sábado, 27 de abril de 2013

La Salvación por los Judíos. Léon Bloy. Capítulo XVIII


XVIII

Jesús agonizará hasta el fin del mundo, escribía Pascal, el más deplorable, a mi juicio de los grandes hombres que se han equivocado mucho.
Pensamiento de una alta y triste belleza que el feroz jansenista no hubiera explicado, seguramente, y que no podía ser, ante sus ojos, sino una hipérbole de piedad.
No resultaría fácil, sin embargo, decir hasta qué punto esa coordinación de sílabas tiene el poder de sugestionar a un corazón profundo que la supondría más que humana...
A fuerza de amor, la Edad Media había comprendido que Jesús está eternamente crucificado, eternamente sangrante, eternamente moribundo, escarnecido por el populacho y maldecido por Dios mismo, según el texto preciso de la antigua Ley: "Aquel que pende del madero está condenado por Dios”.

¿Cómo, pues, hubiera podido la Edad Media no aborrecer a los Judíos? Para ella la Pasión era contemporánea, flagrante, la Sangre de Cristo estaba todavía tibia y roja y en sus oídos zumbaba aún, fuertemente, el clamor execrable.
¿Ese pueblo demoníaco no había aullado, acaso, dirigiéndose al cobarde condenado a lavar perpetuamente sus manos homicidas: "Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos"? Era menester, pues, satisfacerlo, cumpliendo, para ignominia eterna de todo un pueblo, el penal versículo del Nuevo Testamento, tan profético como el Antiguo, donde está dicho que así será, sin que se cambie una jota ni un punto, mientras la tierra y el cielo subsistan.
Los sufrimientos de Jesús fueron el pan y el vino de la Edad Media, su escuela primaria y el altivo pináculo de su sabiduría. Fueron su morada, su hogar lleno de blandones y de chispas, su cuna y su lecho de muerte y, a veces, el paraíso de sus Santos, que no imaginaban nada mejor que llorar durante toda la eternidad con la Madre de las Siete Espadas y con el Buen Ladrón. Fueron, y debían ser, el poema siempre nuevo, la rediviva peripecia de un drama siempre angustioso, para una sociedad ingenua cuyas facultades de entusiasmo y de dilección brillaban con una magnificencia que sólo las hogueras del Paráclito podrán volver a encender un día.
La Pobreza del Señor era comprendida maravillosamente por esas sensibles multitudes, y la compasión por un Dios tan lamentable hacía a veces morir a otros pobres que aceptaban voluntariamente, por sobre sus propias miserias, todo lo que podían llevar de su carga.
Para sufrir mejor con Él, se estrechaban contra la Virgen doliente, que tiene sobre sus rodillas -como en una nueva cruz[1]- a su gran Hijo Muerto y arranca de su Frente, con preciosas tenazas, las duras espinas que le han clavado.
“—Dolorosa y llorosa-, ¡oh Virgen María!, haz que sienta yo la fuerza de tu dolor, para que contigo llore —decían. Haz que lleve la  muerte de Cristo,  haz que comparta su Pasión y que venere sus llagas”[2].
Sólo ella podía decirles la pena infinita del pobre Dios que había puesto humildemente en el mundo y que jamás se fatigó de sentirse acongojado y de festejar la tribulación.


[1] Santa Brígida, libro I, cap. 10.
[2] Oficio de los Siete Dolores.