martes, 28 de mayo de 2013

La Ordenación de los Diáconos en el N. T. y comparación de la jerarquía eclesiástica con la angélica (I de V)

   Nota del Blog: presentamos a continuación un interesantísimo trabajo escrito por el P. José Ramos García C.M.F., publicado en "Estudios Bíblicos" IV (1945), pag. 361 ss.
   En este trabajo Ramos García da una nueva división de la jerarquía angélica, apartándose así de la división "tradicional" que nos legara el Pseudo-Areopagita. A decir verdad nunca nos había convencido del todo esa división y este trabajo vino a corroborar nuestras sospechas.
   Con este ensayo, el autor nos ha ayudado a comprender mejor algunas visiones y personajes que intervienen en el Apocalipsis, haciéndonos mudar de opinión al respecto. 
   El presente trabajo estará dividido en cinco partes: las dos primeras serán sobre el diaconado, y luego las tres últimas, y sobre todo las secciones III y IV, tratarán sobre la jerarquía angélica.



Como se ve por él título, el trabajo tiene dos partes, partes que son sensiblemente iguales en su desarrollo, aunque otra cosa aparezca del esquema. En la primera, que es la que propiamente responde al encargo recibido, digo del diaconado como potestad y como sacramento, comparando la potestad diaconal con la sacerdotal para mejor declarar su naturaleza, y el rito de la ordenación de los primeros diáconos con el de otros sacramentos para mejor apreciar la razón sacramental de aquél. En la segunda se compara la institución del diaconado, y en general de la jerarquía eclesiástica, con la jerarquía angélica de una manera un tanto original. Esta comparación, so pena de ser vana o estéril, tiene que tener por base sólida un conocimiento verdadero de una y otra jerarquía, y en ello he trabajado con amor, echando por nuevos derroteros, con resultados al parecer satisfactorios. Teníamos para ello una mina riquísima en  la Biblia y en la tradición antigua, que la Teología escolástica no acertó a  explotar, embarazada en este punto con las especulaciones, más bien artificiosas, del Seudo-Areopagita, por la falsa persuasión de que su autor era Dionisio Areopagita convertido por San Pablo (Act. 17, 34).
Sin perderse en pormenores, que podrán ser estudiados oportunamente, el trabajo aspira a presentar un sistema doctrinal de conjunto, conexo y bien fundado, y tal que pudiera interesar a la misma Teología, la cual haría bien en tomarlo en cuenta para hacerse así en éste, como se ha hecho en otros puntos, cada vez más bíblica y positiva, en la persuasión de que con eso no perdería nada; antes ganaría mucho en relieve, precisión y colorido, pues la Biblia será siempre el alma de la Teología, al revés de lo que se advierte en ciertos exégetas, que quieren hacer de la Teología el alma de la Biblia.
Bien está la especulación, pero no hay especulación más segura y fecunda que la que gira en torno de las palabras inspiradas, de las cuales se debe decir, y con mayoría de razón, lo que el Eclesiastés afirma de las palabras de los sabios: “las palabras de los sabios son como aguijones y cual clavos hincados” (Ectes. 12, 11). Prefiero volar atado de un hilo que me contenga dentro del espacio real a vagar a mis anchas y sin trabas por el espacio imaginario.



I. El Diaconado en sí como Potestad y como Sacramento

1. La potestad diaconal y sus funciones.

La palabra griega διακόνεω, usada ya por los trágicos, en Herodoto, Platón y siguientes, equivale a la latina ministro, administro, paro, praeparo, que es cuanto en castellano “servir” en sentido de preparar, repartir, distribuir alguna cosa a alguno o en nombre de alguno, particularmente en la mesa (Anacr. 4, 50; Athen. 6, 46). El vocablo abstracto διακονια, en su acepción clásica, viene usado ya por Platón y Thucídides para indicar cualquier manera de servicio o ministerio, particularmente el de la mesa. (Xenoph. Oec. 7, 41), y luego el conjunto de vasos en que se sirven los manjares (Athen., página 208 a), lo mismo que nosotros llamamos servicio de mesa, y en este sentido se usa una vez en I Mac. 11, 58. Por semejante manera, el nombre concreto διακονος o διακῶν, como nombre de oficio más que de condición, no significa precisamente el siervo o esclavo, sino el sirviente, encargado o ministro; algo así como encargado o mozo de servicio, con referencia particular a la mesa y los festines principalmente de los reyes y de los dioses.
Tenemos de lo primero un ejemplo flamante en el libro de Ester, donde sale hasta cuatro veces la palabra διακονος o διακονια para significar el ministerio de los eunucos, que estaban al inmediato servicio del rey Assuero, y que eran por cierto en número de siete, señalados allí por sus propios nombres (Est. 1, 10; 2, 2; 6, 3-5).
De lo segundo, en el CIG, n. 1800 tenemos una inscripción en que se hace mención del Colegio de los diáconos (diakonon) de Serapis, lsis, Anubis, a los cuales presidía un sacerdote (lereus) (Thieme. Inschr. von Magnesia, pag. 17 s.). Y en este servicio sagrado parece entrar por mucho el servicio a la mesa del dios respectivo. Así parece poderse colegir de estas dos invitaciones a la mesa del señor Serapis (siglos II y III), sacadas de los Papiros de Oxirynkho, publicados por Grenfell y Hunt (1898-1903).

