domingo, 16 de diciembre de 2012

Melkisedek o el Sacerdocio Real, por Fr. Antonio Vallejo. Cap. III (II de IV)


4. Sexo y pecado original.

Si no el fruto de un árbol, ¿qué cosa fue aquel primer objeto de prohibición divina y de humana desobediencia?
Admitimos que en la campaña sin tregua contra un literalismo irracional, enemigo de la ciencia y perturbador de la fe, se cometan de vez en cuando algunas injusticias no irreparables. Concedamos también que los buenos exégetas que hoy rechazan la historicidad del árbol vedado tengan, para ellos, sus buenos motivos; y les anticipamos la seguridad de nuestra pronta adhesión, para el día en que sus bien fundados motivos dejen de ser inéditos. Pero nos resulta imposible la indulgencia con alguno de estos buenos escrituristas, cuando sugiere que el fruto de aquel árbol representa, en la intención de los autores del Génesis, un acto sexual licencioso.
La identificación del pecado de origen con un acto sexual ilegítimo no tiene nada de nueva; y fué siempre muy del agrado del vulgo, tanto entre los israelitas como entre los cristianos. Impresionado por esa popularidad, uno que otro doctor de la Sinagoga y de la Iglesia intentó darle carta teológica. Pero tanto la letra como el espíritu del relato inspirado nunca estuvieron dispuestos a complacer la picardía suspicaz de la plebe ni a confirmar la hipótesis plebeya de algunos doctos. Hoy mismo, el texto venerando permanece inconmovible, no obstante la ofensiva que acaba de lanzarse contra él, con todo el arsenal de los folklores y de los más flamantes paralelismos.
En efecto, ninguna de las cuatro especies nefandas de pecado carnal que imagina el canónigo Coppens[1], feliz de sus ocurrencias, que son fuertemente desagradables, está sugerida siquiera con una media palabra, con el más leve pretexto de conjetura, en las páginas del Génesis. Por desgracia, la resistencia textual interna, la autodefensa del texto, que es barrera infranqueable para el tímido ingenio de los teólogos, poco asusta a los eruditos. Mucho menos cuando les tienta sacar a plaza uno de esos hallazgos pasablemente escandalosos, que no hieren de frente a ninguna verdad dogmática, aunque alarman a todas; y que se prestan para armar líos infinitos en el vecindario de las ciencias auxiliares.
Así, animado por ese coraje propio de la gente de su oficio, es cómo el ilustre profesor de Lovaina ha consumido largas horas en la tarea de retorcer el cuello a un verso del Génesis, que siempre fué enojoso a los exégetas, y que fastidia de modo especialísimo a los “simpatizantes” de la tesis picaña sobre el pecado original. Trátase del siguiente:

“Y exclamó Yahveh Dios: Ahí tenéis al hombre, vuelto como uno de nosotros, discernidor del bien y del mal. Ahora, pues, no vaya a alargar la mano y tome también del árbol de la vida, coma de él y viva eternamente” (3, 22).

Eliminado el antropomorfismo retórico, y todo lo que el verso haya querido usurpar a las rapsodias y a las mitologías para hacerse más vistoso y memorable, perdura intacto el sentido de su primera lectura. Y según ésta, el conocimiento del bien y del mal no puede ser identificado con ningún acto culpable; ni siquiera con un acto sexual irreprensible. El verso dice, de manera inconcusa que es propio de Dios el discernimiento del bien y del mal; que le es tan propio como el vivir eternamente; y lo que es propio de Dios lo que es propio del Dios de Moisés, que es el mismo de Abraham, de Isaac, de Jacob y de Pío XII, no puede ser pecado.
El ayuntamiento de esas dos ideas antitéticas, el bien y el mal, se da muchas veces en la Sagrada Escritura. En unos casos significa totalidad de cosas, o ausencia total de cosas. Por  ejemplo:

“Como ángel de Dios es el rey mi señor para discernir el bien y el mal… Mi señor es sabio corno la sabiduría de un ángel de Dios para comprender todo cuanto en la tierra pasa” (II Samuel 14, 17 y 20).

“De Yahveh procede esto; no podemos decirte ni mal ni bien” (Gén. 24, 51).

“Guárdate de hablar con Jacob ni bien ni mal” (Gen. 31, 24).

“No podría transgredir la orden de Yahveh haciendo por propia iniciativa lo que esté bien ni lo que esté mal” (Números 24, 13).

“Tampoco Absalón habló con Amnón ni en bien ni en mal” (II Samuel 13, 22).

