miércoles, 5 de junio de 2013

Melkisedek o el Sacerdocio Real, por Fr. Antonio Vallejo. Cap. V, XI Parte

7) Feminidad y sacerdocio

Un prejuicio tenaz, no siempre declarado abiertamente, empuja y anima a quienes tachan de impropio el sacerdocio de la Virgen; y el mismo prejuicio subyace en las vacilaciones y en la debilidad dialéctica de quienes lo estiman verdadero y como tal lo defienden: el prejuicio de que a ninguna mujer le cuadra el sacerdocio.
En la doctrina cristiana, observa Laurentin, el símbolo de la mujer y del hombre expresa la relación entre la creatura redimida y Dios. El principio divino está representado por el hombre: iniciativa y potencia creadoras, providencia, legislación, gobierno. La mujer representa a la naturaleza humana: facultad receptiva y actitud de entrega, en virtud de las cuales la iniciativa de Dios germina, florece, fructifica y se extiende multiplicada. De ahí que “la virilidad de Cristo y la feminidad de María no constituyan, para la doctrina cristiana un mero fenómeno histórico, sino un misterio”[1].

Constituyen un misterio, es decir, el doble término de una intención divina cuyas realizaciones están ante nuestros ojos, pero dejándonos ver apenas una menguada parte de su naturaleza y de su fin. Ese parvo sector de inteligibilidad que nos presenta el consorcio de lo masculino y lo femenino en las obras de Dios, así en las menores como en las mayores, no entra ni se ilumina en nuestro discurso, sino por medio de conceptos análogos. Conceptos que la experiencia y la ciencia enriquecen y multiplican; y que la misma Sagrada Escritura ha empleado en varios lugares del Antiguo y del Nuevo Testamento; y de manera especial en uno de sus libros sapienciales: El mejor de los cánticos (el mal llamado “Cantar de Cantares”, atribuido a Salomón).
Hoy sabemos que en todos los individuos se da un mínimum normal de ingredientes sexuales antagónicos a los del propio sexo. De manera que el varón más equilibrado no es la suma de elementos exclusivamente masculinos; ni todo es femenino en la mujer perfectamente tal.
Ahora bien, conforme lo sugiere nuestra condición de espíritu encarnado, y lo enseña en mil formas la Sagrada Escritura, el hombre ha sido hecho, con todas sus potencias e inclinaciones naturales, para el conocimiento y el culto de Dios; de modo que el destino de la especie es la constitución de un reino sacerdotal eterno (un reino óntico, no jurídico): un reino de sacerdotes[2]. Mas, si lo varonil no expresa la totalidad de lo humano en su concreto existir, tampoco expresa todo lo que hay de sacerdotal en la naturaleza humana. Con que es necesario que en el ejercicio del sacerdocio —no hablamos ahora del ministerio jerárquico — intervenga de alguna manera la mujer, con lo que hay en ella de representativamente humano frente a Dios: receptividad, misericordia, altruismo, don de sí personal.
En la íntegra realización de sus valores, la pareja humana supera lo genital de la sexualidad; transciende la relación biológica inferior entre machos y hembras, sobreelevando sus diferencias características al nivel del espíritu, e introduciéndolas, armónicamente concertadas, en la esfera de lo estético, de lo moral y de lo sacro. El santoral católico ofrece numerosísimos ejemplos de cómo la mujer y el varón entregados a Dios, idénticos en cuanto a la esencia de la naturaleza y de la gracia, son diferentes y complementarios en lo existencial, e impregnan las mismas obras de la fe con su matiz humano propio.
Tampoco el alma humana (semejanza de Dios, como la mujer es semejanza del varón) realiza entera su capacidad existencial sin el desposorio de la fe y de la visión beatífica; a la cual unión se ordenan, con sus diversos fines específicos, la vida religiosa por excelencia y el matrimonio sacramental. He ahí la causa última de aquella soledad y decepción del primer hombre, ante las cosas por él nombradas; de aquella ansia inocente de una presencia distinta y semejante a él. Tal, asimismo, la razón extrema del profético entusiasmo con que nombra y define al otro polo de la vida, lo femenino, cuando aparece junto a él, en persona.
Semejante al misterio de Eva, derivada del varón para la plenitud de lo varonil y manifestación cabal de lo humano, es el misterio de María y de la Iglesia. Una y otra complementan a Cristo, para la plenitud sacerdotal de Cristo; para la plena manifestación de lo cristiano.
En nuestro mundo sublunar, las realidades y relaciones biológicas son obscuras analogías, reflejos enigmáticos de realidades y relaciones de la vida eterna. Y en el prodigioso universo interior de nuestra carne buscan unirse a la eternidad que significan. Somos, como quien dice, cachorros del hombre y de su hembra; pero tenernos un Padre que está en los cielos, “de quien toma su nombre — su forma y su fin esenciales — toda familia”[3]. Y “vestida de sol, ceñida su frente con una corona de doce estrellas”[4], tenemos una madre divina entre la tierra y el cielo. Es más que una mujer, y es más que la Iglesia: es la Mujer. Un poco antes de concebir por obra del Espíritu Santo era una doncellita ignorada del mundo; pero ya era la mujer por excelencia, la más perfecta imagen posible, en alma y cuerpo, de la concepción mental que engendra eternamente al Verbo divino. Y así como dijo al Arcángel: Yo soy la Virgen, (Luc. 1, 34), hubiera podido decirle (como a María Bernarda, muchos siglos después): Yo soy la Inmaculada Concepción.
Creada para mejor manifestar el misterio de la paternidad divina, y dada a los hombres con la Iglesia para la plenitud sacerdotal de Cristo, no repugna a la Mujer el sacerdocio. Lo que a ninguna mujer cuadra, ni siquiera a la Madre de Dios, es presidir en las ceremonias del culto, explicar la doctrina y confeccionar los sacramentos, como un ministro de la jerarquía eclesiástica. Y ello a causa del ordenamiento natural y jurídico de la sociedad de los hombres; conforme al cual, “la mujer tiene al varón por cabeza, el varón a Cristo, y Cristo a Dios”[5].




[1] Laurentín R., op. cit., I, 644.

[2] Apoc. 5, 10.

[3] Efes. 3, 15. Cf. S. Tomás, In Epist. ad Eph.. III, lect. IV.

[4] Apoc. 12, 1.

[5] I Cor. 11, 3.