sábado, 15 de junio de 2013

Melkisedek o el Sacerdocio Real, por Fr. Antonio Vallejo. Cap. V, XIV Parte

Lo momentáneo, lo ligero (comparativamente a la eternidad y al peso de la gloria) de nuestras cruces cuotidianas, padecidas in Christo et in Ecclesia, es decir, aceptadas y ofrendadas en cuanto miembros del Cuerpo místico hace, del más obscuro vivir cristiano una espléndida oblación; que la postrera, la del alma a Dios, consuma y corona. No constituye un sacrificio vicario, supletorio como el de los ministros da culto. Es nuestro, es personal como el de la Virgen. Sus frutos son comunes; pero sus actos son intransferibles, indelegables. Ni el mismo Salvador se propuso suplirlos. Hizo suya nuestra pasión; la asumió y la significó en la propia, a fin de comunicarle su virtud y su mérito; pero sin suprimirla. “Ipsa passio Christi, licet sit aliquid signatum per alia sacrificia figuralia, est tamen signum alicuius rei observandae a nobis[1].
No es esa, con ser mucha toda la perfección sacerdotal que nos confiere el bautismo. Esta se subordina a otra inmensamente mayor, que garantiza su eficacia: la facultad de ofrecer, juntamente con el ministro celebrante, el sacrificio del altar. Por medio del celebrante, y de consuno con él, mas no como él:

“Que los fieles sean elevados a semejante dignidad, no es de maravillarnos. Porque el bautismo, con el carácter que imprime en sus almas, los hace miembros del Cuerpo místico de Cristo-Sacerdote, destinándolos al culto divino; y así participan del sacerdocio de Cristo, de un modo adecuado a su condición”[2].


Ese modo adecuado a su condición es, como acabamos de decirlo, el modo personal; modo análogo al del Señor, y al de la Virgen. Análogo en su limitada esfera; pues carece de la capitalidad transcendente, privativa del de Nuestro Señor, y de la universalidad que el sacerdocio de la Virgen comparte con el de su Hijo.
En virtud de su sacerdocio el simple fiel está capacitado para objetivar su sacrificio interior uniéndolo a la ofrenda divina del sacerdote jerárquico; y ofreciendo, en la hostia inmolada, su propia muerte bautismal.
No se trata de una mera conveniencia, de un acto de devoción supererogatorio, que nada substancial añade a la buena conducta de un cristiano más o menos rezador. La agonía y la cruz de la Cabeza del Cuerpo místico miraban hacia esta integración, hacia esta intususcepción de las agonías y muertes personales de sus miembros, como hacia un aporte y un metabolismo necesarios a la estatura del Cristo total: el aporte de “lo que falta a la pasión de Cristo”[3].
Nada le falta, ciertamente, en orden al honor del Padre, al culto perfectísimo de Dios y a la redención subjetiva de todos los hombres; pero sí en orden a la edificación, es decir, en orden al crecimiento del reino de Dios. Y éste es el objeto formal del sacerdocio de los fieles concorde con los fines sacramentales del matrimonio; y más concorde aún con los de la vocación religiosa:

“Ofreceos de vuestra parte como piedras vivientes, con que se edifique una casa espiritual para un sacerdocio santo, a fin de ofrecer víctimas espirituales aceptas a Dios por mediación de Jesucristo[4].

A ese objeto propio del sacerdocio bautismal se refieren, durante la Santa Misa, los plurales empleados con sentido de acción y de postulación públicas, los use el pueblo o el ministro:Offerimus, dice el celebrante, pro nostra et totius mundi salute”; “Orate, fratres, ut meum ac vestrum sacrificium”, etc. “Suscipiat Dominus sacrificium de manibus tuis, ad laudem et gloriam nominis sui, ad utilitatem quoque nostram totiusque Ecclesiae suae sanctae”, responde el pueblo. Las colectas, secretas y postcomuniones aluden con frecuencia, y de diversos modos, a la presencia de los fieles y a sus hostias espirituales. Y aun al ofrecimiento que hacen de sí mismos, en orden a la liturgia eterna:

Propitius, Domine, quaesumus, haec dona sanctifica, et hostiae spiritalis oblatione suscepta, nosmetipsos perfice munus aeternum, per Christum, Dominum nostrum[5]”.