En otros casos, los términos bien y mal se oponen, corno en nuestro lenguaje común, para significar lo justo y lo injusto, lo legítimo y lo ilegal, lo deseable y lo aborrecible. Por ejemplo:

“Para discernir entre el bien y el mal” (I Reyes 3, 9).

“Vuestros hijos que todavía no disciernen el bien y el mal” (Deuteronomio I, 39).

“Antes que el niño sepa rechazar el mal y escoger el bien” (Isaías 7, 46).

“Mira, te he expuesto la vida y el bien, la muerte y el mal” (Deuteronomio 30, 15).

Ni el sentido moral obvio, común a todas las lenguas cultas, ni aquella significación de totalidad, peculiar del Antiguo Testamento, se refieren en caso alguno al conocimiento práctico del acto sexual, sea autorizado o ilegítimo, sea normal o aberrante.
Luego, el conocimiento del bien y del mal de que se habla en los primeros capítulos del Génesis, consiste, sin más vueltas, en la omnisciencia divina, en el conocimiento de todo lo que es y de todo lo que no es, de todo lo que puede ser y de todo lo que no puede ser, de todo lo que debe ser y de todo lo que no debe ser. Privilegio exclusivo de Dios, tan divino y tan santo como la eternidad, puede presentarse a la criatura como materia de una tentación muy humana y como objeto de un pecado muy humano, que no guardan relación directa con la carne, por humana que ésta sea. Materia y objeto que corresponden, significativamente, a una tentación y a un crimen muy angelicales, propios de la razón, de la inteligencia, del espíritu: la tentación de ser como Dios; el crimen de rebeldía contra Dios.
Y no se puede negar que el que se rebela contra Dios -rebeldía muy ordinaria, y tanto más profunda cuanto menos truculenta- se hace a sí mismo como Dios, por muy mal que le vaya; pues se hace como omnisciente, como capaz de decretar por sí mismo qué es bien y qué es mal.
De ahí que el verso 22 del capítulo tercero del Génesis haya pasado indemne, de rollo a rollo, de códice a códice, a lo largo de infinitas reediciones hebreas y cristianas. Hasta que vino a meterlo en apremios, acusado de mendaz, la sospecha de un canónigo sobre indecibles desórdenes sexuales de Adán y de Eva. Poco importa a su conciencia de exégeta erudito el no haber encontrado una sola lectura documental antigua que autorice variante alguna. Ha encontrado una variante en los recuévanos de su imaginación filológica: y la exhibe y la encarece como único pasaporte necesario a su sospecha.[2]

5. Literatura antigua y pecado original.

La teoría de Coppens tiene su núcleo inicial en la supuesta identidad simbólica de dos figuras materialmente iguales: la figura que representa al tentador en el Génesis, y la que encarna el poder fertilizante y la fuerza generadora en el culto de las antiguas religiones paganas del Cercano Oriente: serpens, “id est”, phallus.
Hubo estudiosos de la Sagrada Escritura, no hace muchos años, a quienes la apariencia científica del concordismo les hacia olvidar que se trataba de una hipótesis; y de una hipótesis plagada de remiendos. El entusiasmo provocado hoy por algunas aproximaciones felices de textos canónicos y de documentos legendarios nos impide advertir, parejamente, que el influjo folklórico presupuesto en teorías como la de Coppens está aún por demostrarse. Los mismos comentaristas disconformes con la tesis en cuestión suelen mostrarse seducidos por el estilo y el material de su defensa; sutilísimo aquél, cuantioso éste. Por eso es digna de mención y de estudio la doctrina opuesta por autores como los RR. PP Asensio, De Vaux y Vosté, y aun la prudencia de un estudioso de la Sagrada Escritura que se muestra más bien favorable a las ideas de Coppens sobre el pecado original, y que sin embargo de ello no deja de referirse al pecado original de las ideas de Coppens:

“La posibilidad de una influencia ajena puede verse en muchos detalles. No puedo decir más que “posibilidad” porque los restos literarios que poseemos no nos permiten hablar de dependencia”[3].

