jueves, 25 de octubre de 2012

La Psicastenia, por Mons. Derisi. Cap. II


CAPITULO II

DESCRIPCION DE LOS HECHOS DE LA PSICASTENIA


I) La idea obsesionante

El escrúpulo se manifiesta por una sensibilidad exacerbada, por una inquietud fácilmente excitable al menor contacto con el mal moral, por un temor infundado y morboso del pecado, al que tiene miedo de encontrar hasta en los actos más inocentes. Va acompañado o seguido de otros fenómenos psicológicos anormales, que en seguida señalaremos.
Su carácter es la inquietud, que lo diferencia del sano y santo temor del mal moral, propio de toda conciencia delicada, y a la vez de la conciencia errónea o equivocada, la cual sin dudar comete un acto objetivamente malo sin advertirlo como tal.
Tampoco es un escrúpulo la duda transitoria, que en cada situación moral un poco compleja la conciencia timorata se plantea sobre la licitud de ciertos actos y decisiones por tomar. Esa duda, en el caso del escrúpulo, es permanente y obedece no tanto a situaciones morales objetivamente difíciles de resolver, cuanto a una debilidad subjetiva, que se manifiesta a cada paso en casos cotidianos y ordinarios de nuestra vida, allí donde nadie fuera de nuestro enfermo encuentra dificultad o duda moral alguna.
Los escrupulosos son personas, por lo general rectas y piadosas. El hecho mismo de que la enfermedad, la obsesión, se localice en materia religiosa es una prueba de ello, según se comprenderá mejor más adelante, ya que la idea obsesionante se introduce y desgarra precisamente las síntesis mentales más complejas del individuo, aquello en lo que él más piensa y más ama. Suele, además, poseer una no vulgar inteligencia, o por lo menos, como lo observan Janet y Eymieu, no es enfermedad capaz de penetrar en idiotas, imbéciles o personas de mediano talento para abajo. Fuera de la esfera de su obsesión, son sujetos normales y pueden desarrollar valiosas actividades —de índole desinteresada sobre todo, tales como las especulativas o artísticas— sin que nada o muy poco, deje reflejar su mal, fuera de ciertos casos extremos. En cambio y por las razones que expondremos en el c. III, al exponer la explicación teórica de los escrúpulos, suelen ser éstos parientes de escasa habilidad y dexteridad práctica, espiritual y manual (gobierno, juegos, oficios, etc.).
La idea obsesionante se presenta, por lo general, como un pensamiento amenazador, que atrayendo sobre sí toda la atención del sujeto, no hace sino arraigarse más y más en su conciencia y que ésta es incapaz de eliminar.
No se trata de una idea simple, sino de una consecuencia de un raciocinio, casi siempre implícito. A la sombra de un principio moral evidente e indiscutible, se ampara un acto particular, que, oscilante y tímido al principio, más osado después, pero nunca abierta y firmemente sino siempre precedido de un terrible "quizá" o "tal vez", reclama para sí las exigencias de ese principio. Un escrupuloso sabe por ejemplo con certeza que es un deber apartarse de los peligros próximos de pecar, en lo que no hay escrúpulo alguno; pero, luego, con un "quizá" o "tal vez", incluye dentro de ese principio —y aquí comienza el escrúpulo—un caso particular que evidentemente no está en él incluido. Una persona normal, sin renunciar a su principio, vería enseguida que el dicho acto en nada compromete a aquel precepto general y reduciría la duda a certeza práctica, eliminándola de la conciencia junto con el temor infundado de lesionar el principio.
Y esto es precisamente lo que no sabe y no puede hacer nuestro enfermo: ver como no comprendidos en una norma general de la moral ciertos actos que realmente no lo están, o ver como no opuestos a ella algunas acciones que en verdad no lo son. En su noble afán de conservar incólume el principio no se atreve a desechar la idea intrusa obsesionante, que en forma de duda y contra su voluntad mantiene en su conciencia. Y es así como por una paradoja esta idea obsesionante, aborrecida por el enfermo, es cuidadosamente conservada, protegida por el amor profesado al precepto moral general. Sin asimilarse a la síntesis mental, porque permanece en forma de duda, se enquista en ella y penetra cada vez más hondo, desgarrando dolorosamente a su paso la unidad de la conciencia, porque, por otra parte, el enfermo no se atreve a desentenderse de ella arrojándola de sí.
La idea obsesionante puede localizarse sobre mil temas distintos; pero siempre lo hará sobre aquello que más ama y más interesa al sujeto, como el parásito que busca lo más rico y delicado de su víctima para insertarse en ella. Es el amor incondicional a una norma o principio, acabamos de verlo, lo que hace posible el sostén de la idea intrusa cobijada subrepticiamente bajo ese amor; y por eso en aquello que más se ama, en el punto central de la síntesis mental, en aquel objeto donde ideas y sentimientos han tejido la urdimbre más compleja de la psiquis, allí se enquistará, sin duda alguna, la idea invasora. De aquí que, tratándose de personas fervorosamente cristianas, la obsesión —que en otra hipótesis se hubiese localizado en otro punto, vg en intereses materiales— penetre en los campos de la conciencia relacionados con la vida religiosa. Es por eso una ignorancia, cuando no una insidia, atribuir a la vida cristiana la causa de estos trastornos obsesionantes, como si ella fuese causa y no ocasión tan sólo de su origen y manifestación, y como si de no haberse dado ella, la enfermedad no se hubiese insertado y arraigado en otra actividad de nuestra vida psíquica. También hay obsesos en materia familiar, social, económica, etc.

