jueves, 15 de noviembre de 2012

Introducción de León Bloy a la Vie de Mélanie, Bergère de la Salatte, écrite par elle-même (II de VII)

II

Mélanie tenía sesenta y nueve años cuando se le pidió que escribiera en francés, cosa difícil, pues habiendo vivido por más de veinticinco años en diversas comarcas de Italia, estaba habituada a hablar y pensar en italiano y, por ello, su escrito no podía ser más que una traducción muy ingenua saturada de italianismos involuntarios. Estando lejos tanto del arte de escribir como de la intención de agradar a alguien, su simplísima narración es de tal forma extraordinaria que se puede decir con seguridad que no hay, en la historia de los santos, una autobiografía que se le pueda comparar. ¡La autobiografía de una niña!
Pues Mélanie, con su escrito, ha vuelto a ser una niña. Ella, tan grande y tan fuerte en su trato como mujer, cuando mira al mundo se absorbe tan completamente de forma tal que es como si el mundo no existiera para ella. No sabe ni quiere saber nada dél. A los tres, a los cuatro, a los doce años, y sin quererlo, se expresa como pudiera hacerlo un niño al que se le interrogara a estas diferentes edades. Ignora que existen leyes humanas, una historia humana, un océano de cosas alrededor délla. Ignora absolutamente todo excepto a Jesús niño como ella, visible sólo para ella y la necesidad de configurarse a Él por el sufrimiento. Se encuentra sumergida en una ignorancia luminosa.  
Mélanie cuenta que cuando el vicario de la parroquia de Corps intentó enseñarle el catecismo no entendió nada y que las palabras no tenían sentido para ella. La letra la mataba.
Imagínese a un habitante del Paraíso forzado a vivir en la tierra, una pequeña criatura confiscada, secuestrada en los abismos de la luz; habiendo recibido, por infusión, la más sublime teología al mismo tiempo que una prescripción infinita de no ser nada; instruida por Jesús en persona, al que veía casi todos los días bajo la forma de un niño y al que llamaba familiarmente su “hermanito”; trasladada por él, ¡cuántas veces!, a los palacios inimaginables del cielo; estigmatizada a los tres años de edad, e, incluso sin saberlo, obrando, como quien respira, los milagros de los más grande santos. ¡Imagínese a esta pequeña montañesa del Delfinado descender con dolor de las montañas de la Liturgia de los Cielos, interrogada sobre los rudimentos de la fe por un buen sacerdote tan lejos délla, en realidad, como podía estarlo del calor de esta prodigiosa estrella, apenas visible, y sobre la cual se precipita, desde hace miles de años, nuestro sistema solar…! 
Mientras “se la enviaba a recoger la leña”, como dice ella, Mélanie veía[1] “la creación de innumerables Ángeles, la rebelión de muchos déllos, la Creación de Adán y Eva y su caída…”. 
¿Qué hacer con una niña semejante? Acababa de nacer y ya su madre la odiaba. La narradora se ve forzada a mencionar, por obediencia, este extraño, hiperbólico, monstruoso odio, siempre excusándola; esta aversión total y repentina para con una hija deseada antes de su nacimiento fue una suerte de prodigio, explicada sólo por la conjetura de una suerte de previsión que habría tenido la madre del destino sobrenatural de su hija. 
Ignorante y rudimentaria como bárbara que era, un tal presentimiento, si acaso existió, la debió turbar, abrumar de espanto, petrificar de horror. Obscuramente debió imaginar a su hija como habiendo sido concebida y engendrada, para su desesperación, por algún demonio… Toda la vida de Mélanie ha sido una continuación deste espanto y deste horror y ahora que ella no está, puede decirse que dura todavía en la sociedad cristiana que hace de madrastra como otrora su madre. 
No hay nada más desconcertante que el grito desta abandonada de tres años a la que su Hermanito luminoso, aparecido de repente, le prometió una mamá. – “¡Una mamá, tengo, pues una mamá!” gritó llorando. ¡Su mamá la había arrojado afuera como tantas otras veces, en medio de la lluvia torrencial…!
Repito. Mélanie tenía recién tres años y apenas podía caminar. Se arrastraba en un bosque y allí pasaba noches, días, semanas enteras, alimentada sólo de lo que le daba su maravilloso Hermano, sin que nadie la pudiera encontrar ni divisar, ya que se había vuelto invisible e intangible, transportada a menudo a aquellas mansiones de las que San Pablo no osaba siquiera hablar. 
Cuando volvía a su casa paterna no era sino para recibir los horribles tratos de su madre que no quería que fuese la hermana de sus hermanos, exigiéndoles que sólo la llamaran la Muda, la Loba, la Salvaje, echándola afuera cada vez que lo permitía la ausencia del padre. Era preciso un milagro cotidiano para que esta pequeñuela no muriera. 
Tenía alrededor de seis años cuando, para sacársela de encima, la llevaron a trabajar como pastora con unos extraños. Pero he aquí que comenzaron de nuevo prodigios tales, que uno se puede preguntar, con mucha razón, si es que ha existido alguna vez una santa favorecida tan constante y excepcionalmente. Tal vez sea suficiente con señalar el párrafo inaudito en el que narra las visitas que le hacían las bestias de la montaña: 

