martes, 31 de diciembre de 2013

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Segunda Parte, Cap. VIII (I Parte)

VIII

MODOS DE LAS OPERACIONES JERÁRQUICAS

En nuestras jerarquías todo es divino. La vida divina estaba en el seno del Padre y se nos ha manifestado (I Jn I, 2). La hemos visto en el magisterio de la doctrina, en el ministerio que santifica, en la autoridad que rige. La hemos visto producir en todos los canales de la jerarquía los poderes que le son propios, el orden y la jurisdicción.
Así todo está pronto: estos canales, por los que circula la vida, están rebosantes y prontos a derramarla, y ella misma va a declararse por las admirables operaciones que estudiaremos en una y otra jerarquía, en la Iglesia universal y en la Iglesia particular.
Pero así como nuestras jerarquías imitan la sociedad divina, así también sus operaciones imitan la operación divina: hay que esclarecer esta verdad, que reclama toda nuestra atención.

Modos de las operaciones divinas.

Dios opera por su Verbo, que es su Cristo. Le comunica toda operación que viene de Él. Le muestra, dice el Evangelio, las obras que hace, y el Hijo las hace igualmente (Jn V, 19-20), y el Espíritu Santo, que es el nudo de la eterna unión del Padre y del Hijo, les está asociado en todas sus obras por esa cualidad misma, que es propiedad de su persona. No hay entre ellos una operación análoga a la que vemos entre los hombres donde la acción puede dividirse entre varios, donde cada uno de los asociados aporta y pone en común su parte, y donde la acción total resulta del concurso, imperfecta si viene a fallar alguno de los asociados.
Las personas divinas operan en la manera en que son, y como su potencia, que es su esencia misma, es indivisible, su operación no se puede repartir.
La operación es primeramente toda entera del Padre, que la comunica sin división al Hijo; es también toda entera del Espíritu Santo. El Padre es su primer principio con respecto al Hijo, que la recibe de Él. Pero como el Hijo no puede operar sino por cuanto recibe del Padre, el Padre tampoco puede operar sin comunicar al Hijo la totalidad de la operación, de modo que no se puede ni separar a las personas ni invertir el orden que hay entre ellas, ni tampoco hacer que la acción se divida entre ellas y les pertenezca por partes distintas. Por ello el concilio de Letrán definió que el mundo, obra de Dios, fue creado por las personas divinas como por un solo principio[1]. La operación es, entre las tres personas, una como la esencia.
Esta unidad necesaria constituye el fondo de lo que se llama la circumincesión de las personas divinas.

domingo, 29 de diciembre de 2013

El Propietario vigilante por Thibaut

  
La Parábola del Propietario Vigilante

En el interesantísimo libro del P. Thibaut[1], lleno de excelentes ideas, encontramos estas palabras:

El decorado evangélico es también de una extrema sobriedad; a menudo hay falta o insuficiencia de información sobre el cuadro local, temporal o personal de las logia (palabras)… la mayoría de las cuales fueron en su momento palabras ocasionales, perfectamente adaptadas a los oyentes del momento y sacando de sus preocupaciones o de su situación un complemento de significación de ninguna manera despreciable… Por ahora un ejemplo sugestivo será suficiente… Se trata de la pretendida parábola del Propietario vigilante (Mt. XXIV, 43; Lc XII, 39). Generalmente se la interpreta como una sentencia general, sin dependencia del tiempo, lugar o personas. “Comprended bien esto, porque si supiera el amo de casa a qué hora de la noche el ladrón había de venir, velaría ciertamente y no dejaría horadar su casa.” Es, se dice, un modelo de vigilancia que Cristo propone acá a los discípulos, como lo muestra lo que sigue: “Por eso, también vosotros estad prontos, porque a la hora que no pensáis, vendrá el Hijo del Hombre”. Nosotros somos de una opinión completamente opuesta: “el logion es una lección de cosas y no toma su vero sentido más que en el cuadro real que lo ha provocado. Jesús pasa con sus discípulos ante una casa cuya muralla horadada denuncia el éxito de un ladrón nocturno; aprovecha la ocasión para ilustrar la seca comparación que se encuentra en otros lugares: “El Hijo del hombre vendrá como un ladrón” (I Tes. V, 2; II Ped. III, 10; Apoc. III, 3; XVI, 15). Señalando con el dedo: “Sabedlo bien, les dice, porque si el dueño de casa hubiera sabido la hora de la venida del ladrón, hubiera vigilado y no hubiera dejado horadar su casa” (como lo veis).[2] Lo que el logion pone de relieve no es, en absoluto, la vigilancia del propietario; la muralla horadada prueba, por el contrario, que el desgraciado no ha vigilado para nada, sino que ha sido víctima de la sorpresa. Y bien es esta sorpresa, sobre la cual los discípulos tienen ahora un sentimiento muy vivo, la que les debe servir de lección. El Hijo del hombre vendrá en efecto como un ladrón, y al igual que el dueño de la casa horadada, ignorarán la hora de Su venida. No hay más que un medio, uno solo, de no ser tomado de improviso y es el de estar siempre listos...”[3].

Estas palabras prueban, entre otras cosas, que este pasaje de San Mateo, insertadas en su Discurso Parusíaco, no fueron dichas en el Monte de los Olivos sino en otra ocasión y traídas a colación por el Evangelista en razón de la materia. Sobre este modo de componer el Evangelio ya hemos hablado algo en nuestro estudio sobre el Discurso Parusíaco y allí nos remitimos.

Vale!





[1] Le sens des paroles du Christ, Desclée, 1940.

[2] El hecho de que los verbos saber (ᾔδει), vigilar (ἐγρηγόρησεν) y dejar (ἀφῆκεν) estén en pluscuamperfecto y no en subjuntivo como quieren Straubinger, Bover, Crampon, etc. (que además omiten el “hubiera vigilado” en el pasaje de San Lucas) es un interesante indicio que confirmaría la exégesis del ilustre jesuita.

