miércoles, 29 de mayo de 2013

Melkisedek o el Sacerdocio Real, por Fr. Antonio Vallejo. Cap. V, X Parte

6) Carácter sacramental y capitalidad sacra.

Ya hemos convenido en que el sacerdocio de la Virgen no es vicarial, como lo es el que resulta de la colación del sacramento del orden. Cabría suponer, por tanto, que le viene conferido mediante un carácter análogo al del bautismo y de la confirmación, aunque más adecuado al género especialísimo de las funciones propias del sacerdocio marial. Mas también hemos señalado que este género especialísimo es el de la unión hipostática; al cual repugna, metafísicamente, cualquier fricción que no provenga de límites connaturales. Así, la plenitud de gracia del hombre que es Jesús, redundancia de su divinidad personal, supera la de la Virgen, sin que por eso deje ella de ser la Llena de gracia. Y esta plenitud no admite determinación alguna inferior a la de su causa final propia, que es la maternidad divina. Luego, en María no se da, como tampoco en la humanidad de su Hijo, un carácter sacerdotal determinado.
Los sacramentos del bautismo, la confirmación y el orden son principios de operación sacerdotal que sólo nos facultan para ejercer una parte restringida del pleno sacerdocio de Nuestro Señor; pues los caracteres que imprimen derivan de la plenitud fontal del Pontífice divino como otras tantas participaciones[1]

San Ireneo se pregunta por qué el segundo Adán, Jesucristo, fué hecho hijo de mujer, y no creado directamente, como el primer hombre. Su respuesta es la doctrina de capitulación universal del mismo género humano nuestro[2]. La encarnación del Hijo de Dios en las entrañas purísimas de la mejor de las hijas de Adán, nos ha hecho hijos de Dios y de María; ha encabezado a la misma raza de Adán y de Eva con dos principios de generación espiritual análogos a los de nuestra sangre y asumidos de nuestro mismo lodo.
Coopera, pues, la Inmaculada a la restauración del sacerdocio de Adán, transmitiéndolo, sanado y sobreelevado en su en su carne y en su mente virginales, al Primogénito de toda creatura. La humanidad de la Virgen es la misma humanidad capital del paraíso, ordenada a la instauración de la capitalidad divina del segundo Adán. Si en María se restituye a nuestra raza el prístino esplendor de la inocencia paradisíaca, es para que el sacerdocio de Adán, divinizado, sea capaz de ofrecer a Dios un culto indefectible y eterno.
Por efecto de las dos últimas definiciones dogmáticas relativas a la Virgen, ha quedado irrevocablemente confirmada la legitimidad de su título de segunda Eva; y una más intensa luz descubre nuevos detalles e introduce mayores precisiones en las analogías y contrastes que relacionan a esta Madre con la otra. A esa luz se debe la nitidez con que hoy resalta, como último término de semejanzas y de antítesis y ocupando un lugar menos equívoco en la contemplación de nuestra fe, el sacerdocio marial.
Insistimos en que el pecado del primer hombre, la desobediencia a un precepto consagratorio, fué al mismo tiempo sacrilegio y apostasía. En cualquier sentido que se lea el episodio, y cualquiera sea el significado que se atribuya a los detalles del árbol y de su fruto, no se da una exégesis ortodoxa que pueda negar el carácter sacrifical de la abstención imperada por Dios. Tratase de un reconocimiento práctico de la autoridad omnímoda del Hacedor de cielos y tierra; y estuviese o no acompañado de algún rito, era un verdadero sacrificio religioso: por su origen; por su modo consagratorio de una materia concreta; por la perennidad de la institución; por el honor que daba a Dios su cumplimiento; y por su efecto unitivo de la voluntad humana con la divina. Condicionado al recto ejercicio del acto religioso por excelencia, el estado paradisíaco era una verdadera investidura sacerdotal: pecar contra el precepto equivalía a despojarse deliberadamente de esa investidura. Y así se dieron, con la desobediencia profanadora, el primer sacrilegio y la primera apostasía.
De Adán, y para Adán — « adiutorium simile sibi »— había sido formada Eva, en estado paradisíaco, ligada al primer hombre bajo el mismo vínculo religioso de la abstención sacrifical prescripta por el Creador. Análogamente, el ser singularísimo y las prerrogativas del estado edénico de la segunda Eva derivan, anticipados, del ser sacerdotal y de los méritos sacrificales del segundo Adán; el cual se los confiere a fin de constituirla en « adiutorium simile sibi ».
Formal y subordinadamente, en cuanto madre del género humano, participó Eva de la capitalidad sacra del primer hombre. También formal y subordinadamente, en cuanta madre del Hijo de Dios y de su Iglesia, participa María del sacerdocio de la segunda creación, a la cabeza de un reino sacerdotal.
Este paralelo de las dos Evas, con las antítesis en que vienen colocadas por la ley teológica de recirculación, parece menos simétrico a causa de la diferencia de sus respectivas relaciones (de esposa y de madre) con uno y otro Adán. En realidad, subsiste incólume: primero, porque la capitalidad subordinada de que gozan Eva y María les viene de que una y otra son, en esferas muy diversas, pero análogas, « mater omnium viventium »[3]; segundo, porque en ambos casos se cumple el principio de que “no el varón para la mujer, sino la mujer para el varón” (I Cor. 11, 9).
Basta mirar a la Madre de Dios en esta perspectiva del reino de su Hijo, para comprender que su posición aunque derivada y subordinada, es capital. La nimia búsqueda de títulos mariales metafóricos que salvaguarden el honor de Cristo, como fuente y dador primordial de la gracia, ha sugerido metáforas ridículas y de penoso acomodamiento; y ha sido causa de injustas reticencias[4].
No se puede negar que la Virgen encabeza a la nueva familia humana, junto a su Hijo, con autoridad mayor que la de Eva junto al padre del género humano. Participa capitalmente la gracia capital del supremo Sacerdote. Mientras la nuestra es una participación in Ecclesia, relativa a un sacerdocio muy limitado, en tiempo, en lugar y en obras, la suya es una participación propter Ecclesiam, relativa a la misma obra sacerdotal de su Hijo, en su plenitud divinizante, universal y eterna.[5]