a) “Antonio, hijo de Ptolomeo, te convida a comer con él a la mesa del señor Serapis, en la casa de Claudio, hijo de Serapión, el 16 del corriente a la hora de nona” (N. 253).

b) “Khairemón te convida a comer a la mesa del señor Serapis, en el propio Serapeo, mañana 15 del corriente, a la hora nona” (N. 110).

Nada más puesto en razón que el suponer que en estos convites sagrados a la mesa de Serapis, análogos a los que S. Pablo prohíbe a los fieles de Corinto (I Cor. cc. 8-10), sirvieran los mencionados diáconos del Colegio de Serapis, y aún esa sería tal vez la razón principal de su institución pagana.
Por el uso que de las dichas palabras se hace en el N. T. se desprende claramente que el oficio de diácono puede tomarse genérica y específicamente. Genéricamente se significa por él cualquier servicio o ministerio desempeñado a favor de tercero, bien por propia iniciativa o bien en nombre de otro, tal como ayudar al prójimo en cualquier necesidad, particularmente en servicios humildes (Mat. 20, 27 s.; 23, 11; Mc. 9, 35; 10, 43-45; Lc. 22, 26; II Tim, 4, 11), prepararle o suministrarle lo que necesita (Mat. 4, 11; 25, 44 ; 27, 55; Mc. 1, 13 ; Lc. 8. 3; Hebr. 6, 10; 1 Pet. 1, 12) y de aquí el servicio particular de procurar o servir la limosna (Act. 6, 1; 11, 29; 12, 25; 1 Cor. 15, 15; II Cor. 8, 4-19 ss.; 9, 1-11; Rom. 15, 25-31; Apoc. 2, 19), y el más particular todavía y más específico de servir a las mesas (Act. 6. 2: cf. Mat. 8, 15; Mc. 1. 31; Lc. 4, 39; 10, 40; 17, 8, al.) En nombre de otro se ejerce el ministerio (διακονια) de los ángeles (Hebr. 1, 34), el de los Apóstoles (Act. 1, 17-25; 21, 19 Rom. 11, 13; II Cor. 4, 1; 6, 3; 11, 23, al.; I Tim. 1,12), especialmente por la palabra (Act. 6, 4; 20, 24) y  asimismo el de los obispos (II Tim 4, 5), y tal vez el de los presbíteros (Col. 4, 17 seg. Estius), y ciertamente el de los diáconos propiamente dichos (I Tim. 3, 10-13), el que radica en algún carisma (I Pet. 4, 10 s.; Rom 12, 7; cf. I Cor. 12, 28), o misión divina en general (I. Cor. 12, 5; II Cor. 3, 3; Eph. 4, 12), y finalmente cualquier servicio indeterminado (Rom. 12, 17; II Tim. 1, 18).
Y aquí es bien de notar, por su importancia característica, el ministerio (διακονια) del Espíritu, de la justicia o de la reconciliación, encomendado a los Apóstoles de Cristo (II Cor. 3, 8 s.; 5, 19), en  oposición al ministerio de la muerte, de la condenación, de la letra  que mata, que era el ministerio de Moisés (II Cor. 3, 6-7-9).
Como se ve por lo hasta aquí apuntado, aunque la palabra diácono y sus derivadas admiten las más variadas significaciones, ya genéricas, ya específicas, todavía entre las específicas resalta la de servir a la mesa en los convites, y con este carácter se presenta también la primera institución del diaconado en la Iglesia. Véanse las palabras de la institución, de todos bien conocidas:

In diebus illis, crescente numero discipulorum, factum est murmur Græcorum adversus Hebræos, eo quod despicerentur in ministerio quotidiano viduæ eorum. Convocantes autem duodecim multitudinem discipulorum, dixerunt: Non est æquum nos derelinquere verbum Dei, et ministrare mensis. Considerate ergo, fratres, viros ex vobis boni testimonii septem, plenos Spiritu Sancto et sapientia, quos constituamus super hoc opus.  Nos vero orationi et ministerio verbi instantes erimus. Et placuit sermo coram omni multitudine. Et elegerunt Stephanum, virum plenum fide et Spiritu Sancto, et Philippum, et Prochorum, et Nicanorem, et Timonem, et Parmenam, et Nicolaum advenam Antiochenum. Hos statuerunt ante conspectum Apostolorum: et orantes imposuerunt eis manus. (Act. 6, 1-6).

