miércoles, 27 de febrero de 2013

Melkisedek o el Sacerdocio Real, por Fr. Antonio Vallejo. Cap. V, III Parte.


2. Notas diferenciales del sacerdocio de Cristo

Las palabras que acaban de leerse no quieren ser una mera digresión. En la inteligencia de los aportes esencialmente propios de la Buena Nueva, será más fácil evitar el retorno insidioso de ciertos esquemas mentales (adquiridos con la imagen demasiado literal de los tipos litúrgicos del Antiguo Testamento) que distuercen, o extienden de manera indebida, las nociones de sacerdocio y de sacrificio cristianos.
Más de una vez hemos dicho, en capítulos anteriores, que no es de buena lógica definir lo genérico del sacerdocio con un concepto que incluye las notas diferenciales del ministerio sacerdotal. Menos legítima aún es la aplicación de ese concepto al sacerdocio universal y divino del Verbo encarnado. Por mucho que se trate de matizar las analogías (nuancer les analogies es el constante afán de René Laurentin), el resultado es siempre una idea equívoca del único sacerdocio verdadero, un empobrecimiento de su verdad ontológica, una renuncia práctica a la total contemplación de su ser y de sus fines.
Tales son los efectos que se siguen de colocar a la cabeza nuestras especulaciones sobre las diversas formas hieráticas de la Nueva Ley, a modo de concepto ejemplar, la descripción que se lee en el capítulo quinto (1-4) de la Epístola a los Hebreos: “Todo pontífice tornado de entre los hombres, en favor de los hombres instituído...”.

En su imperecedero libro advierte el P. Prat que no se trata de una definición del sacerdote, ni de lo que debe ser un pontífice, sino tan sólo de lo que es el pontífice hebreo. Y añade: « L'auteur de l'Épitre ne parle pas du prétre en général. II ne se demande pas ce qu'aurait été le prétre dans l'état de nature, ni ce qu'il serait si l'humanité n'était pas déchue. Son regard ne sort pas du monde des réalités actuelles et  ne dépasse pas l'horizon biblique »[1].
La última de las frases que acabamos de transcribir es bastante inexacta. El autor de la Epístola a los Hebreos no tuvo la intención de añadir unos capítulos a la Biblia, sino la de mostrar, precisamente, cuán por encima del horizonte bíblico se cierne el contenido de la Buena Nueva.
Tampoco es exacto que Nuestro Señor Jesucristo « s'incarne parce que Dieu n'agrée plus les sacrifices du rite aaronique »[2]. Al contrario, los sacrificios de la ley mosaica dejan de ser aceptos a Dios porque el Mesías instituye su nuevo culto y funda su Iglesia para continuarlo en espíritu y en verdad, y para propagar y aplicar sus efectos redentores. Tal o cual frase del Antiguo y del Nuevo Testamento, aislada del complejo doctrinal que la origina, puede inducirnos en la idea errónea de que el Ungido de Dios fué dado al mundo a causa de la prevaricación de Israel; mas no autorizan tal idea ni el texto de la promesa a Abraham ni el de sus renovaciones principales, a Moisés y a David. El carácter bilateral de la alianza pactada durante el éxodo, por la que Israel se compromete a una especie de profesión religiosa tiene por fin santificar la libertad que acaba de dársele, constituir la vida penitencial del desierto en un acto expiatorio efectivo, y preparar así los espíritus para una recepción menos indigna de la sagrada tierra de Canaán y del gran Profeta esperado.
Lo que suele relacionarse con la apostasía casi total de Israel (casi, porque los vaticinios se refieren con frecuencia a un resto, a una mínima porción de israelitas fieles), no es el advenimiento mismo del Mesías, sino la consiguiente vocación mesiánica de la gentilidad. No puede ser enunciada como un castigo la llegada del vástago de Abraham y de David, objeto real de una esperanza firme, aunque ilusoria (en cuanto al modo de consumarse). Es castigo, en cambio, y terrible para el pueblo de Yahveh, la ceguera culpable que, impidiéndole “discernir las señales de los tiempos”[3] (conforme el mismo Mesías le reprocha), fué causa de que perdiera su pocas veces merecido derecho de primogenitura, en beneficio de los goim odiados.
Tampoco se da en la liturgia levítica detalle alguno que nos induzca a reconocer el motivo de la asunción de un cuerpo y de un alma humanos por el Verbo, en los delitos de la humanidad; como si la obra de remediar a la injuria de esos delitos fuera el fin propio, el objetivo determinante de la encarnación. El hecho, por ejemplo, de que el pontífice Aarón  y sus sucesores tengan a su cargo el “ofrecer oblaciones y sacrificios por los pecados”, no nos urge a concluir, como lo hace el P. Prat: “Jesus-Christ vient donc sur la terre pour effacer les péchés[4].
La realeza en el dolor es la más bella de las perfecciones humanas de Cristo; y era muy conveniente que al venir a un mundo donde se nace para padecer y morir, se revistiera de una carne pasible y mortal, a fin de conquistar su corona de espinas. Pero la misma perfección de esa conquista verdadera, libremente decidida y consumada, exige la ausencia de vínculo causal entre el pecado del hombre y la mortalidad del Hijo del hombre.
A ese carácter de perfección no necesaria, sino sólo conveniente, y deseada así por el Padre, en orden a una glorificación de su Hijo más espléndida y accesible, se refiere la Epístola a los Hebreos cuando enseña:

