jueves, 18 de abril de 2013

La Salvación por los Judíos. Léon Bloy. Capítulo XV

XV

¡Grande y humilde Edad Media, época la más cara para todos aquellos a quienes los clamores de la Desobediencia incomodan y que viven retirados en el fondo de sus propias almas!
Los tres últimos siglos han hecho mucho por empañarla y desacreditarla, desnaturalizando por medio de todos los opios las gloriosas facultades líricas del viejo Occidente. Hasta existe una nueva escuela de historiadores críticos y documentales para quienes esta odiosa tarea es la permanente preocupación.
Pero tengo para mí que los mil años de lamentaciones, de cruentas locuras y de éxtasis continuarán corriendo a través de los dedos de los pedantes hasta que deje de latir el corazón humano, y es curioso observar que los Judíos son, en definitiva, los testigos más fieles y los conservadores más auténticos de esa cándida Edad Media que los execraba por el amor de Dios y que tantas veces quiso exterminarlos.

He evocado ya al comienzo el recuerdo de aquellos sucios y sublimes individuos que me fue dado contemplar en Hamburgo, animales tan bien conservados en su propia inmundicia, tan intactos, tan prodigiosamente incontaminados de todo lo que no fuera la miseria de sus ascendientes y de sus allegados, que sentí la angustia de hallarme en presencia del mismo rebaño que asqueaba a la gente en los tiempos de Felipe Augusto y de Federico Barbarroja, diseminada ya bajo tierra o en los campos de los cielos después de tantas generaciones de haber muerto recordando la muerte de Cristo.
Entreví entonces la enorme grandeza de aquellos tiempos lejanos en que la Iglesia militante, que había sojuzgado al mundo y que posaba los pies de la Inmaculada Concepción sobre la cerviz de los reyes, estrellaba, sin embargo, su poderío contra un pueblo de seres miserables que le resistía sin morir jamás.
Hubiera podido decirse, parecería, que aquel obstáculo imposible de vencer era una  advertencia, en plena victoria, acerca de lo precario de su condición de desposada de un Dios bañado en sangre a quien todo había resistido...
Y debió, temblorosa como el mar, tomar para sí la concisa prohibición del Señor: "Hasta aquí llegarás y no pasarás adelante, y aquí quebrantarás tus hinchadas olas"[1].
Sin embargo, la guerra a los Judíos no fue jamás, en cuanto a la Iglesia, otra cosa que el esfuerzo mal dirigido de un gran celo caritativo, y el papado no hizo sino ampararlos generosamente contra el furor de todo un mundo.



[1] Job, XXXVIII, 11.