[3] Pag. 24-25. Texto levemente modificado. 

sábado, 28 de diciembre de 2013

Espiritualidad Bíblica por Mons. Straubinger, Apéndice (I de II)

EVANGELIO Y CATEQUESIS

I

Reimplantada la enseñanza religiosa en nuestro país, los catequistas prestarán singular actualidad al nutrido estudio bíblico doctrinal que nos complacemos en ofrecer a continuación:
El conocimiento del Evangelio es indispensable en toda verdadera catequesis católica, simplemente porque no puede haber crecimiento en las virtudes sin crecimiento en la gracia y en la fe; y la fe consiste en conocer a Dios tal como El se ha revelado en los dos Testamentos, especialmente en el Evangelio de Jesucristo.
Muchos católicos, y tal vez no pocos catequistas, descuidan el uso del Evangelio, porque desestiman la importancia del Libro de la Revelación divina como base de la catequesis y de toda vida cristiana. ¿Acaso podría ser dura la sublime doctrina del Crucificado que por el precio de su Sangre nos hizo capaces de la santidad?
Este miedo se explica por la propaganda protestante de los Libros Santos, a cuyo contacto se suele atribuir las herejías, siendo precisamente que ellas sólo pueden mantenerse por la ignorancia de las Escrituras. El día en que todos los católicos, obedeciendo a las reiteradas enseñanzas de los Sumos Pontífices, usen el Evangelio, "fuerza divina para la salvación de todos los creyentes" (Rom. I, 16), y empuñen la espada de la Palabra de Dios, eficaz y más penetrante que toda espada de dos filos (Hebr. IV, 12), la Verdad traída por Jesucristo al mundo triunfará sobre todos los errores.
Sería insensato dejar un remedio y más aún si es de vida eterna - porque alguno lo haya adulterado culpablemente, ya que el mal nunca puede atribuirse al remedio, sino que el mal está en la perversa adulteración.

viernes, 27 de diciembre de 2013

Las LXX Semanas de Daniel, VI, La última Semana.

En los artículos anteriores casi no hemos hablado de la septuagésima semana, con lo cual será bueno dedicarle aunque más no sea unas cuantas palabras.
Como ya lo hemos dicho, la profecía de Daniel es una profecía judía y el cómputo de la misma avanza cuando Israel es pueblo de Dios y se detiene cuando deja de serlo. Evidentemente estamos en la etapa en la cual el tiempo no avanza.
Sin embargo, el versículo 27 claramente anuncia el comienzo del recuento de la última semana que estaba faltando, cuando dice:

“El confirmará el pacto con muchos durante una semana…”.

Sin dudas aquí está nombrada la septuagésima semana que había quedado en suspenso tras el rechazo del Mesías.

Veamos:

¿Cuándo tendrá lugar el comienzo de la misma?

La respuesta, a esta altura, es bastante simple: la septuagésima semana comienza con la conversión de los judíos. Pero es sabido por todos que los judíos no se convierten sino hasta que venga Elías. Ergo, la septuagésima semana comienza con la venida de Elías y la conversión parcial de los judíos.

Esto se puede apreciar sin problemas por el análisis de las palabras del versículo en cuestión:

“Él confirmará el pacto con muchos…”.

Aquí surgen varias dudas:

I) ¿Quién es “Él”?

martes, 24 de diciembre de 2013

La restauración de Israel, por Ramos García (V de XIII)

Diametralmente opuesta a la tesis milenista de los dos juicios es la explicación corriente en teología del juicio único, estilizado en el llamado juicio final, la cual comenzó por ser tímidamente antimilenaria y acabó por ser francamente antimilenista, sin necesidad ninguna, y aun contra toda buena razón, como veremos luego, reconociendo de paso las benemerencias de esta posición.
Ejemplar, en efecto, la oposición de los teólogos a las groserías con que hombres heréticos o despreocupados contaminaron el reino milenario, groserías que los mismos Padres milenarios son los primeros en impugnar. Razonable su actitud, contraria a la presencia visible de Cristo rey y de los Santos correinantes en el reino, origen de tantas fantasías, que ni aún algunos Santos acertaron a esquivar. Digna de respeto su opinión en declararse, si así les place, contra toda clase de presencia, sea visible o invisible, de Cristo y de los Santos en el reino, traduciendo oportunamente el adventus personal en un mero interventus providencial, según un modo de hablar no extraño a la Escritura. A la verdad, son innumerables los casos en que el sagrado texto describe un mero interventus divino como un verdadero adventus (parusía) del Señor con todos los caracteres de la parusía escatológica. Vayan algunos ejemplos: Tenéis un caso típico en el Salmo XVII, donde David describe el interventus divino en su favor como un verdadero adventus de estilo escatológico: Commota est, et contremuit terra; fundamenta montium conturbata sunt, et commota sunt: quoniam iratus est eis. Ascendit fumus in ira ejus, et ignis a facie ejus exarsit; carbones succensi sunt ab eo. Inclinavit cælos, et descendit, et caligo sub pedibus ejus. Et ascendit super cherubim, et volavit; volavit super pennas ventorum… Misit de summo, et accepit me; et assumpsit me de aquis multis. (Ps. XVII, 8-11.17[1]).
Del mismo tipo es la decripción dada por Isaías del interventus divino en Egipto: Ecce Dominus ascendet super nubem levem et ingredietur in Aegyptum et commovebuntur simulacra Aegypti a facie ejus (Is. XIX, 1[2]). Descripciones semejantes del interventus proyidencial bajo la imagen del adventus personal las hallaréis por doquier en la Escritura, en Isaías, Sofonías, etc.
Para defender la pureza de la verdad revelada, esto pudo y debió bastar a los teólogos, sin empeñarse, contra toda probabilidad, en negar la existencia misma del futuro pacífico milenio, desarticulando y dislocando lo que está bien articulado en la Escritura, es a saber, que Cristo ha de venir (o intervenir), para establecer la justicia entre los vivos con el juicio universal de las naciones y mantener luego esa justicia con el reino subsiguiente, y como secuela de la justicia social, la paz y el honesto bienestar común, tantas veces anunciado y prometido.

lunes, 23 de diciembre de 2013

Espiritualidad Bíblica por Mons. Straubinger. Cuarta Parte: Escatología, cap. VI

Nota del Blog: el interesantísimo capítulo V "El Problema judío a la luz de la Sagrada Escritura" ya había sido publicado con anterioridad AQUI.