Pues era conveniente que aquel para quien es y por quien es todo lo que existe, al paso que llevaba muchos hijos a la gloria, consumase por medio de los padecimientos la perfección del Autor de la salud de esos hijos[5].

Gloriosamente manifestativo del Padre en la eternidad, eterno estímulo de amor y de alabanza, también en el tiempo quiere cumplir Jesús de la manera más perfecta posible esa misión suya esencialísima, ese su modo personal de ser Dios[6].

Y el Amor increado, por su parte, Don infinito en el seno de Dios, desea comunicarse y difundirse de la manera más generosa y eficaz[7] en todas las obras de su Obra máxima: la humanidad del Verbo.
Así, por trinitaria vocación a lo óptimo, el que pudo vencer a la muerte sin morir, el Autor de la vida[8], se constituye en Primogénito de entre los muertos, por la gloria del Padre[9], a fin de alcanzar en todas las cosas la mayor excelencia: “Primogenitus ex mortuis, ut sit in omnibus ipse primatum tenens[10].
En una palabra, por ser divino, el supremo Pontífice de la Nueva Ley es téleios, vale decir, consumado, cabal, en posesión de todo lo que le corresponde y conviene, sin déficit alguno. Y consumados, cabales, insuperablemente perfectos, son su Iglesia, su doctrina, su sacrificio[11].
De ahí también — de su divinidad— le viene al sacerdocio cristiano el ser único, intransferible, eterno, divinizador. Notas suyas, absolutamente propias, que son de considerar antes que otra cualquiera de las que tiene en común con el pontificado hebreo, si se quiere obtener un concepto inequívoco de su forma esencial y de sus participaciones formales.
También por ser único e intransferible en su unidad, y porque nada de lo divino nos es dado contra la índole y las aspiraciones esenciales de la naturaleza humana, los participantes del supremo Sacerdocio forman con él una sola cosa divina, análoga a la que constituyen el Padre en el Hijo y el Hijo en el Padre: “unum, sicut et nos unum sumus[12]. Tal la vid y los sarmientos de la alegoría evangélica: el Cuerpo místico.
Una religión opuesta a nuestra índole social, o sólo negligente de nuestra tendencia a la vida comunitaria (tendencia que el mismo Dios ha concreado con nuestro ser de personas perfectibles), sería una religión contra natura. Mas no basta, para alcanzar el unum necesario, constituir una sociedad ordenada a la adquisición de perfecciones temporales, integrada por una mayoría de personas no ateas. Tampoco el fin común divino y la común aspiración a ese fin, aunque lo persigamos y sirvamos por encima de nuestros fines temporales, consiguen hacernos colectivamente partícipes de la unidad de Dios. De modo que, si la Iglesia católica, la sociedad jerárquica fundada sobre la fe de Pedro, no fuese más que una persona moral jurídicamente organizada, una inmensa corporación de hombres piadosos, el sacerdocio de Cristo no sería participado formalmente por sus fieles en lo que tiene de divino de divinizador y de eterno.
Para hacernos particioneros del ser, la acción y los efectos sobrenaturales de su gracia, para comunicarnos habitual y dinámicamente la vida divina de su humanidad, el Verbo de Dios se ha constituído en cabeza de la multitud de los que le aman. La cual multitud, organizada así en cuerpo solidario del Hijo del hombre, cualificada y conducida por su mismo Espíritu (que por las virtudes teologales y los dones está presente en todos y en cada uno de los miembros fieles) realiza del modo más perfecto posible nuestra esencial aspiración a vivir en sociedad.
Pocos símiles se dan en la ciencia teológica tan adecuados al misterio que tratan de ilustrar, como el de la relación capital de Cristo con su Iglesia. Por la excelencia infinita de su persona, principio increado de todas las creaturas, Jesucristo es cabeza de todo el universo. Mas con respecto a su Iglesia, a la asamblea de la humanidad por Él convocada, su posición coordinadora y rectora no resulta de su sola dignidad, su primado no le viene de ser reconocido el mejor de los hijos de mujer, el único hombre “en quien habita corporalmente la plenitud de lo divino” (Col. 2, 9). Le viene de que la plenitud de lo divino le ha sido dada propter nos homines, para la creación de un reino sacerdotal indeficiente que realice, libre y unánime, la razón última del cosmos: la gloria de Dios eviterna. Además de ser el mejor, el dechado, la causa ejemplar del hombre nuevo, es su causa eficiente, el dador del Espíritu que nos hace capaces de novedad de vida (Rom. 6, 4). Así, de nuestra comunión con Él por el Espíritu que insufla en nuestras almas, nos viene el estar como asumidos en su humanidad, formando con ésta como un solo hombre; “el cual crece y se perfecciona en la caridad, trabado y unificado por los ligamentos que le dan cohesión y lo nutren, en orden a que cada miembro cumpla su función propia” (Efes. 4, 15-16).