II) Caracteres de la idea obsesionante

Varios son los caracteres de la obsesión, los cuales, claro está, se acrecientan y se afianzan en razón directa de la intensidad de la debilidad mental del enfermo. Por de pronto el primer rasgo que salta a la vista en los fenómenos de la obsesión, es la insistencia de la idea invasora escudada en el "tal vez". El enfermo lucha por eliminar de su conciencia esta idea torturante, esfuérzase por eliminar su duda sin lograrlo, antes al contrario, sus cavilaciones, sus análisis para convencerse de no estar ella comprendida en el principio moral en que se parapeta, no hacen sino afianzarla más y más en su conciencia, parte por las leyes de asociación que la arraigan más profundamente, parte por la debilidad del enfermo acrecentada con semejantes esfuerzos que no alcanza a eliminar su terrible invasor. Se engendra entonces un pernicioso círculo vicioso que hunde más y más al paciente en su mal: la debilidad del enfermo que lo predispone a la obsesión y el desgaste de la víctima por librarse de ella, que en realidad sólo consigue debilitar más aquél y predisponerlo para nuevos avances de la idea intrusa y desgarramientos interiores. En el fondo, el enfermo está convencido de la ridiculez de las pretensiones de la idea obsesionante —de ahí su lucha por eliminarla con sus propias fuerzas o ayudado con consejo de otros— a pesar de que, por las razones expuestas, no se atreva a eliminarla. La obsesión es, por eso, una "demencia lúcida", como se la ha llamado ron razón, demencia que se diferencia y está en las antípodas del histerismo. En vano el sentido común opone sus sólidas razones contra las extravagantes pretensiones de la idea obsesionante envuelta en la duda, en vano la sensatez natural hace sus reclamaciones contra los excesos de la duda perturbante; la idea avanza y atraviesa desgarrando los complejos más ricos de la síntesis mental, a medida que —por el desarrollo de la enfermedad, aumentado en gran parte por los enormes y estériles esfuerzos del enfermo por arrojarla fuera de sí— penetra más hondamente en ella, siempre en la oscilación desgarrante de la duda.
Se verifica entonces una suerte de disociación de la conciencia: por una parte, el sentido común que no se aviene ni resigna a esas locas exigencias de la duda, y por otra, la idea obsesionante, que la voluntad del enfermo (por una dolorosa y terrible paradoja) libremente respeta, conserva y hasta defiende muy a costa suya, por temor de comprometer y arrojar con su rechazo el principio moral querido, que su sentido común, por lo demás, ve, por instinto casi, nada tener que ver con la idea parasitaria. El sentido común triunfa en la vida externa y pública del enfermo, y por eso ésta nada revela de anormal a los ojos de los demás; no así en su interior, donde la lucha continúa entonces con el vano esfuerzo de la voluntad por eliminar la duda mediante alambicados raciocinios, exámenes, comparaciones con otros casos semejantes ya resueltos y mil cavilaciones más, que no hacen sino entenebrecer más y más la luz crepuscular de su conciencia. La eliminación del caso de las exigencias morales del principio no se logra, y detrás de éste persisten y se aferran agazapadas en forma de duda las exigencias de aquél.
Y precisamente por eso, porque la idea obsesionante penetra rasgando sin piedad las síntesis mentales más complejas, formadas por las ideas y sentimientos más íntimos y en torno a los objetos más amados —así en el caso del escrupuloso la duda se localiza en sus síntesis mentales relacionadas con su vida religiosa, con el pecado sobre todo— la obsesión, principalmente en materia religiosa, constituye la enfermedad probablemente más dolorosa del espíritu y consiguientemente la más dolorosa de todas, acompañada como está de la más aguda angustia.