Así mientras el sacerdocio jerárquico en la santa misa conmemora, reitera y aplica bajo especies sensibles el sacrificio de la cruz, obrando como vicario del sacerdocio personal de Cristo y como representante de la humanidad capitulada en Cristo, el sacerdocio de los fieles tiende a hacer espiritualmente efectiva, en todos y en cada uno de los miembros, la comunión con el sacrificio capital, conforme a la unidad significada en las especies sensibles.
Los ministros realizan  — ex opere operato — el objeto propio de su acción: por intermedio de ellos, incruentamente, Cristo se ofrece en don total, infinidad de veces hasta el fin de los siglos, consumado en gloria del Padre y en alimento de gloria para sus hermanos.
Los fieles tienden a obtener — ex opere operantis — una cohesión cada vez más estrecha con la Cabeza del Cuerpo Místico, a fin de acrecerlo “en sabiduría, en estatura y en gracia delante de Dios y de los hombres” (Luc. 2, 52).
Así como la plenitud del sacerdocio ministerial (constitutiva de los obispos, como sucesores de los Apóstoles) añade a los presbíteros una especial participación de la autoridad regia del Ungido de Dios, así también el carácter de la confirmación añade una especial investidura regia al sacerdocio del bautizado. De modo que entre el simple bautizado y el que ha recibido además el sacramento de la confirmación se establecen proporciones semejantes a las que colocan la consagración episcopal sobre el  simple sacramento del orden.
No obstante la semejanza, es incorrecto afirmar que el segundo de los caracteres sacramentales confiere una “participación sacerdotal del poder de jurisdicción”[6]. Tal aserto implica el viejo error de considerar al sacerdocio representativo, al de la jerarquía eclesiástica, como analogado universal de las diversas formas sacerdotales.
Es indudable que la confirmación añade jerarquía al bautizado; mas no en sentido jurídico propio. La potestad que confiere, con nueva luz y nueva fortaleza sobrenaturales, es para ejercerla sobre el campo mental y pasional del propio sujeto. El cual resulta más dueño y señor de sí mismo que el simple bautizado; más apto para el combate interior en defensa y aumento de la gracia; y para afrontar, sin miedo, los combates exteriores de la fe a que nos obliga el honor de Cristo y de su Iglesia. Pero siempre en la esfera del sacerdocio, ser en orden a la vitalidad y a la dilatación efectivas del reino. De modo que, en cuanto confirmado, no tiene súbditos a quienes conducir, sino prójimos a quienes edificar.
No tiene súbditos en sentido propio; mas no deja de ejercer una autoridad moral espontánea, correlativa a la eficacia con que se gobierna a sí mismo, y al sitio que esa eficacia le conquista en el reino sacerdotal.
Esa mayor proximidad a Cristo Rey con la mayor docilidad consiguiente a las mociones del Espíritu Santo, capacitan al confirmado para una más estrecha cooperación con la jerarquía, en el campo de sus labores propiamente pastorales.
Por todos esos motivos — y no porque el segundo carácter sacramental nos haga partícipes del poder de jurisdicción apostólico— son los obispos los ministros ordinarios de la confirmación. Y es dentro de esos límites como debe ser circunscripta la siguiente afirmación del Angélico:

Per ordinem ad confirmationem deputantur fideles Christi ad aliqua specialia officia quae pertinent ad officium principis; et ideo tradere huiusmodi sacramenta pertinet ad solum episcopum, qui est quasi princeps in Ecclesla[7].

