martes, 12 de febrero de 2013

La Iglesia Católica y la Salvación, Cap. IV (III de III)


El acto de fe divina es completamente necesario a fin de que el hombre pueda convertirse a Nuestro Señor, en quien solamente se encuentra la salvación. De “Nuestro Señor Jesucristo” fue que San Pedro dijo: “Y no hay salvación en ningún otro. Pues debajo del cielo no hay otro nombre dado a los hombres por medio del cual podemos salvarnos”[1].
Pío IX propuso esta oración y esta obra que compete a los Obispos de la Iglesia Católica como algo que tenía que ser hecho por caridad. En efecto, es esencialmente obra desta virtud. La caridad es el amor de amistad sobrenatural hacia Dios, un amor que necesariamente lleva con él el amor por nuestro prójimo basado sobre este afecto para con Dios. El amor de amistad hacia Dios incluye necesariamente un sincero deseo de hacer su voluntad. Ahora bien, la voluntad de Dios es que todos los hombres se salven. En la Primer Epístola a Timoteo leemos de Dios nuestro Salvador que “quiere que todos los hombres sean salvos y lleguen al conocimiento de la verdad”[2].

Objetivamente, pues, una persona está haciendo la obra de caridad cuando trabaja y reza para que sus prójimos acepten la revelación pública divina, entren y permanezcan en el vero reino sobrenatural de Dios sobre la tierra, y lo prepara para la posesión y goce de la Visión Beatífica. Esta obligación es mayor en aquellos a quienes Nuestro Señor ha hecho responsables por el bienestar espiritual de sus prójimos, los miembros del colegio apostólico. Los Obispos de la Iglesia Católica, bajo la dirección del Obispo de Roma, el sucesor de San Pedro, constituyen este colegio apostólico. Tanto la justicia como la caridad exigen que estos hombres trabajen y rueguen tanto como puedan por el cumplimiento deste fin. Esta es la obligación de la que habló Pío IX en la Singulari quadam.
Es esencial a esta tarea el esfuerzo de traer a los hombres dentro de la Iglesia y a que permanezcan dentro délla. El Santo Padre ya había recordado el hecho de que es un dogma que nadie puede salvarse fuera de la Iglesia Católica. Sería peor que un sinsentido imaginarse que uno puede trabajar por la salvación de los hombres sin intentar influenciarlos a fin de que entren y permanezcan dentro del Cuerpo Místico de Cristo.
Así, pues, en el último párrafo de la sección de la Singulari quadam que trata de la necesidad de la Iglesia Católica, el Santo Padre trae a la memoria la íntima conexión entre este dogma y la natura misionaria de la Iglesia. La Iglesia Católica, en razón de la caridad que forma la parte más importante de lo que los antiguos teólogos llamaban los lazos internos o espirituales de unión dentro délla, no tiene otra opción más que trabajar con toda sus fuerzas a fin de influir en los hombres para que vengan y permanezcan dentro délla, de forma tal que dentro délla puedan alcanzar las eternas alegrías de la Visión Beatífica. La Santa Iglesia trabaja siempre y necesariamente por la gloria de Dios, que se ha de alcanzar con la salvación de aquellas almas por quienes murió Nuestro Señor en la Cruz. Por divina institución, y definitivamente no en razón de algún movimiento de la Iglesia en cuanto tal, la salvación eterna es posible sólo para aquellos que mueren de alguna forma “dentro” de la Iglesia Católica. De aquí que al trabajar para adquirir su último fin, la Iglesia necesariamente y siempre busca los medios necesarios para la obtención dese objetivo.
En este mismo párrafo se encuentra una de las observaciones más profundas, en lo que respecta a la necesidad de la Iglesia para la salvación, que pueda verse en cualquier otro documento pontificio. Después de insistir en el deber de los Obispos de la Iglesia para hacer todo lo que está a su alcance a fin de traer la salvación a los hombres, el Soberano Pontífice recordó a sus oyentes que “no se ha acortado la mano del Señor [Is. 59, 1] y en modo alguno han de faltar los dones de la gracia celeste a aquellos que con ánimo sincero quieran y pidan ser recreados por esta luz”. Así pues, enseñó que la obra de la salvación y de la conversión a la Iglesia Católica corresponden definitivamente a la gracia divina. Aquel que trabaja para Nuestro Señor no debe imaginarse que los efectos de su trabajo dependen en última instancia, o incluso principalmente, de sus propias fuerzas e iniciativa. 
Los que son llamados a la Iglesia sólamente dentro de la cual se encuentra la salvación son llamados, en primer lugar, por la gracia divina. Si corresponden a ella, y sinceramente desean (aunque sea sólo implícitamente) entrar en la Iglesia, y si expresan ese deseo o intención en el acto efecto e infalible de la oración cristiana, Dios le va a conceder tanto la entrada en la Iglesia como la salvación que desean.
Debe tenerse presente que la influencia de la gracia actual que Dios en su misericordia concede a los hombres está dirigida siempre hacia la obtención de la Visión Beatífica. Aquel que no posee la virtud de la fe y que está en estado de pecado es conducido por fuerza de la gracia a hacer un acto de fe, a temer de Dios, a esperar en Él como a su propio bien del que gozará por siempre, a comenzar a amarlo, y así alejarse del pecado por medio desa penitencia que viene antes del bautismo, a decidirse a enmendar su vida, y a ser bautizado, y así entrar en la vera Iglesia. Una vez que el hombre está dentro de la Iglesia y en estado de gracia, la fuerza de la gracia divina lo obliga a una perfección cada vez más intensa. Si el hombre continúa a corresponder a estas gracias, va a alcanzar, en última instancia, la salvación.
Si llegara a pecar después de recibir el bautismo, la dirección de la fuerza de la gracia es hacia la recepción de la absolución en el sacramento de la penitencia, y, por supuesto, a la contrición, confesión y satisfacción que pertenecen al sacramento. En todo caso el impulso de la gracia actual lo conduce a la salvación y a los medios necesarios para la obtención de la salvación que el hombre sobre el cual trabaja la gracia no ha usado o poseído hasta entonces. Para aquel que está completa y esencialmente “fuera” de la Iglesia, la fuerza de la gracia va a influenciarlo para que entre en esta sociedad.
La correspondencia a la gracia, que hizo que el hombre creyera en Dios y esperara en Él, lo llevará a pedir a Dios el don de la salvación y de los medios necesarios de los que todavía carece. Ahora bien, la oración ofrecida por la salvación de uno mismo y por los dones necesarios para la obtención de la salvación es infaliblemente eficaz cuando es sincera, piadosa y perseverante. Así, cuando la persona muere sin poder ser miembro de la Iglesia por medio de la recepción del bautismo o una reconciliación canónica con la Iglesia, su oración sincera, perseverante, y piadosa por su salvación y por la entrada a esta sociedad va a ser atendida por Dios. Contrariamente a las insinuaciones y afirmaciones de los indiferentistas contra los cuales se dirigió la Singulari quadam, ninguna de sus creaturas puede superar a Dios en generosidad. Los que corresponden a las gracias que les ofrece, han de recibir la respuesta a sus oraciones.
Esta es, pues, la enseñanza que Pío IX exigió a los Obispos de la Iglesia Católica para que dieran a su pueblo, a fin de mantener lejos de las mentes desos pueblos las falsas doctrinas que pueden arruinar sus vidas espirituales.
La Singulari quadam da las siguientes enseñanzas en forma mucho más clara y explícita que las declaraciones eclesiásticas previas sobre la necesidad de la Iglesia para la salvación:

1) Es un funesto error imaginarse que pueda haber esperanza de salvación para las personas que están muertas y que no han entrado en modo alguno a la Iglesia durante sus vidas.

2) El dogma de que no hay salvación fuera de la Iglesia Católica no se opone en modo alguno a la verdad de que Dios es completamente misericordioso y justo.

3) La doctrina de que nadie puede salvarse fuera de la Iglesia Católica es una verdad revelada por Dios por medio de Jesucristo, y es una verdad que todos los hombres deben creer con asentimiento de fe divina. Es un dogma Católico.

4) La ignorancia invencible, de la vera Iglesia o de cualquier otra cosa, no es considerado por Dios como pecado. El dogma de que fuera de la Iglesia no hay salvación no implica en modo alguno que la ignorancia invencible es un pecado.

5) Es un error impío y mortífero sostener que la salvación puede obtenerse en cualquier religión.

6) No cae dentro de nuestra competencia o de nuestros derechos indagar los modos en que la misericordia y justicia divinas operan en un caso particular de una persona que ignora la vera Iglesia o la vera religión. Veremos cómo han operado estos divinos atributos a la luz de la Visión Beatífica.

7) Es obligación de la Iglesia trabajar y rezar para que todos los hombres obtengan la salvación dentro de la Iglesia.

8) Dios nunca se deja vencer en generosidad. Quien se acerca a Él nunca será abandonado. De hecho el movimiento hacia Dios, al igual que todas las cosas buenas, vienen de Dios mismo.


[1] Hech. 4, 12.

[2] I Tim. 2, 4.