Esa  unidad con Cristo, que su oblación en la cruz ha obtenido una vez para siempre, y que la Eucaristía mantiene y corrobora, nos es conferida con el carácter sacramental. Así como el Padre constituye al Hijo en la Impronta de su propia substancia, el Hijo imprime en nosotros la imagen de su propia filiación. Mas no por modo estático, meramente figurativo, sino haciendo de nosotros el complemento de su vida humana, vida de contemplación y de acción sacerdotales. El Padre “lo puso a la cabeza de todas las cosas en la Iglesia la cual es su cuerpo, y como el complemento de Quien, en todos, todo lo consuma” (Efes. 1, 22-23).
Su cruz suaviza y aligera nuestras cruces, comunicándonos la capacidad de subir con ellas al Calvario, junto a Él; y de morir en ellas, con Él, todos los días (Luc. 9, 23); para resucitar con Él (Rom. 6, 1-11).
La réplica incruenta del Gólgota en los altares católicos no nos redime con el solo fin de librarnos de la eternidad de la culpa; no se nos aplica su virtud en la penitencia sólo para salvarnos de la miseria inmortal que llamamos infierno. La misa es para el ejercicio de nuestro sacerdocio. El sacramento de la penitencia es para restituir su eficacia al bautismo, que nos configura con el supremo Sacerdote. Y todos los sacramentos  se ordenan a consumar nuestra virtud de religión en el sacrificio único del Cristo total (Cristo total llama san Agustín al Hijo del hombre, en cuanto complementado por la humanidad de su Iglesia).
La hostia divina en nuestras manos y en nuestro corazón, ofrenda pura y trascendente, inmune a la injuria de nuestros sentimientos beatos y de nuestras teologías apócrifas, garantiza el acceso de todos los miembros de la Iglesia, sacerdotales, al Dios que es: “La sangre de Cristo, que se ofreció sin mancha a Dios por el Espíritu eterno, purificará vuestra consciencia de obras muertas, a fin de que rindáis culto [acepto] al Dios viviente” (Hebr. 9, 14). Y así se corona, con la ofrenda de todo el Cuerpo místico, la infalibilidad misericordiosa y gloriosa de un poder consagratorio que llega a “trocar las piedras en hijos de Abraham” (Mat. 3, 9).
La resurrección del Señor ha sido definida como “el sello puesto por Dios al sacrificio de la cruz para significar que lo ha aceptado” — the stamp of God's approval[13].
Trátase de una vice-verdad. La verdad propia es que el sacrificio de la cruz termina naturalmente en la resurrección, a causa de que tanto el Sacrificante como la Hostia son divinos. Dios, que no puede querer morir sino para ministerio de vida, está imposibilitado de asumir la muerte sin vencerla: “Por esto me ama mi Padre, porque Yo doy mi vida para volverla a tomar. Nadie me la quita, sino que Yo por mí mismo la doy. Poder tengo para darla; y poder tengo para tomarla otra vez. Tal es el mandato que recibí de mi Padre” (Juan 10, 17-18). Tal es la causa y el orden de nuestra propia resurrección.
He ahí, en síntesis muy sumaria, cómo se cumplen las notas de único, divino y divinizador, en el sacerdocio del Cristo total.
El verificar la nota de eterno puso más de una vez en apuros a quienes, convencidos de que el sacerdocio no subsiste donde no producen actos renovados de oblación ritual, se despistaron buscando por el Cielo una actividad que corresponda, simétricamente, a los ritos sacrificales de la Nueva o de la Antigua Ley[14].
La ceremonia religiosa, con su lenguaje de semejanzas y de símbolos, es necesaria a la vida pública de los hombres in statu viae. Mientras peregrinamos en la tierra, hacia el Canaán y la Jerusalén celestes (nostálgicos de una esclavitud harta de ajos y cebollas; nauseosos del pan del espíritu, demasiado leve; decepcionados de una libertad más noble que nosotros), no podemos prescindir de ese reajuste común cuotidiano, en el que por un momento, al menos, nuestra hambre de ser purifica y ordena sus apetitos ante la majestad del Único que es[15].
Todo don de sí mismo, en este mundo, cuanto más hondo origen tiene, y más íntima hondura desea conseguir —las bellas artes lo atestiguan — tanto mejor calidad y mayor elocuencia de signos reclama. Pero a la luz manifiesta de Dios, consumada una vez para siempre nuestra voluntad de sacrificio; expreso en nuestra conciencia el sometimiento al Amor que nos crea y nos diviniza; patentes al intelecto de los espíritus y de las almas bienaventurados aquella consumación y este amén incesante, cesan todos los símbolos y todo ministerio.
Después de la resurrección universal, levantados el polvo y la ceniza del Cuerpo místico a un nuevo modo de ser y de existir, en el que, poco o mucho, el bien que hicimos tiene su parte activa — “opera enim illorum sequuntur illos” (Apoc. 14, 13) — el esplendor de cada uno de nuestros mundos personales será más religioso, incomparablemente, que las cosas, figuras, ceremonias y voces vicarias con que hoy se expresa nuestra intención sacrifical.
La donación recíproca (de Dios al hombre, del hombre a Dios), que el ministerio sacerdotal mantiene viva en la Iglesia peregrinante, por mediación del Verbo humanado, subsistirá en la gloria; y subsistirá sin reticencia alguna; y sin que la divinización de lo humano haya de remover óbice alguno. Dios seguirá siendo nuestra ofrenda en la integridad inteligible y visible de su Cuerpo y de su sangre. Y nosotros, consanguíneos de Dios por efecto del pan y del cáliz eucarísticos, seremos la misma ofrenda de sus misas, bajo mejor especie que las del trigo y de la vid.