Hay quienes afirman que los sacrificios del simple fiel son, sin duda, de los más valiosos; pero no de los más propios; es decir, que no les corresponde en propiedad el nombre de sacrificios. De aquí concluyen que quienes los ofrecen, los simples bautizados, no son propiamente sacerdotes.
Si tal fuese la última palabra sobre nuestro asunto, el clásico texto de san Pedro Apóstol sobre el sacerdocio de los fieles, sacerdocio destinado a ofrecer hostias espirituales, habría de entenderse en el sentido mendaz de una metáfora piadosa; y todo lo que hasta aquí se ha venido argumentando, acerca de la formalidad sacerdotal de los fieles católicos, sería cosa tan cierta como que los prados ríen[8].
Ya hemos dicho de qué manera el sacrificio de Nuestro Señor es el signo de nuestro sometimiento a su divina voluntad: “Signum alicuius rei observandae a nobis[9]. En apoyo de esta doctrina, santo Tomás aduce palabras de san Pedro (I Pedro, 4, 1-2), en las que el Apóstol exhorta a relacionar, en pensamiento intencional religioso, las abstinencias que comporta la vida cristiana (el desvelado amén a la voluntad de Dios), con los padecimientos de Cristo en su carne.
Sin esa relación de intenciones no hay sacrificio, no hay sacerdocio en acto segundo. La consagración exterior de la ofrenda resulta eficaz (mejor dicho: nos resulta eficaz, nos vale), merced a la forma que recibe del sacrificio interior: del sacrificio interior de Jesucristo, a través del sacerdote vicarial, ex opere operato; del sacrificio interior del simple fiel que hace propia la ofrenda, y con ella hace suyos la consagración y el sacrificio, ex opere operantis.
Bien es cierto que los actos sacerdotales de los fieles no siempre son producidos a iniciativa de la virtud de religión. Las más de las veces tienen su origen en la virtud de obediencia. Y siempre interviene la fe, pues ella es la que imprime dirección y da estímulos — “regula et auriga omnium virtutum[10]” — a todos los actos de virtud sobrenaturales.
Poco importa la virtud de origen. No es menos esencialmente sacerdotal un sacrificio ofrecido por movimiento espontáneo de la virtud de religión, que el que se ofrece por acto imperado; con tal que la fe --la fe viva, la que espera y ama—sea su regla.
Por lo general, nuestra actividad religiosa no es extática, ni siquiera excesiva, ni siquiera abundante. Y aun en los casos en que empezamos a honrar a Dios por puro amor a Dios, es difícil que no llegue un momento en que debamos recurrir a la obediencia para perseverar hasta el fin.
Por obediencia fué imperado en el Edén, y por la misma virtud hubiera debido perseverar, un sacrificio único, perpetuamente obligatorio. Y en obediencia, desde Belén hasta el Calvario, llegó al cenit de todos los sacrificios la perfección sacerdotal de los hombres, en persona de Dios[11].
El error de los que niegan la realidad formal del sacerdocio de los fieles destinado a ofrecer hostias espirituales, tiene su cómplice en una mala exégesis del citado pasaje de la epístola primera de san Pedro (2, 5). Lo espiritual de que se habla allí, como cualidad de los sacrificios del simple bautizado, no es antitético de verdadero, no es sinónimo de impropio, ni de menos propio; es antitético de carnal,  y se dice por oposición a la materialidad de los ritos mosaicos, por contraste con la ceniza de la becerra y con la sangre de los toros y de los machos cabríos. En el momento en que habla del sacerdocio santo y de las hostias espirituales, San Pedro tiene a vista de su memoria las palabras del Éxodo (19, 6) relativas al sacerdocio del pueblo de Yahveh; palabras que introducirá en su discurso, cuatro versos más abajo: real sacerdocio, nación santa. Y lo que el Apóstol se propone es mostrar la realización en espíritu, la consumación evangélica, de aquellos símbolos materiales. Unos treinta y cinco años antes de escribir Pedro su epístola Nuestro Señor había anunciado la misma espiritualización del culto, con palabras  equivalentes a las de su primer Vicario:

La salud viene de los judíos, pero ya llega la hora y ésta es, en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad; pues tales son los adoradores que el Padre busca. Dios es espíritu y los que le adoran han de adorarle en espíritu y en verdad” (Juan 4, 22-24).



[1] S. Tomás, Summa theol. III, 48, 3 ad 2.

[2] Pío XII, Mediator Dei, AAS 39 (1947), 555.

[3] Col. 1, 24.

[4] I Ped. 2, 5.

[5] Misa de la Santísima Trinidad, oración secreta.

[6] Así lo afirma el P. José Quilez, O.P. en su bien meditado trabajo sobre Los fundamentos teológicos del sacerdocio de los fieles (en XII Semana Teológica Española, Madrid 1953, 620).

[7] St. Tomás, Summa theol. III, 65, 3 ad 2.

[8] Cf. Monsegú B., C.P. El Papa, la teología y el sacerdocio del laicado, en Revista española de teología, 63 (Ab-Jun. 1956) 171, donde se afirma, intrépidamente, la índole metafórica de todo sacerdocio que no sea el ministerial (y el de Cristo, por supuesto).

[9] Cf. S. Tomás, Summa theol., III, 48, 3 ad 2.

[10] Cognitio enim praeambula est et dirigit affectum ad expectandum et ad desiderandum: et ideo necessario fides spem et charitatem praecedit, tamquam regula et auriga ipsarum, et quarumlibet, tam theologicarum videlicet quam cardinalium (...) Unio Christi ad corpus Ecclesiae est per fidem et dilectionem” (S. Buenaventura, In III Sent. XXIII, I, 1; XIII, II, 1; Quar, III, 471, 285).

[11]  “Padre, si quieres, traspasa de mí este cáliz; mas no se haga mi voluntad sino la tuya” (Lc. 22, 42). Cfr. Fil. 2, 8.