ANTICREACION

Meditación apocalíptica sobre la bomba atómica.

I

La bomba atómica parece ser un fenómeno del Apocalipsis opuesto al primer capítulo del Génesis.
No solamente es, como las otras y más que ellas, arma de destrucción, y en tal sentido resulta un instrumento del mal y del rencor contrario a la caridad entre los hombres, sino que constituye también, en sí misma, un producto de la disgregación y desintegración, o sea de Anticreación.
Dios, al crear ex nihilo, con la omnipotencia de su palabra, encerró la fuerza en la materia, según lo descubrieron los físicos. Ahora esa energía cambia el signo, y, en vez de congregar, disgrega. Y al disgregar produce la más increíble fuerza de destrucción. Cristo, el Verbo, "por quien fueron hechas todas las cosas" (Rom. I, 5) podría aplicarle su palabra: "El que no recoge conmigo, dispersa" (Luc. XI, 23).
En la naturaleza, aunque caída mal de su grado junto con el hombre (Rom. VIII, 20 ss.), y en la tierra, aún maldita a causa del pecado, subsiste en la esencia misma de las cosas ese principio de atracción que es la cohesión de los átomos, sin la cual nada podría existir. Las cosas parece que se aman en cierta manera, decía San Agustín. Y he aquí que ahora hemos llegado a destruir ese principio, que llamaríamos vital de la materia. Antes se descubrió la destrucción de la vida, y no ya sólo en los actos de guerra, imitación perfeccionada de Caín y fruto de rivalidad como los de éste, sino la supresión de la vida humana en su mismo germen, gracias al anticoncepcionalismo neomaltusiano, que hoy ya parece una virtud social a fuerza de difundido y confesado sin rubor, y que permite deshacerse de los hijos que Dios manda, sin necesidad de arrojarlos al fuego de Moloc (cfr. Lev. XX, 1 ss.). Pero recordemos, en honor de aquellos idólatras, que esto lo hacían con la idea de purificarlos, no de suprimirlos (cfr. Deut. XVIII, 10).


II

Volviendo a la bomba atómica, observamos que más bien podría llamarse antiatómica, porque la voz griega a-tomos quiere decir precisamente lo que no se puede dividir, y he aquí que ahora no sólo se lo divide, sino que se lo desintegra, para que, a su vez, sea la mayor fuerza de destrucción y devastación. Se la ha definido solemnemente como "la dominación del poder básico del universo, la fuerza de la cual el sol extrae su poder".
Según esto, el descubrimiento no sería menor que la realización del mito de Prometeo, quien intentó robar el fuego del cielo. Pero subsiste la diferencia fundamental en el terreno del espíritu, y es que la bomba, manejada por el hombre, trae la muerte, en tanto que el sol, manejado por el Creador, trae la vida. La Biblia lo llama "ese admirable instrumento, obra del Excelso. . . una fragua que se mantiene encendida para las labores que piden fuego muy ardiente” (Ecli. XLIII, 2 s.). Y dice también que “no hay quien se esconda de su calor" (Salmo XVIII, 7).
No dudamos que, en cuanto al progreso industrial, el asombroso invento podrá brindar en el tamaño de un dedal, energía suficiente para que una locomotora dé varias veces la vuelta al mundo. Pero no podernos menos de recordar las palabras de León Bloy que ante otra gran conquista de la ciencia: el avión (que es quien hoy arroja las bombas), trató de imbécil a un escritor que veía en ello el triunfo de la fraternidad que suprimiría las fronteras entre las naciones, y previó claramente —aunque no en todo su horror— que los hombres harían todo lo contrario y convertirían el avión en el más mortífero auxiliar de la guerra. Los acontecimientos han justificado el pesimismo de Bloy, como lo muestran las ciudades destruidas en el corazón de la cultura europea.


III

Aunque hoy pudiéramos prescindir del momento histórico candente de pasiones, en que aparece el nuevo invento, sirva tal antecedente para no soñar que el poder de la bomba, por ser tan grande, hará imposible las guerras. El Apocalipsis que es muy poco "humanista" porque es totalmente "divinista", nos muestra varias veces que los hombres sufrirán las plagas más atroces, pero no cambiarán, porque “el resto de los hombres, los que no fueron muertos con esas plagas, ni aún así se arrepintieron de las obras de sus manos... ni de sus homicidios, ni de sus hechicerías, ni de su fornicación, ni de sus latrocinios" (Apoc. IX, 20 s.); "y se mordían de dolor las lenguas y blasfemaron del Dios del cielo a causa de sus dolores y de sus heridas, mas no se arrepintieron de sus obras" (ibid. XVI, 10 s.).
La filosofía materialista no podrá menos de batir palmas ante este tiempo de la materia vivificada en energía. Pero es energía de muerte. También Satanás es un gran poder, y su agente, el Anticristo, hará toda clase de milagros y falsos prodigios para engañar "a los que se pierden por cuanto no recibieron el amor de la verdad para ser salvos" (II Tes. II, 9 s.).

