viernes, 17 de mayo de 2013

La Salvación por los Judíos. Léon Bloy. Capítulo XXVIII


XXVIII

Sé muy bien cuán absurdo, monstruoso y blasfematorio debe parecer imaginar un antagonismo en el seno mismo de la Trinidad; pero no es posible, de otro modo, presentir el inexpresable destino de los  judíos, y cuando se habla amorosamente de Dios, todas las palabras humanas parecen leones ciegos que buscaran una fuente en el desierto.
Se trata, realmente, de algo que los hombres pueden concebir sólo como una rivalidad.
Todas las violaciones imaginables de lo que se ha convenido llamar la Razón pueden aceptarse de un Dios que sufre, y cuando se sueña en lo que es necesario creer para ser apenas un mísero perro cristiano, no significa un gran esfuerzo conjeturar, por añadidura, "una especie de impotencia divina, provisionalmente convenida entre la Justicia y la Misericordia con miras a una inefable recuperación de Substancia dilapidada por el Amor"[1].

Puesto que desde la infancia se nos enseña que hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios, ¿por qué ha de ser difícil presumir, como antiguamente, que en la Esencia impenetrable debe haber algo sin pecado que nos corresponde, y que la sinóptica desoladora de los desórdenes humanos no es sino un reflejo tenebroso de las indecibles conflagraciones de la Luz?
Si existe en el mundo un hecho notorio, verificado por la más rectilínea experiencia, es la imposibilidad de unir y asociar eficazmente el Amor y la Sabiduría. Los dos incompatibles caballos de tu coche fúnebre se han devorado siempre mutuamente, ¡oh idéntica Humanidad! Que aquel que pueda comprender, comprenda; pero seguramente ese misterio es el Secreto de Dios.
Y he aquí que en este Momento viene a mí, desde los hipogeos de la memoria, un apólogo sublime de Ernesto Hello sobre la Justicia y la Gloria, reduplicativas denominaciones de esos dos antagonistas eternos.
Entrego esta sorprendente parábola -que acaso jamás fue escrita y que probablemente su autor no hubiera osado publicar— tal como éste mismo me la contó, algunos años antes de su muerte:
A la hora ignorada del Juicio, llega el Juez. Ante Él, los muertos resucitan, los mares se secan, las montañas tiemblan, los ríos se disipan, los metales se funden, las plantas y los animales desaparecen y las estrellas se precipitan desde el fondo de los cielos para asistir a la Separación de los buenos y los malos. El terror humano va más allá de lo que el pensamiento puede concebir.
—Tuve hambre, y no me disteis de comer; tuve sed, y no me disteis de beber; era peregrino, y no me recogisteis; estaba desnudo, y no me vestisteis; enfermo y cautivo, y no me visitasteis...[2]
Ese es todo el Juicio, espantosamente infalible, espantosamente inapelable.
Pero he aquí que un hombre se presenta, un ser horrible, negro de blasfemias y de iniquidades.
Es el único que no ha tenido miedo.
Es aquel, aquel mismo, que fue maldecido con las maldiciones del cielo, maldecido con las maldiciones de la tierra, maldecido con las maldiciones del abismo.
Es aquel por quien la maldición descendió hasta el centro del globo, para encender allí la cólera que debía dormir hasta el Día del gran Juicio.
Es aquel que fue maldecido por los clamores del Pobre, más terribles que el rugido de los volcanes.
Es aquel de quien los cuervos de los torrentes han dicho a los guijarros que ruedan en el fondo de los ríos, que fue maldecido por todos los soplos que pasan sobre los campos en flor...
Fue maldecido por la blanca espuma de las olas que bate la tempestad, por la serenidad del ciclo azul, por la Dulzura y el Esplendor, por el humo que se eleva de las chozas a la hora de la comida de los seres humildes...
Y como si todo eso no bastara fue maldecido, en su infame corazón por AQUEL que tiene necesidad, que tiene eternamente  necesidad, y a quien jamás socorrió.
Acaso se llama Judas, pero los Serafines, que son los más altos Ángeles, no podrían pronunciar su nombre.
Tiene el aire de marchar en medio de una columna de bronce.
Nada lo salvará. Ni las súplicas de María, ni los brazos en cruz de todos los Mártires, ni las alas desplegadas de los Querubines y de los Espíritus Bienaventurados...
Está, pues, condenado, ¡y con qué condena! 
Apelo! —exclama.
¡Apelo!... Ante esta palabra inaudita, los astros se extinguen, los montes se hunden en los mares, el Rostro mismo del Juez se oscurece. Sólo la Cruz de Fuego ilumina al universo.
— ¿Ante quién apelas tú de mi Justicia? —pregunta Nuestro Señor Jesucristo al réprobo.
— ¡Apelo de tu JUSTICIA ante tu GLORIA!



[1] León Bloy, El Desesperado, pág. 37, edición Mundo Moderno, Buenos Aires.

    [2] Mateo, XXV, 35-36.