jueves, 23 de mayo de 2013

La Salvación por los Judíos. Léon Bloy. Capítulo XXXI


XXXI


Tales son los Judíos, los Judíos auténticos, semejantes en todo a aquel Natanael que fuera visto debajo de la emblemática higuera y de quien, no obstante, Jesús dijo: “He aquí un verdadero israelita, en el cual no hay engaño".
Tales plugo a Dios formarlos en su origen y tal, por amor, no temió configurarse Él mismo al hacerse, en cuanto a la carne pasible y mortal, Hijo de Abraham.
He renunciado hace ya demasiado tiempo a no desagradar, para que me detenga ahora el temor de congestionar a algunos fogosos sacristanes diciendo, como digo, que Nuestro Señor Jesucristo debió cargar también eso, de la misma manera que cargó con todo el resto, vale decir, con una exactitud infinita.
Sin hablar ya del gran Holocausto, que fue evidentemente la "especulación" más audaz que un israelita haya concebido jamás, poco costaría encontrar en lo exterior de las palabras infinitamente amables y sagradas del Hijo de Dios, ciertos vínculos de familia con ese eterno espíritu judaico que hace rebullir a la gentilidad.

¿El ecónomo infiel, por  ejemplo, no es elogiado precisamente por su fraude y la insondable conclusión de Jesús no está acaso, en el precepto formal "de hacerse amigos con las riquezas de iniquidad?[1]
No otra cosa en suma que la tradicional recomendación de engañar y despojar "antiguamente notificada a los seis mil hebreos que se marcharon de Egipto cargados de tesoros tomados en préstamos sin intención de devolverlos, con la ayuda de Dios mismo, que los protegió en su huida."[2]
¡Identidad perpetua en la profundidad de esos Textos santos, cuyo sentido literal escandaliza a tantos malhechores y cuya exégesis jamás será accesible a los imbéciles!
Se tiene la impresión de caer en un abismo cuando se piensa  que la palabra Egipto —“Mizraim" en hebreo— significa literalmente Angustia o Tribulación; que el primer José, vendido por sus hermanos, tan claramente figurativo del Verbo hecho carne y a quien obedeciera todo ese pueblo salvado por él del hambre, "fue llamado en lengua egipcia Salvador del mundo; y que, por consiguiente, el mismo Jesús, el "con-sumador" o concentrador hipostático de las profecías y de los símbolos, venido de su Padre exclusivamente para reinar sobre el Dolor universal, no hizo otra cosa, después de todo, cuando se evadió por el oprobio de su suplicio, que llevar consigo los tesoros de angustia hereditaria y las tribulaciones economizadas que recibiera en préstamo —sin intención de devolverlos jamás— de todos aquellos que habían tenido confianza en Él.
Después de la desaparición de ese Fallido adorable de la desesperación, los Judíos que, “sin saber lo que hacían”, acababan de crucificar en Su Persona la conciencia misma de su Progenitura, siguieron dejándose llevar por el instinto de la Raza, que la Encarnación milagrosa había amalgamado de tan poderosa  manera —aunque tan vanamente para ellos— con la Voluntad divina... Y ya no quedó en sus manos otra cosa que ese pobre Dinero sucio que debía reemplazar a su Mesías.


[1] Luc. XVI, 9.
[2] Ex. XII, 35 s.