Aparentemente podría significar un progreso de la materia inerte, esta monstruosa transformación en energía, que es más que un supervolátil. Pero no es, en manera alguna, una espiritualización de la materia, un triunfo del espíritu sobre la carne según lo que enseña la Escritura. Es un fenómeno que no sólo se mantiene en el puro orden físico, sino que, aun como tal, tiene ese sello terrible de anticreación, como si fuera, a manera de la rebelión de los ángeles, un supremo esfuerzo nihilista del Anti-Dios para que el mundo dejase de ser como Dios lo hizo.

domingo, 22 de diciembre de 2013

El Discurso Parusíaco IX: Respuesta de Jesucristo, IV.

Terminábamos el Artículo Anterior diciendo que restaba por analizar las “repeticiones” de San Lucas en XXI, 12-15 y XII, 11-12 por un lado y en XXI, 8 y XVII, 23 por el otro, pero creemos que la respuesta es simple: no son repeticiones.

1) Veamos primero los textos, como de costumbre:

Lucas XXI

12 "Pero antes de todo esto, os prenderán; os perseguirán, os entregarán a las sinagogas y a las cárceles, os llevarán ante reyes y gobernadores a causa de mi nombre;
13 esto os servirá para testimonio.
14 Tened, pues, resuelto, en  vuestros corazones no pensar antes cómo habéis de hablar en vuestra defensa,
15 porque Yo os daré boca y sabiduría a la cual ninguno de vuestros adversarios podrá resistir o contradecir.

Lucas XII

11. Cuando os llevaren ante las sinagogas, los magistrados, y las autoridades, no os preocupéis de cómo y qué diréis para defenderos o qué hablaréis.
12. Porque el Espíritu Santo os enseñará en el momento mismo lo que habrá que decir".

Mateo X

17 Guardaos de los hombres, porque os entregarán a los sanedrines y os azotarán en sus sinagogas,
18 y por causa de Mí seréis llevados ante gobernadores y reyes, en testimonio para ellos y para las naciones.
19 Mas cuando os entregaren, no os preocupéis de cómo o qué hablaréis. Lo que habéis de decir os será dado en aquella misma hora.
20 Porque no sois vosotros los que hablareis, sino que el Espíritu de vuestro Padre es quien hablará por medio de vosotros.

Marcos XIII

9 Mirad por vosotros mismos; porque os entregarán a los sanedrines, y seréis flagelados en las sinagogas y compareceréis ante gobernadores y reyes, a causa de Mí, para dar testimonio ante ellos.
10 Y es necesario primero que a todas las naciones sea proclamada la Buena Nueva.
11 Más cuando os lleven para entregaros, no os afanéis anticipadamente por lo que diréis; sino decid lo que en aquel momento os será inspirado; porque no sois vosotros los que hablaréis, sino el Espíritu Santo.

sábado, 21 de diciembre de 2013

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Segunda Parte, Cap. VII, (V Parte).

El sacerdocio único y perpetuo de Jesucristo.

Antes de coronar este estudio conviene que nos remontemos con el pensamiento a aquel que es el principio y la fuente de toda autoridad y de toda acción sacerdotal en la Iglesia, a su pontífice supremo, Jesucristo, en quien se hallan reunidas, como en su origen, las diferentes potencias que acabamos de distinguir.
Pero en Él cesan y se borran estas distinciones: aquí todo es uno y ya no hay lugar de hacerlas sino por cuanto nos afectan.
Su pontificado, en efecto, a causa de su perfección, no puede admitir en sí mismo la separación de la potencia y del acto. En él, el orden y la jurisdicción no pueden nombrarse separadamente; todo en Él es simple y actual, todo eterno y sin deficiencia.
A pesar de todo, en este pontificado es donde están incluidas esencialmente todas las potencias del orden y todas las actualidades de la jurisdicción, como también de él descienden estas potencias y estas actualidades a los grados inferiores.
Y precisamente por no poderse separar en Él el acto y la potencia, el orden y la jurisdicción, es por lo que no hizo derivar de Él mismo dos jerarquías esencialmente distintas e instituidas separadamente, una de orden y otra de jurisdicción, separadas por  su naturaleza y reuniendo accidentalmente o por pura conveniencia en los mismos sujetos las potencias que les pertenecen, sino una sola jerarquía que comienza con el orden y acaba con la jurisdicción.
Porque Él mismo no tiene dos pontificados, un pontificado de orden y un pontificado de jurisdicción, ni es por el primero cabeza de la jerarquía de orden, y por el segundo cabeza de la jerarquía de jurisdicción, sino que tiene un solo y único pontificado eterno, perfecto y que se basta por sí mismo. Estas separaciones acusan demasiado la imperfección y no se hallan sino en los elementos humanos e inferiores que Él asocia a su obra.
Instituyó, pues, una sola jerarquía sacerdotal cuyo diseño comienza con el orden y se consuma con la jurisdicción o, para emplear los términos antiguos, se consuma con la comunión jerárquica y el título, y en la que estos dos elementos del orden y de la jurisdicción tienen mutua conveniencia y correspondencia, como la potencia llama su acto y como el acto conviene a su potencia y le da su perfección.
Él mismo se mantiene en la cúspide de esta única jerarquía; su pontificado es la cabeza de la misma. Debajo de este pontificado se halla el episcopado; más bajo está el sacerdocio; finalmente el ministerio, es decir, el diaconado con los órdenes inferiores, está también comprendido en ella.
Él es el primero del orden sacerdotal, en quien el orden y la jurisdicción, el acto y la potencia están unidos indivisible y eternamente; mientras que en el obispo, por el contrario, como en el sacerdote y en el ministro, aparece la distinción con las deficiencias de la criatura, pudiendo faltar el acto y mantenerse la pura potencia.

jueves, 19 de diciembre de 2013

La restauración de Israel, por Ramos García (IV de XIII)

II. El Esquema escatológico: ¿dos juicios o uno solo?

SUMARIO. Actuación conjunta del sacerdocio y la realeza mesianas, como expresión de la recapitulación de todas las cosas en Cristo. —Sucesión y complejidad en la actuación de la realeza: los dos juicios distintos y separados por el tiempo. —Lo razonable y lo irracional en la opinión contraria. —Apurando más las opiniones, distinguimos en el curso de la Iglesia dos etapas y dos metas. ¿Qué pensar del Milenismo?