Es indudable que con esa ceremonia de imponerles las manos y orar sobre los elegidos se les da una potestad que podemos llamar diaconal. Mas ¿en qué consiste propiamente esa potestad según su institución? Habremos de irla rastreando por partes, hasta llegar a una síntesis completa.
Desde luego se advierte que con llamarse διακονια (ministerio) tanto el oficio del obispo como el del presbítero, denominación que les viene de la significación genérica de diakonein, la potestad diaconal en su significado propio y específico es distinta e inferior a la del obispo y del presbítero.
Y primeramente la potestad del diácono es inferior a la del obispo. Así, el diácono Felipe, uno de los siete, pudo predicar y bautizar en Samaria, mas no pudo confirmar a los bautizados. Y por eso fueron enviados allá para ese ministerio los Apóstoles S. Pedro y San Juan, quienes orando por los bautizados e imponiéndoles al mismo tiempo las manos, les daban el Espíritu Santo: esto es, los confirmaban, como unánimemente se interpreta (Act. 8, 5-17: cf. 19, 6). Si el diácono no puede confirmar, con mayoría de razón no podrá ejercer otras funciones episcopales más altas, cual es la de ordenar.
Pero la potestad del diácono es además inferior a la del presbítero. Vaya entre otras razones la siguiente. Entre consagrar el cuerpo del Señor, absolver en nombre del Señor en el tribunal de la penitencia y aliviar a los enfermos espiritual y aun corporalmente con la santa unción, ésta parece la menor de las potestades específicamente sacerdotales. Ahora bien: para ungir a los enfermos, según el conocido texto de Santiago (Jac. 5, 14 s.), es preciso llamar a los presbíteros de la Iglesia, señal de que a los diáconos no se les reconocía tal potestad, y con mayoría de razón las otras dos, que le son superiores a ojos vistas.
Dentro de su esfera, la potestad diaconal, si no es triforme, tiene al menos tres manifestaciones o aplicaciones diferentes: la económica, la evangélica y la litúrgica.
Según la primera institución, la potestad del diácono se refiere al servicio de las mesas: esto es, a cuanto se comprende en el sustento corporal de la comunidad religiosa, cuya primera necesidad natural es la del alimento. El fin primordial de la institución diaconal no sería precisamente benéfico, sino económico, que es más general y en esa generalidad del fin económico viene cómodamente incluido el fin benéfico. Trátase, en efecto, no de atender exclusivamente a las viudas pobres, sino generalmente al servicio cotidiano, como se dice en el primer versículo, el referente al panem nostrum quotidianum que ahora decimos, y en ello vienen comprendidos todos los fieles, en aquel primer estadio de la vida cristiana, en que se tenía, como sabemos, vida rigurosamente común (Act. 2, 47 ss.), porque vendidos sus campos y sus cosas, ponían el precio a los pies de los Apóstoles, y de ello se repartía a cada uno cuanto necesitaba (Act. 4, 34 ss).
Corriendo en un principio la distribución por cuenta de solos los Apóstoles, bien pronto, aumentado el número de los fieles, hubo de haber deficiencias involuntarias en un servicio tan necesario como engorroso, y si a esto se añaden posibles embustes económicos, como el de Ananías y Safira que pretendían comer a dos carrillos, de lo común y de lo propio (Act. 5, 1-11) compréndese fácilmente que cundiera el descontento en parte de la comunidad, que se creyó menos atendida y esta fue la ocasión de que desentendiéndose los Apóstoles de la administración de las temporalidades, pusieran este negocio, para la Iglesia de Jerusalén al menos, en manos de siete varones  escogidos, presentados por la comunidad y confirmados por los Apóstoles. El diácono venía a ser así en la Iglesia lo que el ecónomo o  ministro de lo temporal  en las comunidades religiosas de nuestros días.
El oficio económico del diácono no nació, pues, con el tiempo del oficio benéfico, como pretende Bert. Kurtscheid O. F. M. (Historia iuris canonici, vol. I: Roma, 1941: pág. 54), sino que éste viene comprendido desde el principio en aquél, como la parte en el todo. Lo contrario nos parece chocar con las palabras de la institución y crear sin necesidad una dificultad seria al ejercicio histórico de la potestad diaconal.
