fe..., la Iglesia, aunque diseminada, en el mundo entero, guarda ese depósito con un cuidado fiel, como si realmente ella tuviera su habitación en una única casa; y cree, asimismo, en esas cosas, quiero decir como no teniendo más que un alma y un corazón; y con esa misma unidad las predica y las enseña y las transmite a las generaciones, como no poseyendo más que una sola boca.— San Ireneo].

§ No menos sobrehumana aparece la conciencia de la Iglesia, otro signo de su personalidad. Puede entenderse la conciencia en dos sentidos muy diferentes: como facultad central que registra las diversas percepciones del ser viviente, o como hábito interno de los primeros principios de la moralidad. En uno y otro caso, el carácter de la conciencia es la certeza. Consideremos, pues, la certeza en la Iglesia — me refiero a la certeza divina de la Revelación y de la Fe— como un signo indudable de su personalidad divina.
La conciencia de la Iglesia muestra una sensibilidad exquisita al servicio de esa divina certeza. Define sus grados, percibe sus matices: porque mientras que la certeza sobrenatural es absoluta e inmutable respecto a las verdades que son propiamente de fe; respecto a los datos de la Tradición patrística y a las conclusiones de la Teología, esa certeza presenta diversos grados, según la luz divina pase más o menos tamizada a través de las razones humanas que se inspiran en ella. Y eso no significa un doblegamiento en la conciencia de la Iglesia: es una prueba de su fineza y de su orden. La Iglesia no hace más que graduar la fuerza de sus afirmaciones, y de ningún modo la relaja.
Además, la conciencia de la Iglesia se muestra altiva e indomable al servicio de la certeza divina. Poner en discusión esa certeza es traicionar a la Iglesia y provocar su anatema. Puede decirse de ella que se aplica a mantener la inviolabilidad de esa convicción con más energía aún que a mantener la inviolabilidad de su moral; o más bien, que si mantiene la santidad de su moral es por la inviolabilidad de su fe. En fin, si se llega a exigirle una denegación de su divina certeza, aunque sea bajo pena de muerte, la Iglesia manda o acepta el martirio para afirmarla más aún. Así la doctrina y el ejemplo del mártir constituyen el signo más hermoso de la invencible personalidad de la Iglesia: "Quapropter Ecclesia omni in loco, ob eam quam habet erga Deum dilectionem, multitudinem martyrum omni tempore praemittit ad Patrem"[6]. [De ahí que la Iglesia, a causa de su amor hacia Dios, disputa ante el Padre, en todo lugar y en todo tiempo, la multitud de sus mártires.-- San Ireneo].

§ San Agustín nos ha dicho cuál fué su asombro cuando, escuchando a San Ambrosio, reconoció de pronto esa gran personalidad de la Iglesia: "Confundebar et convertebar et gaudebam, Deus meus, quod Ecclesia tua unica, Corpus Unici tui, in qua mihi nomen Christi infanti est inditum, non saperet infantiles nugas[7]. [Me avergonzaba, volvía sobre mí y me alegraba, Dios mío, de que la sabiduría de tu Iglesia única, el Cuerpo de tu Unigénito, en la cual siendo yo niño se me comunicó el nombre de Cristo, no estaba hecha de pueriles simplezas].

§ De la diversidad de los elementos, Humanidad, Cristo y Espíritu Santo, que componen el ser de la Iglesia, no resulta ninguna confusión: esos elementos se atraen y sostienen entre sí, como en un astro la masa, el movimiento, la incandescencia y la luz. La masa es la colectividad de los bautizados; la incandescencia y la luz es la acción vivificante de Jesucristo Redentor y Revelador; el movimiento es el Espíritu Santo.
Históricamente, jamás se ve operar uno de esos elementos sin que los otros le acompañen. Hay un doble hecho que da suficiente testimonio de su coordinación y su armonía: la Iglesia enseñante tiene muy en cuenta el sentir de la Iglesia enseñada, hasta tomar de éste, a veces, la materia de sus definiciones y regular sobre él la hora que conviene a esas mismas definiciones. Por otra parte, la acción de Cristo y del Espíritu Santo en las almas enseñadas, siempre aparece dependiente del ministerio de la Iglesia enseñante, o subordinada a su vigilancia. Nada muestra mejor que eso la unidad de espíritu y la indivisible personalidad de la Iglesia.

§ ¿Podría objetarse que los cismas y las herejías introducen una perturbación en ese orden? De ningún modo: son más bien desperdicios o estallidos fragmentarios como los que suelen ocurrir en los astros; pero la masa no es por eso disuelta, ni inmovilizada, ni oscurecida. Y sería necesario colocarse en la perspectiva celeste para juzgar de la importancia o de la insignificancia de esos desprendimientos.