Los principios, llamados a formar un todo natural, son conocidos ya por lo expuesto: son el sacerdocio y la realeza mesiana; aquél con sus humillaciones, ésta con sus glorias ulteriores.
Es propio del sacerdocio el procurar el orden divino o de los hombres para con Dios (quae sunt ad Deum), y de la realeza el orden humano, o de los hombres entre sí  (quae sunt ad hominem), y con ello la justicia social, la paz universal y el honesto bienestar humano, bienes del orden humano ciertamente, pero que sin condenar a nuestros bravos sociólogos, no podemos dar por opuestos a los del orden divino, siempre que se guarde entre ellos la subordinación debida, en conformidad con la norma evangélica: Quaerite primum regum Dei et justitiam ejus, et haec omnia adjicientur vobis (Mt. VI, 33; Lc. XII, 31).
Mas esa subordinación necesaria del orden e intereses humanos al orden e intereses divinos, no será nunca un hecho, ni se hará como conviene, mientras Cristo no mande eficazmente en ambos órdenes, con la plena actuación, no sólo de su sacerdocio, sino también de su realeza. Eso es lo que la profecía celebra insistentemente, y en todos los tonos, y lo confirma la historia universal con su experiencia secular ineludible.
Ahora bien, Cristo, que actuó ya plenamente en la Iglesia su potestad sacerdotal, para promover directamente los bienes del orden divino, no ha actuado aún plenamente en ella su realeza para promover de un modo análogo los bienes del orden humano, pues se inhibió voluntariamente de hacerlo, cuando dejó su ejercicio en manos del César (Mt. XXII, 21, par.) que la poseía por derecho natural.
Expresión de esa dejación (llamémosla así) es toda la conducta de Jesús durante su vida pública. Quieren alzarle por rey, esperando de Él la paz y el bienestar humano, y El se evade y esconde  (Jn. VI, 15), porque contra lo que ellos esperaban, no ha venido a traer la paz sino la guerra (Mt. X, 34; Lc. XII, 51); no ha venido a ser servido sino a servir (Mt. XX, 28, y par.)[1]; que no envió Dios a su Hijo al mundo para juzgarlo, sino para salvarlo (Jn. III, 17). Bien es verdad que delante de Pilato confiesa francamente que Él es rey, pero adelanta que su reino no es de este mundo, y así no tiene tropas y soldados que le guarden y defiendan (Jn. XVIII, 36.37). Y lo dicho de Cristo vale de su iglesia, que es como una expansión y prolongación suya; y por eso no es, ni puede ser, la Iglesia directamente responsable de las borrascas políticas y sociales de la Historia.
Pero Cristo no puede dejar indefinidamente en manos extrañas el ejercicio de un poder, que es suyo propio, como recibido del Padre por juro de heredad (Ps. II, 7 ss.) en beneficio de los hombres sus hermanos. Así, pues, como abocó ya a Sí el pleno ejercicio del sacerdocio, algún día abocará también a Sí el derecho de la realeza, lo cual implica necesariamente la evacuación de cualquier otro poder que no sea el suyo; y, es conclusión ésta prevista por S. Pablo.

lunes, 16 de diciembre de 2013

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Segunda Parte, Cap. VII, (IV Parte).

Unidad del poder jerárquico.

El orden, la comunión y el título no forman tres jerarquías independientes y yuxtapuestas. El acto y la potencia se corresponden, se reclaman mutuamente y se unen en la vida del cuerpo jerárquico. No hay sino una sola jerarquía de la Iglesia, incoada por la simple potencia del orden, acabada en su acto propio por la comunión jerárquica en la Iglesia universal, y apropiada por el título a la Iglesia particular.
Así la ordenación que hace entrar en la jerarquía, confiere en la plenitud de sus efectos el orden, la comunión y el título. La ordenación, aun ilegítima, confiere siempre el orden y sus meras potencias. La ordenación legítima confiere siempre la comunión, porque sitúa al que la recibe en la jerarquía de la Iglesia universal. El título puede, es cierto, no ser conferido en el momento de la ordenación legítima, y ésta puede no dar actualmente más que la sola comunión jerárquica en la Iglesia universal. Pero, en este caso, si el título es recibido por el sujeto posteriormente, o incluso si el título, después de haberse perdido, vuelve a ser recobrado por el sujeto, no deja - en cualquier época que sea conferido— de reposar en la comunión y en el orden y de remontarse así a la ordenación, como fruto tardío, pero contenido ya en germen en las ramas y en la raíz.
Puede incluso ser conferido antes de la ordenación y con vistas a ésta. En este caso obtiene su perfección y su solidez de la ordenación subsiguiente, de la que depende anticipadamente. Hasta entonces permanece precario, y por sí mismo se desvanecerá si no tiene lugar la ordenación.
Así el obispo elegido puede recibir la institución, es decir, la colación de su título, antes de su consagración episcopal; el sacerdote y el ministro pueden asimismo recibir la institución del título antes de la colación del orden y con vistas a éste. Más tarde serán ordenados para ese título recibido ya anticipadamente; y si falta la ordenación, vendrá el título a ser caduco. El derecho positivo ha determinado los plazos que tolera y el término que no puede rebasar el título sin anularse o recibir de la ordenación su fuerza y su  fundamento esencial[1].