Sin embargo la potestad del diácono no se limitaba a lo económico. Apenas constituidos los siete primeros en su oficio véselos dedicados además al ministerio de la predicación, que los Apóstoles parecían haberse reservado para sí (Act. 6. 4), y ejercer ese ministerio, no como quiera sino en grande escala, como lo ejerció S. Esteban en Jerusalén y S. Felipe en Samaria y en otras partes (Act. cc. 7 y 8), y parece haberlo ejercido Nicolás, el último de los siete, el cual según algunos habría sido el Judas del nuevo Colegio, pues a decir de San Ireneo, Tertuliano, S. Jerónimo y otros, fundó la secta dicha de los Nicolaítas (cfr. Apoc 2, 6-15), los cuales se permitían el uso de las viandas ofrecidas a los ídolos y la fornicación sagrada, que con tanta energía reprobó el primer concilio Apostólico (Act. 15, 29). Otros escritores, sin embargo, como S. Clemente Alejandrino, el historiador Eusebio y Teodoreto, suponen que aquellos perversos pretendían cohonestar sus extravíos con esta sentencia del buen diácono: “abuti carne oportet”, sentencia que él entendía en el sentido de austeridad ascética y ellos tomaron en el de licencia desenfrenada.
Como quiera que sea, el diácono Nicolás resulta siempre un sembrador de la palabra, a semejanza de Esteban y Felipe, y sembradores por el estilo fueron sin duda los demás diáconos. Si San Lucas nos refiere solamente de la predicación de los dos primeros, es bien de notar que lo mismo hace con los Apóstoles, limitándose a decir en particular de solos los dos mayores, San Pedro y San Pablo. Entra aquí por mucho el refinado gusto griego, que rehuye la repetición de las mismas cosas, por no causar hastío en los oyentes y esta norma del buen decir la sigue también San Lucas en su Evangelio y por eso omite la adoración de los magos por la de los pastores, la segunda ida del Señor a su patria (Mat. 13, 54-58; Mc. 6, 1-6), la segunda multiplicación de los panes con todos los hechos inmediatamente antecedentes y subsiguientes (Mat. 14, 22 -16, 12; Mc. 6, 45-8, 26), la segunda unción de los pies del Señor en casa de Simón el leproso (Mat. 26, 6-13; Mc. 14, 3-9; Jn. 12. 1-8) y así varios otros milagros y parábolas, hechos y dichos del Señor.
Si San Lucas, narrando la predicación de Esteban y Felipe, omite, sin embargo, la de los demás diáconos es, con toda probabilidad, por no decir certeza, en fuerza de su conocida norma literaria, y en consecuencia, podemos conceder a todos generalmente el título de evangelista. Que él atribuye a San Felipe, cuando al referir el hospedaje de Pablo en su casa, a la vuelta del tercer viaje apostólico, dice: Alia autem die profecti, venimus Cæsaream. Et intrantes domum Philippi evangelistæ, qui erat unus de septem, mansimus apud eum. Huic autem erant quatuor filiæ virgines prophetantes.  Según Polícrates de Éfeso, que confunde con el diácono Felipe al apóstol homónimo, éste murió en Jerápolis de Frigia con dos de sus hijas: otra vivió y reposó en Éfeso (Eus. Hist. V, 27).
Hemos hecho mención del título de evangelista aplicado a los diáconos. ¿Serían ellos acaso los que San Pablo apellida evangelistas en el conocido texto a los Efesios 4, 1.1? La respuesta afirmativa no es segura. En el texto paralelo de I Cor. 12, 28 los omite, y en II Tim. 4, 5 da ese mismo título a Timoteo. Parece, pues, una denominación general, aplicable por igual a los varios grados de la jerarquía: cuantos de algún modo anunciaban la buena nueva, de palabra o por escrito, podían llamarse evangelistas. Y que éste fuera oficio ordinario y privativo del Obispo y los presbíteros y sólo extraordinario del diácono, por la Escritura no se prueba, antes todo en ella nos induce a pensar que era asunto ordinario y común de los tres grados, salva, como es natural, la mayor dependencia en los grados inferiores. Y esto baste sobre la actuación evangélica de los diáconos, la cual, después de todo, no es más que una modalidad de la función litúrgica, que vamos a exponer ahora más despacio.