lunes, 22 de abril de 2013

La Salvación por los Judíos. Léon Bloy. Capítulo XVI


XVI

Exspectans exspectavi, cantaban los cristianos, esperando la Resurrección de los muertos.
Exspectaveram et adhuc exspectabo, rectificaban hondamente los gemidos de Israel. Yo esperaba y sigo esperando. Vuestro Mesías no es mi Mesías, y aunque todas vuestras tumbas se abrieran, yo seguiría esperando.
Mientras la paciente Iglesia de Jesús consideraba silenciosamente esa eterna suspensión que una inefable esperanza fortalecía, y de la cual ningún salvador hubiera podido sobrellevar la espantosa penitencia, las basílicas y los monasterios repicaban a la gloria de un Niño Judío que había muerto en la ignominia para salvar a los desesperados.
Los sollozos y los cantos de las campanas, que hacíanestremecer de amor a todos los imperios cristianos, golpeaban en vano el alma obstinada de esos huérfanos del Leviatán.[1]

Depositarios de una Promesa imperecedera, que la Iglesia consideraba cumplida, y amparados en un Pacto sempiterno registrado por el Espíritu Santo hasta trescientas veces, el Hijo de María les parecía apenas el igual de aquel rey de Jerusalén, que fue, “lleno de lepra hasta el día de su muerte", el terrible habitante de una casa solitaria, por el crimen de haberse apoderado del incensario del gran sacerdote[2].
¡Cómo debían despreciar las pompas dolorosas del Cristianismo esos indómitos harapientos que siempre pensaron que la Gloria del Dios de Ezequiel tenía necesidad de su propia gloria!
¡Ah! Hubiera sido inútil que la Iglesia les dijera: “Aquel que vendió a su hermano, un hijo de Israel, debe sufrir la pena de muerte.”[3] Toda la posteridad de Jacob podía responderle:
Si nos creéis semejantes a Caín porque andamos errantes y fugitivos sobre la tierra recordad que el Señor señaló con un signo a ese asesino, para que no lo mataran aquellos que lo hallasen.[4] ¡Qué vanas son después de eso, vuestras amenazas de exterminio! Tenemos la palabra de honor de Dios, que nos juró alianza eterna, y nos negamos a relevarlo de ella. Esa  palabra sigue siendo inquebrantable y cuando ella se cumpla, vosotros os convertiréis en nuestros esclavos. Si aquel que hemos crucificado es su Hijo que se salve a sí mismo ese Salvador de los otros, y cuando descienda de su Cruz creeremos en él como lo hemos prometido.



[1] Job, caps. XL y XLI. (N. del T.).
[2] Paralip., libro II, cap. 26.
[3] Deuteronomio. XXIV, 7.
[4] Génesis, IV, 15.