domingo, 15 de diciembre de 2013

Espiritualidad Bíblica por Mons. Straubinger. Cuarta Parte: Escatología, cap. IV

LA BIENAVENTURADA ESPERANZA
(Tito, II, 13)


I

En el mundo moderno hay muchos pseudoprofetas, ocultistas, astrólogos y espiritistas, que hacen de la profecía un arte como Simón Mago y engañan a la gente crédula e incauta. En sus "profecías" se ocupan con preferencia de la suerte del mundo, su próximo porvenir y su fin, y no les falta auditorio; con lo cual se cumple lo que Jesucristo y los apóstoles señalaron como característica de la falsa profecía, mientras los verdaderos profetas siempre serán una voz en el desierto, es decir, desoídos, despreciados y perseguidos, y ninguno de ellos se hará multimillonario como aquel astrólogo de París, del cual dijeron los diarios que supo explotar con la misma habilidad la superstición y los bolsillos de sus clientes.
El mejor medio para librarse de estos pseudoprofetas consiste en leer la Sagrada Escritura, especialmente el Nuevo Testamento y las profecías del Antiguo, donde hay muchísimos vaticinios auténticos, escritos bajo inspiración divina y destinados a mantener la fe hasta los últimos tiempos; vaticinios tan olvidados, que los mismos judíos que actualmente vuelven al país de sus padres, no saben que con ello dan cumplimiento a las profecías del Antiguo Testamento.
Por eso dice el Eclesiástico: "El sabio se dedica al estudio de los profetas" (Ecli. XXXIX, 1) lo cual equivale a decir que los que no se dedican al estudio de las profecías divinas, no son sabios, sino necios que caen en las redes de los falsos profetas, astrólogos y demás explotadores de la credulidad humana.

sábado, 14 de diciembre de 2013

Restauración del Reino de Israel, por José Ignacio Olmedo

José Ignacio Olmedo, Restauración del Reino de Israel, U.C.A.I (Unión Católica Amigos de Israel), 1937, 49 pag. Con imprimatur.

Hace ya un par de semanas tuvimos el agrado de recibir de parte de uno de nuestros lectores este pequeño trabajo, tan difícil de conseguir como interesante. Como puede ya apreciarse por el título del libro, todo el ensayo está dedicado al estudio de un tema que, como de costumbre, ha sido interpretado en diversos sentidos.
El autor sigue la misma línea de interpretación que la que propugnaron grandes figuras como Lacunza, Ramos García, González Ruiz, Straubinger, etc.
Este ensayo, donde desfilan los principales autores de la época, es una apretada síntesis de los principales temas relacionados con la restauración de Israel, tal como podrá apreciarse por un mero repaso del índice:

I. — Excepción a las leyes de la Historia. II. — Indefectible conversión de Israel. III. — ¿Jerusalén ha dejado de ser hollada por los Gentiles? IV. — La Mujer del Apocalipsis es la nación judaica. V. — Misión de Elías. — La restauración del reino de Israel. VI. — El Anticristo. VII. — El día del Juicio no será un día sidéreo. VIII. — La conversión de los judíos salvación del mundo. IX. — Reconciliación de la antigua esposa de Dios. X. — El reino de Cristo en la tierra.

Dos cosas solamente queremos comentar sobre este ensayo:

1) Lo que llama inmediatamente la atención apenas uno tiene el libro en sus manos, es la Editorial encargada de la publicación deste trabajo: “Unión Católica Amigos de Israel”, cuyo logo, no menos sorprendente, consiste en una estrella de David con las letras JHS más la cruz sobre la “H” en medio (igual al logo de los Jesuitas), y rodeado por dos círculos donde se lee, hacia arriba: “Unión Católica Amigos de Israel” y hacia abajo: “Jesús hacia Sión”.
Casi no lo creeríamos si no lo viéramos con nuestros propios ojos. Desconocíamos hasta entonces la existencia deste grupo e ignoramos por completo si tenían alguna suerte de estatuto o algo parecido, como así también si llegaron a publicar algo más.

2) Hacia el final, después de dar la bibliografía, el Dr. Olmedo cita la obra de Lacunza, y luego de transcribir las conocidas palabras de Torres Amat sobre la obra del jesuita chileno, agrega (negritas nuestras):

En efecto, esta importantísima obra está incluida en el “Index”, no por herética, sino por ciertos detalles en su comentario, que ciertamente no afectan el fondo de la doctrina Kiliasta o milenaria. Esta origina su nombre del Capítulo XX, versículo 4 del Apocalipsis, tocante al reino de Cristo en la tierra durante mil años”.

Palabras que son un eco de lo que ya dijeron otros autores como Menéndez y Pelayo, Urzúa, Castellani y otros.


De más está decir que recomendamos vivamente esta obrita que bien puede servir de introducción a quien quiera tener una idea general de la cuestión.

viernes, 13 de diciembre de 2013

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Segunda Parte, Cap. VII, (III Parte).

Jurisdicción delegada.