“…algunas veces, sobre todo cuando la nieve cubría las cimas de la montaña, los lobos, zorros y liebres buscaban algo para comer y entonces yo les daba mi pan y las bestias se quedaban contentas; luego les hablaba del Buen Dios… Mi muy reverendo y amado Padre, me resulta muy difícil recordar lo que les decía a las bestias. Sé que a menudo me daba vergüenza que me obedecieran a mí, un gusano de la tierra al que no entendían. Les narraba su creación por medio de la palabra todopoderosa de nuestro Dios eterno tal como me lo había enseñado mi buen Hermano y los persuadía a que buscaran siempre su alimento sin causar nunca daño a los hombres, sus maestros y reyes puesto que son creados a imagen de Dios en cuanto al alma y son también la imagen de Jesucristo en cuanto al cuerpo, etc. etc. En primer lugar venía todos los días un lobo y yo le enseñaba lo que podía. Sin embargo esto no me gustaba mucho porque él no podía, a diferencia del hombre, amar conociendo y con un amor desinteresado. Sin embargo esto me servía puesto que, a veces, hubiera querido gritar bien fuerte para invitar a todos los hombres a alabar, amar y glorificar a nuestro divino Salvador Jesús que nos ha amado infinitamente al dar su vida por nosotros. 
Enseguida se aumentaba el número de lobos, zorros y liebres; tres pequeñas cabras y una multitud de pájaros venían todos los días, y así, a falta de hombres a los cuales hablar del Buen Dios, la Loba les predicaba, luego se cantaba el cántico: “Gustad, almas fervientes…”. Todos daban signo de mucha atención e inclinaban la cabeza a los santos Nombres de Jesús y María.
Los lobos venían juntos a la hora señalada y los zorros hacían lo mismo junto con las liebres, las cabras y los pájaros (una serpiente vino también pero fue despedida). Una vez que habían llegado, cada uno destos animales tomaban el lugar que les había sido asignado y escuchaban. Luego que sabían que el final había llegado, y que era más o menos con las palabras: “Sit nomen Domini benedictum”, se ponían a hacer locuras. Los zorros sobre todo les hacían travesuras a sus compañeros los lobos y les mordían la oreja, la cola, pateaban a las liebres y las hacían rodar por el piso y con sus colas hacían que las cabras se alejaran hacia atrás, etc. Cuando les decía que se fueran, todos se iban…

Se creería estar leyendo las Florecillas, pero ¡cuántas cosas más pueden encontrarse en este relato!
No resisto el deseo de citar un milagro muy diferente a los habituales cuyo carácter bíblico me ha impresionado fuertemente:

“Un día me alejé un poco para pastar las vacas, cuando, cerca del mediodía, se desencadenó una tempestad; los truenos retumbaban incesantemente por todos lados y llovía torrencialmente. Tomé el camino hacia el pueblito junto con mis vacas; hubiera querido poder hacer mil millones de actos de adoración y amor a mi mamado Jesús que hacía que cayeran las gotas de agua, pero llegados a un cierto lugar, mis vacas se detuvieron y quisieron regresar ya que el arroyo, situado entre dos montañas que le daban el agua, había crecido mucho. En tiempo de lluvias ordinarias las personas podían pasar arrojando piedras sobre el agua, e ir de una piedra a otra y las vacas podían pasar también sin peligro de ahogarse. Pero ese día era humanamente imposible. El agua estaba muy alta y descendía estrepitosamente, arrastrando consigo piedras, rocas y árboles, y estaba fangosa. Tenía un gran dolor y veía que mis vacas sufrían y tenían mucho miedo. Me dirigí a mi mamá y le expuse mi temor. De hecho las vacas no eran mías y si les pasaba algo era yo la que debía rendirle cuentas al buen Dios. En un instante vi a mi amado Hermano junto a mí que me dijo: “Hermana mía, no temas, ven”. Inmediatamente hice volver a las vacas junto al torrente en furia y luego me acerqué al agua y mi pequeño Hermano levantó su brazo derecho sobre el torrente y al hacer como un gran signo de la cruz inmediatamente se cortó el torrente por donde descendía. Mi Hermano me dijo: “Pasa, hermana mía” y yo le dije: “Espera, Hermano mío, que hago pasar rápido a mis vacas y tú Hermano mío, pasa también, pasemos juntos”. Y nos dimos la mano. Pasamos todos y llegamos al otro lado. No he vuelto a ver más a mi querido Hermano. Cuando el torrente se cortó, el ruido y el estrépito que hacía se detuvieron y continuó recién cuando lo habíamos atravesado”.

Lo he dicho e importa no olvidarlo: Mélanie escribía estas cosas por obediencia y contra su voluntad. Debe suponerse, pues, que narra sólo lo estrictamente necesario y que omite, voluntaria o involuntariamente, una multitud de hechos análogos que podían ser considerados por ella como accesorios o simplemente repetitivos y por lo tanto omisibles. 
Además su increíble simplicidad que llega hasta el punto de ignorar la diferencia de los sexos, incluso cuando era anciana, (ignorancia que sería otra especie de milagro), esta simplicidad, digo, que podría llamarse angelical, no le permitía siempre el separar lo natural de lo sobrenatural en las cosas de pura contingencia. En otras palabras, ella podía y debía creer como muy ordinarios ciertos efectos que, para otros, hubieran sido la ocasión de una admiración y estupor indecibles. 
Mélanie veía y sentía en Dios. Estaba forzada a pasar, por así decirlo, a través de Dios, a atravesar una triple capa de luz para poder llegar a las cosas sensibles, tan poco discernibles como los muebles para el trabajador cuando vuelve cansado de la cosecha. Esto es particularmente observable cuando su confesor le pide el detalle de ciertas curaciones milagrosas y sobre todo cuando le hace hablar sobre los estigmas que ella pensaba se trataba de un privilegio común a todos los cristianos, sin excepción. “Si el buen Dios hace todo lo que quiere, yo no soy la causa”, decía ella. Eso era suficiente para ella. Eternamente. 
Henos aquí a muchas millas de distancia de la pequeña campesina tonta y grosera de la leyenda. El objeto de la presente publicación es mostrar lo que fue en realidad: un prodigio de santidad bajo las apariencias de la nada, ignorante al máximo de todo lo que enseñan los hombres y sabia hasta causar temor de aquello que sólo Dios puede enseñar. La célebre Aparición, lejos de ser una novedad para ella fue la consecuencia necesaria, querida por Dios, de toda la vida interior y profundamente escondida de una pequeña niña que había pasado las cimas más altas de la vida mística y que creía ser el lodo del camino.




[1] Juego de palabras intraducibles al español: Envoyait” = Enviaba; “Voyait”= Veía.