§ Se preguntará, al menos ¿por qué la acción de Cristo y de su Espíritu en la Iglesia es tan dependiente de las circunstancias? ¿Por qué padece atrasos y comporta un concurso a veces tan torpe de los individuos? ¿No hay, acaso, intermitencias en la marcha de una doctrina? ¿No puede asimismo haber una aleación de materiales de valor desigual y transitorio en la preparación y en los considerandos de los actos más incontestablemente asistidos por el Espíritu Santo? Contentémonos con responder que el obstáculo de las circunstancias pronto se gasta, que los retardos son enseguida compensados, y que las aleaciones imperfectas del concurso de los hombres son absorbidas prontamente en la acción de la Sabiduría y del Poder que gobiernan la Iglesia. En el principio, el Espíritu parecía dejarse llevar ociosamente sobre las aguas; mas operaba sobre los elementos en previsión del fiat ordenador: no puede estar más ocioso que entonces cuando parece abandonar la Iglesia al oleaje del tiempo.

§ Si las cuatro Notas de la Iglesia sugieren su personalidad, es porque no se animan plenamente y no tienen toda su fuerza y su alcance, sino entendidas en un sentido personal. Dad a la Iglesia una conciencia y una memoria: oís enseguida a esa conciencia proclamar su unidad, la véis elaborar y exigir su santidad. La memoria de sus orígenes apostólicos le impedirá faltar a su honor; y puesto que el depósito recibido de los apóstoles es definitivo, puesto que no debe ceder el sitio a ninguna nueva economía, luego es también universal: la Iglesia se proclama católica y se sabe indefectible.

§ Conclusión de una importancia suprema en cuya enunciación he puesto un retardo sólo aparente, pues está implícita en todo lo que acaba de decirse, y surge con la primera afirmación de la personalidad de la Iglesia: esa personalidad no puede concebirse sin una Cabeza visible, sin Pedro y el Papa.
La persona humana se manifiesta excelentemente y se afirma por medio de la voz. La voz expresa por la palabra, mejor que todo otro órgano, los pensamientos y las libres decisiones del ser racional. El Papa es la voz sensible de la Iglesia.
La voz de la iglesia no puede ser un libro; ni siquiera un libro inspirado. Debía ser Platón el que observara que hay libros semejantes a esas pinturas que parecen vivas, pero que guardan un solemne silencio cuando se las interroga. "Una vez escrito, el libro circula entre lectores competentes y lectores extraños a su espíritu. No tiene la habilidad de hablar tan sólo a aquellas personas que conviene; y no se sabe defender"[8]. La reserva divina y el misterio de un libro inspirado, lo exponen más aún a la afrenta de las interpretaciones contradictorias. La voz del hombre que comienza a formarse, es indistinta; mas conforme su organismo desarrolla y se afirma, su voz se hace más expresiva y adquiere acento personal. Esa es toda la razón y toda la historia del ejercicio progresivo, pero ya en sus comienzos formal y continuo, de la autoridad papal en la Iglesia.


[1] Nota (¿del traductor o del P. Guerra Campos?) Es sabido que, desde otro punto de vista, el cuerpo de la Iglesia significa su organismo visible y jerárquico, y el alma de la Iglesia designa la vida sobrenatural que circula en ese gran cuerpo, y que puede propagarse de un modo invisible hasta alcanzar almas lejanas, involuntariamente sustraídas a la influencia jerárquica.
Nota del Blog: sobre este tema que suele traer confundidos a los Católicos nos remitimos a la exposición de Fenton http://www.strobertbellarmine.net/fenton/BodyandSoul.pdf

[2] Nota (¿del traductor o del P. Guerra Campos?) Inversamente, en el símbolo atanasiano, la comparación del alma es empleada a propósito del misterio de la Encarnación: non sicut anima rationalis et caro unus est homo; ita Deus et homo unus est Christus.

[3] Véase el hermoso artículo del R. P. Cathala, Revue Thomiste, avril 1913.

[4] Juan, XIV, 26. "Y el Consolador, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, él os enseñará todas las cosas, y os recordará todo aquello que yo os hubiere dicho."

[5] San Ireneo, Adv. Haer. lib. I, cap. X, 2.

[6] San Ireneo, Adv. Haer., lib. IV, Cap. XXXIII, 9.

[7] Confesiones, VI, 4.

[8] Fedro, 275.