Pero ¿cómo conciliar esta igualdad de los ministros y esta inmutabilidad de los ministerios jerárquicos con las necesidades variables y múltiples de un gran gobierno como lo es el de la Iglesia universal, con las exigencias de administración que afectan a los intereses más delicados y más móviles, tal como se encuentran en las Iglesias particulares?
De hecho, ¿no salta a la vista que entre los obispos éste puede más y aquél menos? Y entre las funciones de los colegios particulares, ¡qué innumerable variedad de atribuciones según los tiempos y los lugares! ¿Cómo explicar tantas diversidades como aparecen en los lugares y tantos cambios referidos par la historia?
Aquí se declara toda la magnificencia de la obra divina en la Iglesia. Es propio de su esencia y de su dignidad que el diseño de las jerarquías se mantenga  por encima de todas las revoluciones humanas; las jerarquías no pueden sufrir cambio alguno. Pero sin quebrantar la inmutable constitución de estas jerarquías, que según san Cipriano participa de la estabilidad de los misterios divinas, el gobierno de la Iglesia, para regular y distribuir su acción, tendrá toda la libertad  —inmensa en su amplitud y, por decirlo así, sin límites— que reclaman las necesidades de los tiempos y de los lugares, así como las de las multitudes humanas sobre las que se ejerza de edad en edad.
En efecto, en los recursos y en los poderes de este gobierno hay un elemento siempre, y como indefinidamente, variable, que le permite, para provecho del mundo y de los pueblos particulares, extenderse, por decirlo así, sin límites o restringir a su arbitrio la actividad de cada una de las personas jerárquicas, así como las manifestaciones de los poderes de que son depositarias.
Este elemento variable es el ejercicio del poder jerárquico, al que llamaremos ejercicio de la jurisdicción.
Ahora bien, este ejercicio de la jurisdicción puede ser comunicado por delegación. De esta manera una persona de un grado menor usará de los poderes de la de un grado superior.
Un simple sacerdote podrá aparecer en el gobierno, revestido de toda la potencia episcopal o parte de ella, ejercer una autoridad superior a la de su título de sacerdote de una Iglesia particular.
Quien es cabeza de la Iglesia universal, podrá comunicar rayos de su plenitud mediante delegaciones permanentes y elevar a obispos entre sus hermanos, haciéndolos más grandes que sus hermanos mediante participación en su principado, sin alterar la igualdad esencial de los obispos en cuanto obispos.
Podrá igualmente, mediante delegaciones y comisiones especiales, en todas partes y para toda clase de asuntos, elegirse mandatarios y representantes revestidos de poder más o menos extenso.
Por otra parte, el ejercicio del poder jerárquico podrá verse en todo o en parte ligado por el superior. Así el Sumo Pontífice podrá, mediante reservas y excepciones, restringir el campo de la autoridad episcopal.

jueves, 12 de diciembre de 2013

La restauración de Israel, por Ramos García (III de XIII)

Preséntase, no obstante, a menudo el sistema espiritualista, como expresión de la mentalidad cristiana, poseedora del espíritu, en oposición a la mentalidad judaica, partidaria decidida de la letra. El lema del espiritualismo es: “No la letra que mata, sino el espíritu que vivifica”, trayendo para ello a mal traer las palabras de S. Pablo: littera enim occidit, Spiritus autem vivificat (II Cor. III, 6), dichas por él a otro propósito[1].
Efectivamente, la palabra “littera” en el caso no significa nada de eso, a que aluden los espiritualistas, sino lisa y llanamente la Ley escrita de Moisés, o su equivalente la sindéresis natural (cf. Rom. II, 12-16), que a todos nos condena sin apelación posible; y “Spiritus” es la gracia de Cristo, que a todos nos salva misericordiosamente (Rom. cap. V-VIII; Gal. IV, 5; al.); y de ahí que al ministerio de Moisés se le llame ministerio de muerte o de condenación, en oposición al de Cristo o del Espíritu, que es ministerio de justificación (II Cor. III, 7-9) y de reconciliación (II Cor. V, 18-20; cf. Rom. V, 10.11; Col. I, 20.22).
Como se ve, la aplicación del texto Paulino a la Hermenéutica es declaradamente impropia, pero ha tenido fortuna, y hoy invade nuestra mentalidad culta, particularmente la jurídica; y así, respecto del derecho, de la ley, de las instituciones, se distingue a menudo el espíritu que las anima de la letra que las dicta, en la persuasión de haber enunciado dos conceptos reconocidamente irreductibles, aunque tantísimas veces sea imposible apreciar la diferencia, a menos de sustituir, no el espíritu a la letra, sino una letra por otra, introduciendo una jurisprudencia diferente, y aún contraria, so color de salvaguardar el espíritu de la ley, cuando lo que se hace en realidad es infirmarla.
Y esto que puede ser perfectamente lícito en Derecho — el infirmar la letra—, porque la vida cambia, y con ella las humanas necesidades y exigencias, es inadmisible en Escritura, porque siendo toda ella palabra divina, participa de la inmutabilidad de Dios, apud quem non est transmutatio nec vicissitudinis obumbratio (Sant. I, 17). Y sin embargo, eso es lo que se hace tantas veces: infirmar la letra del sagrado texto con interpretaciones oficiosas, so color de salvaguardar el espíritu, que no necesita para nada de tales oficiosidades. Es este el proceder ordinario de los espiritualistas a ultranza, a quienes reconoceréis fácilmente por el uso que hacen de fórmulas como éstas: Eso dice la letra, pero quiere decir esto otro. La letra del texto suena Israel, Sión, pabellón y trono de David, pero ya se sabe lo que quiere decir todo esto espiritualmente[2].

miércoles, 11 de diciembre de 2013

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Segunda Parte, Cap. VII, (II Parte).

Título.