[1] “Character sacramentalis est quaedam participatio sacerdotii Christi in fidelibus eius, ut scilicet sicut Christus habet plenam spiritualis sacerdoti potestatem, ita fideles euis ei configurentur in hoc quod participant aliquam spiritualem potestatem respectu sacramentorum et eorum quae pertinent ad divinum, cultum. Et propter hoc etiam, Christo non competit habere characterem sed potestas sacerdotii eius comparatur ad characterem sicut id quod est plenum et perfectum, ad aliquam sui participationem” (S. Tomás, Summa theol. III, 63, 5).

[2] S. Ireneo, Adversus haereses, III, 21, 10 (PG 7, 955).

[3] Cf.; Gén, 3, 20; Luc. 2, 7; Juan, 19, 26; Rom 8, 29; Apoc, 12.

[4] Un buen análisis del concepto de capitalidad, en cuanto atribuible a la, Virgen, que figura entre las justas y prolijas reflexiones del P. Sauras, acaba inesperadamente así: “No debe llamársele cabeza, sino madre; y su gracia no debe llamarse capital, sino maternal” (El Cuerpo místico de Cristo, Madrid 1952, 525). No deja de sorprendernos que, al cabo de tanto barajar las cartas, nos vengan a tocar las que teníamos. Porque el problema no consistía en demostrar que la Virgen es madre; y tampoco se trataba de una cuestión de nombres, ni de la conveniencia de evitar equívocos (tal como ocurre con el uso de la expresión Virgo-sacerdos). Lo que se buscaba declarar era la capitalidad de la gracia de María. Y creemos que el P. Sauras lo había conseguido (previa demostración, con el Angélico, de que puede darse capitalidad subordinada). En esa línea de escrúpulos, habría que renunciar a dar el nombre de causas a todas las causas segundas.

[5] Nota del Blog: esto deshace de raíz un lugar común que dice más o menos así: “Ni la Virgen puede hacer lo que un sacerdote” (refiriéndose a la consagración de las especies eucarísticas), sin reparar en que el sacerdocio de la Virgen es de otra índole y muy superior al del simple ministro.
Y otro tanto puede decirse del no menos famoso “la Virgen prefirió la virtud de la virginidad a ser Madre de Dios”, lo cual puede contentar a algunas monjitas que han decidido desposarse con Jesucristo, pero en modo alguno podrá satisfacer una correcta exégesis ni una sana teología.