[1] Prat, F. S.J.: La théologie de Saint Paul, I, lib. VI, c. II, p. II, n. 1, Paris 1920, 445 y 446.
Traducción: “El autor de la Epístola no habla del sacerdote en general. No se pregunta lo que hubiera sido el sacerdote en el estado de natura, ni lo que sería si la humanidad no hubiera caído. Su mirada no sale de las realidades actuales y no pasa el horizonte bíblico”.

[2] Ibid. 447.
Traducción: “(Jesucristo) se encarnó porque no le agradaron más los sacrificios del rito aarónico”.

[3] Mt. 16, 3.

[4] Prat, F. op. cit., 447.
Traducción: “Jesucristo vino pues a la tierra para borrar los pecados”.

[5] Heb. 2, 10.

[6] “Eso haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo” (Juan 14, 13). “Yo te he glorificado en la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar” (Juan 17, 4). “Por los que tú me diste: porque son tuyos, y todo lo tuyo es mío, y yo he sido glorificado en ellos” (ibid., 17, 10). “En esto será glorificado mi Padre, en que llevéis fruto abundante” (ibid., 15, 8). “Así ha de lucir vuestra luz ante los hombres, para que viendo vuestras buenas obras glorifiquen a vuestro Padre, que está en los cielos” (Mat. 5, 16).

[7] “Porque no medidamente da el Espíritu” (Juan 3, 34). “Y se llenaron todos del Espíritu Santo” (Hechos 2, 4). “Derramaré de mi Espíritu sobre toda carne” (ibid., 2, 17).

[8] Hechos 3, 15.

[9] “Resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre” (Rom. 4, 4).

[10] Col. 1, 18.

[11] “Los conceptos de la mejor revelación, el mejor sacerdocio, la alianza mejor y el mejor sacrificio, resumen la epístola [a los Hebreos]; y la idea de consumación compendia toda la teología de la carta” (Leonard W. A Catholic Commentary on Holy Scriplure, Edinburgh 1953, ad Hebr. 2, 10).

[12] Jn. 10, 30; 17, 11.21-22.

[13] Sanday-Headlam, Romans, Edinburgh, 1911, 116.

[14] Cf. (muy instructivo, a ese respecto) Salmanticenses, Cursus theolog., De incarnatione, pars IV, ed. Parisiis-Bruxellis-Genevae 1881, XVI, 361-369.

[15] Ni aún por mezquinas razones de orden pragmático, y en el caso de un ordenamiento social conforme a la pura naturaleza (que nunca existió, y que hoy serla, por extra-cristiano, inevitablemente perverso) se hubiese podido prescindir del culto público a Dios. Sin ese vértice común supra-terreno, que ninguna idolatría por muy refinada que sea (Cultura, Ciencia, Arte, Humanidad), consigue suplir, imposible que los elementos básicos materiales necesarios a la laicidad temporal de los hombres se mantengan unidos en orden y en obediencia. Esos elementos son de suyo anárquicos; y al emanciparse de nuestra realeza sacerdotal, nos esclavizan. La historia de nuestros desórdenes y catástrofes sociales, desde Adán hasta hoy, es la historia de nuestros pecados contra el sacrificio.