La comunión jerárquica no agota toda la fecundidad encerrada en la potencia del orden.
Hace entrar al clérigo, según su grado, en la jerarquía de la Iglesia universal. Pero, como hemos reconocido ya anteriormente, la vida, los misterios y las riquezas de la Iglesia universal son, por comunicación íntima y mística, apropiados a cada Iglesia particular.
Como el sacrificio mismo de Jesucristo, tesoro de la Iglesia universal, es con todos sus frutos la riqueza de la Iglesia particular, así el sacerdocio de la Iglesia universal le pertenece igualmente y viene a ser así su propio sacerdocio.
Como consecuencia de estos principios el obispo, el sacerdote, el ministro que gozan de la comunión de sus órdenes en la Iglesia universal, podrán ser también apropiados y vinculados, cada uno en su grado, a una Iglesia particular, y ser así el obispo, el sacerdote, el ministro de esta Iglesia. Esta apropiación del clérigo a una Iglesia particular es lo que llamaremos su título[1].

lunes, 9 de diciembre de 2013

Castellani y el Apocalipsis, III. La llave de David (II de II)


La llave de David (II de II)

En la Primera Parte vimos que Castellani identificaba “la llave de David” con “las llaves del Reino de los Cielos”. En esta segunda parte vamos a observar una nueva identificación de la llave de David; identificación que creemos igualmente errónea.
Al comentar el título de Jesucristo en la primera Iglesia, Castellani hace una observación que fácilmente pasa desapercibida[1], pero creemos que comete un error parecido al que vimos en la primera parte.

Después de citar el versículo 1 del capítulo II que dice:

“Esto dice
El que tiene las siete estrellas en su diestra
Y anda en medio de los siete candelabros
De oro…”

Castellani comenta (énfasis nuestros):

“Al comienzo de cada mensaje a las Iglesias, el Ángel declina los títulos de Cristo, descomponiendo la imagen de la Visión Preambular; menos el título de la última Iglesia, Laodicea, que es nuevo” (pag. 38).

Hasta aquí las palabras de Castellani. Según el Padre, pues, los títulos de las primeras seis Iglesias están tomadas de la visión preliminar, es decir, de los vv. 12-18, que dice así:

12. Y me volví para ver la voz que hablaba conmigo. Y vuelto vi siete candelabros de oro,
13. y, en medio de los candelabros, alguien como Hijo de hombre, vestido de ropa talar, y ceñido el pecho con un ceñidor de oro.
14. Su cabeza y sus cabellos eran blancos como la lana blanca, como la nieve; sus ojos como llamas de fuego.
15. y sus pies semejantes a bronce bruñido al rojo vivo como en una fragua; y su voz como voz de muchas aguas.
16. Y tenía en su mano derecha siete estrellas; y de su boca salía una espada aguda de dos filos; y su aspecto como el sol cuando brilla en toda su fuerza.
17. Cuando le vi caí a sus pies como muerto; pero Él puso su diestra sobre mí y dijo: “no temas; Yo soy el primero y el último.
18. y el Viviente; y fui muerto, y he aquí que vivo por los siglos de los siglos y tengo las llaves de la muerte y del hades.

domingo, 8 de diciembre de 2013

La Inmaculada Concepción, por el Cardenal E. Schuster, O.S.B.

   Nota del Blog: el siguiente texto está tomado del VI tomo del famoso y reconocido Liber Sacramentorum del gran Cardenal de Milán.
   La edición es de Herder, Barcelona y fue publicado en 1947.

Cardenal Schuster


8 De Diciembre

La Concepción Inmaculada de la Bienaventurada Virgen María

Este dogma que tanto vigor presta a la fe católica, tan glorioso para María, y tan honorífico para toda la humana familia, no aparece en las Escrituras del Antiguo y Nuevo Testamento más que de una manera confusa, misteriosamente velado. Con todo, forma parte del divino depósito de la tradición católica, y se reconoce en las liturgias de las diferentes Iglesias como el exponente y la declaración más autorizada de esa misma fe.
El hecho de que María Santísima fuese exenta del pecado original, está afirmado explícitamente en el Corán, que en este caso se hace eco de la fe de las Iglesias Nestorianas: Toda humana criatura ha recibido ya en su nacimiento el influjo de Satán, a excepción de María y de su Hijo[1].
San Efrén Siro, en un himno compuesto en 370, pone estas palabras en boca de la Iglesia de Edesa: «Tú y tu Madre sois los únicos enteramente hermosos, bajo este aspecto, puesto que ninguna mancha hay en tu Madre»[2]. El mismo concepto de la pureza absoluta de la Virgen se encuentra repetido por muchísimos otros Padres, principalmente por los griegos de la primera época patrística; pero la mayoría de ellos, más que proponerse la cuestión formal de la concepción, como más tarde se la propusieron los Escolásticos, la suponen resuelta en el mismo sentido que tiene en la definición dogmática de Pío IX, en cuanto ese candor inmaculado que atribuyen a la Madre de Dios se entiende en sentido tan riguroso, que de él se excluye hasta el borrón del pecado original.
En un sermón del obispo Juan de Eubea, contemporáneo de San Juan Damasceno, se habla ya de una fiesta local en honor de la Concepción de María Santísima[3], y, aproximadamente, un siglo más tarde ya había ganado terreno la solemnidad, que se había hecho común entre los griegos, según se desprende de un discurso del obispo Jorge de Nicomedía acerca de la «Conceptio sanctae Annae»[4]. Es común entre los antiguos el tomar esta palabra en sentido activo, de suerte que en sus calendarios el título de Conceptio Sanctae Mariae se emplea para conmemorar la Encarnación del Salvador.
La fiesta de la Concepción de Santa Ana, madre de la Madre de Dios, figura en el 9 de diciembre en el calendario que lleva el nombre del emperador Basilio II Porfirogénito, y es enumerada entre los días que han de señalarse con descanso sabatino en una constitución de Miguel Commeno de 1166.
En Occidente, la Conceptio sanctae Annae figura en el 9 de diciembre en un célebre Calendario de mármol de la Iglesia Napolitana, que se remonta al siglo XI. Así el título como la fecha revelan a las claras la influencia bizantina, que no sólo dominó en la risueña Partenope, sino en Sicilia y en toda la Italia inferior, por donde siguió extendiéndose durante largos siglos el imperio de los últimos sucesores de Constantino de Teodosio.