El recurso de Isaías, y de los autores del Libro de Job y de los Salmos, a personajes míticos del Enuma elish y de los textos hallados en Ras Shamra-Ugarit, no incorpora conceptos religiosos foráneos, sino imágenes retóricas meramente instrumentales; acerca de cuyo uso, por lo demás, ya sabe la Iglesia a qué atenerse desde hace muchos siglos.[4]
La independencia de los primeros capítulos del Génesis respecto de las cosmogonías y leyendas coetáneas a su redacción (cualquiera sea la edad atribuible a las dos partes en que suele dividírselo), consiste en algo más que inmunidad de influjo: es verdadero y deliberado antagonismo. Cuanto mejor se conoce el medio cultural en que aprendieron a discurrir y a escribir los israelitas que pusieron el prólogo al Libro de los Libros, primeros amanuenses de la sagrada tradición, menos capaz y menos legítima se demuestra la lectura meramente racional de ese prólogo, sólo parangonable con los Evangelios, por la abrupta novedad de su mensaje.
La figura de la serpiente tentadora no irrumpe en la armonía del Génesis como una falsa nota adventicia; no turba el límpido y elevado tono metafísico de la ontología y la antropología mosaicas. Bajo el disfraz del “más astuto de los animales”, entra por vez primera en una historia escrita un ser que no es dios ni demiurgo, sino una simple creatura del único Dios, íntimamente animada por una hostilidad personal, activa, insidiosa, contra el género humano y contra el orden sobrenatural.
Aún en el caso de que la inspiración hubiese escrito más que el hagiógrafo de esa página, aun en el supuesto improbable de que Moisés no haya tenido conciencia del sentido pleno de la personificación del Adversario, tal corno la tuvieron los autores del Libro de la Sabiduría (2, 24) y del Apocalipsis (12, 9 y 20, 2), no se puede poner en duda su conciencia de referirse a una realidad viviente personal, a una fineza de ingenio extraordinaria, a una voluntad perversa, a un odio implacable, a las persecuciones y emboscadas de un enemigo siempre amenazador y finalmente aplastado, que no corresponden al conjunto de notas esenciales de la serpiente, ni como símbolo genital ni como simple bestia.
Ciertamente, las dos figuras ofídicas que el sistema paralelante del profesor de Lovaina enrosca en torno a una sola idea simbólica (sin atender a la diversidad de representaciones que la misma imagen suele cumplir dentro de una misma cultura), tienen su punto de contacto; pero lo tienen, como paralelas del sistema de Euclides, en el infinito. El más astuto de los animales no es una de las pasiones del hombre; pero es un agente perturbador de todas ellas, capaz de desviarlas, de exorbitarlas contra Dios; capaz de desquiciar, especialmente, nuestro apetito de saberlo todo, que es la pasión humana más divina, inseparable de la natura racional.
¿Es siquiera concebible que bajo especie de atajo clandestino para alcanzar la misma ciencia de Dios (objeto propio de esa pasión del alma, en su modo más audaz), haya sido perpetrado en el Edén alguno de los crímenes carnales que sugiere, en Lovaina, el canónigo Coppens?
El Génesis nada afirma, nada insinúa, nada permite suponer acerca de algún delito sexual atribuible a los primeros cónyuges. En cambio, y expresamente, el Génesis enseña que fueron objeto de una tentación espiritual; y ésta aparece en la descripción de la caída, implícitamente, como causa del impacto deleitoso que el fruto sagrado produjo en los sentidos de Eva.
La picardía vulgar, en todo tiempo (y algunas veces también la docta), al escuchar o al leer aquello de “Adán y Eva advirtieron que estaban desnudos” (3, 7), guiña furtivamente un ojo en signo de inteligencia; como si la súbita preocupación de nuestros primeros padres por no ser indecentes demostrara que acababan de serlo.
En relato de la  caída, lo indecente y su noción no se dan como circunstancia, sino como  consecuencia de la culpa. Nace el pudor para cubrir la desnudez sólo cuando la desnudez ha empezado a ser turbadora; sobreviene la vergüenza y le sigue el recato, sólo cuando la rebeldía del espíritu contra Dios, la desobediencia de la razón al  mandato divino, ha redundado en rebeldía de la carne el espíritu en desobediencia de las pasiones al mandato racional.
El mismo hecho de que se hable del pudor como de algo inesperado, como de un sentimiento insólito, ajeno a la vida del Edén, está insinuando que la tentación carnal, la desbordada ansiedad mutua del varón y la mujer por unirse, no fue experimentada sino después de la caída; y que fue experimentada como un desorden de la carne consecuente al del espíritu.
Más aún; el pudor es presentado en el Génesis como primera forma de nuestro conocimiento del bien y del mal, de nuestra onerosa y triste  manera de ser como Dios, de saber que hay cosas buenas y cosas malas. La desnudez convertida en desorden fue la primera noticia de que habíamos caído, con la culpa, en el mundo de la ética; de que habíamos desamparado el alto lugar paradisíaco de la mente, donde nada era impuro ni puro, inmoral o moral.
Además del episodio del pudor, Coppens arguye el castigo de Eva (gravidez y parto penosos), como síntoma de que su falta fué sexual. ¿Y cómo expía Adán su delito, idéntico al de Eva, según el Génesis? ¿Qué adecuación presentan con su presunto crimen sexual los castigos y maldición fulminados contra él? Se advierte, por el contrario, que las penas decretadas contra Adán son antitéticas de los pormenores que hacen ameno al paraíso (compárese 3, 17-19 con 3, 8 y 9). Todas replican muy adecuadamente, no a un pecado contra la castidad, sino a la profanación de un fruto consagrado por Dios, cometida en un lugar delicioso, donde la tierra es fértil y recibe copiosa irrigación; donde el mantenimiento de la vida no exige pena alguna; porque hay allí un hermoso huerto de árboles siempre lozanos que dan de sí para comer, y aun para prolongar indefinidamente la salud y la robustez corporales.
Las correlaciones son obvias: a la culpa de ambos cómplices corresponden dos modos de expiación que son en parte diversos, conforme a las condiciones de vida naturalmente diversas del varón y de la mujer. A ésta le toca expiar en su misión de madre, con ocasión del fruto de sus entrañas. A aquél en su misión de padre, que es proveer a la subsistencia de la familia, mediante los múltiples modos de arrancar a la tierra sus frutos. Tal la sencilla, la doméstica verdad del texto.
El teólogo inspirado que escribió el Génesis no tuvo la intención de explicar los desórdenes de la sexualidad humana, la libido común, por un primer desorden sexual del género humano, por un acto libidinoso de sus progenitores. Su intención fue responder a las perplejidades esenciales de todos los hombres, después de haber contestado a la primera gran pregunta de todos los niños.
Al niño le basta saber que Dios es bueno y que ha hecho todas las cosas. El hombre se pregunta, además, por qué son así los hombres y todas sus cosas, habiéndolos hecho Dios, que es bueno. ¿Por qué este vértigo ante el mal, por qué esta morbosa desgana de ascender, siendo perfectibles, como somos, e inclinados a la virtud? ¿Por qué se frustra a cada instante, nuestro insaciable apetito de felicidad, en esta vida traspasada de dolor? ¿Por qué esta horrenda necesidad de morir? A eso responde el Génesis; y lo hace con sencillez y con grandeza, pues se dirige a hombres sencillos y se refiere a un gran misterio de iniquidad y de amor.
En ley de buena interpretación, quien no está con el texto está contra él. Y en interpretaciones como la del profesor de Lovaina, en que las conjeturas no sólo son extremadamente gratuitas, sino también innecesariamente brutales, la injuria al texto comporta agravios de mayor entidad, que pueden producir indeseables e irreparables consecuencias. En la exégesis de método erudito, que a cada paso corre el riesgo de perturbar la confianza del lector en los Libros Sagrados, sólo la verdad tiene derecho a ser cruda, hasta la turbación de la fe; nunca la mera hipótesis. La fe se nutre de verdades; y las más inconcebibles acaban por ser su manjar predilecto. En cambio, las hipótesis turbadoras debilitan la fe; y es bien sabido que pueden llegar a destruirla.
Ya hemos dicho cuál ha sido, frente a la teoría de Coppens, la actitud de algunos de sus colegas. Mas he aquí cómo comenta su vario éxito el ilustre canónigo, animado de una ansiedad proselitista digna de más cristiano mensaje:

“La interpretación de la serpiente (corríjase la anfibología, inquietadora) es recibida con simpatía por un número cada vez mayor de exégetas. La connotación sexual del pecado, que de délla resulta, no ha tenido los favores del P. Asensio, ni, lo cual llama la atención, del P. De Vaux. El P. Renckens tampoco la acepta, aunque no me parece muy constante en sus reflexiones sobre la materia. Por el contrario el P. McKenzie muestra su simpatía y el P. Lambert la acepta sin reservas, reforzando el peso de los paralelos orientales con múltiples citas de hechos y gestos del dios greco-oriental Esculapio. Y he aquí que el P. Bravo acepta también una connotación sexual, pero bajo una forma nueva, más bien inesperada.”[5]

Digamos, para concluir, que las hazañas y las actitudes hieráticas de Esculapio aducidas por Lambert, añaden tanta verosimilitud a la tesis de Coppens, como la simpatía que siente por ella el mismo Coppens, en compañía de Bravo, Lambert y McKenzie.



[1] Cfr. La connaissance du bien et du mal et le péché du paradis, Gembloux 1948.
[2] Cf. Ephemerides Theologicae Lavanieneses, 20 (1943), 56-60.
[3] J. McKenzie, S.J., Theological Studies, 15 (1954), 568.
[4] Cfr. por ejemplo San Gregorio de Nysa sobre el nombre de la tercera hija de Job: PG, 44, 973.
[5] Eph. Theol. Lovanienses, 32 (1955), 432.