El obseso no se resigna a su estado; lucha contra su idea invasora, intenta por deshacerse de la duda con que se introduce, aunque siempre ineficazmente, sin acabar de convencerse de la inutilidad de sus esfuerzos. Para lograr la certeza acude primeramente a largos y atormentadores exámenes de conciencia, si la acción ha sido ya hecha, o a minuciosos análisis de los principios morales en sus relaciones con el caso concreto, si se trata de formarse la conciencia antes de obrar. Ante la ineficacia de tales procedimientos echa mano de medios extraordinarios y ridículos, acude a especies de sortilegios de fórmulas extravagantes (vg. pronunciar ciertas frases, a veces sin sentido o incoherentes, un determinado número de veces etc.), a hechos que demostrarían la culpabilidad o inocencia de su conciencia (vg. si apoyando la cabeza sobre un vidrio se corta o no —y convencido de su inocencia, ya se cuidará el enfermo de no apretarla mucho para no lastimarse— deducirá de este fenómeno si ha pecado o no), a juramentos y movimientos de cabeza, de manos, etc., como si quisiese con ellos arrojar la idea torturante que no ha podido eliminar de su alma de otro modo.
Una vez agotados en vano todos sus medios para obtener la certeza y unidad de su conciencia y la paz consiguiente, se refugia, derrotado, en un reducto supremo: resignarse a las exigencias de la idea obsesionante, optar por lo más seguro, abrazándose prácticamente, en un acto heroico por salvar incólume el principio moral, con el sistema intolerable jansenista que en moral se apellida el tuciorismo. En adelante, a más de las obligaciones ciertas exigidas por la moral a todos los hombres y cristianos, el escrupuloso se someterá a una serie casi infinita de imposiciones, cada vez más numerosas y más intolerables, que cruelmente va poniendo sobre sus hombros la idea obsesionante amparada por la duda.
Claro está que tampoco por allí llegará a la unidad de su vida, a la paz del espíritu, antes al contrario, con ello sólo conseguirá robustecer la idea invasora, en cuyos abismos se irá sepultando cada vez más, a medida que forcejea por evadirse de sus fauces, como el infeliz prisionero de las arenas movedizas.
Finalmente, incapaz de librarse por sí mismo de las garras de su enemigo interior, el enfermo se decide por ir a confiar su penosa situación y a pedir ayuda al médico, que en el caso de la obsesión religiosa no es otro que el propio confesor o director espiritual. Y realmente allí encuentra la paz, al menos momentáneamente. El confesor descarga de su conciencia el torturante peso de las ideas obsesionantes, que se han ido acumulando día tras día, le hace ver la futilidad de sus preocupaciones, le abre el corazón a la confianza en Dios y le da una norma clara y categórica, simplificándole con ella la vida espiritual y procurando dársela tan simple que la terrible dialéctica del enfermo no la inutilice en su aplicación práctica. "No tienes obligación o prohibición alguna, le dice el confesor, mientras no la veas claramente y sin examinarla". (Esta norma vale sólo para los escrupulosos).[1]
Pero bien pronto la obsesión se insinúa de nuevo, tímidamente al comienzo, poco a poco va reconquistando el terreno perdido y bien pronto llega a adueñarse de nuevo de la conciencia del enfermo. Esta vez la obsesión es muy probable que se localice en la misma norma del confesor, anulando su eficacia y cegando así en su fuente misma el principio de salud. "¿Me habré explicado bien al sacerdote?", se dice el escrupuloso, y… "¿Me habrá entendido bien el Padre?" Y además, "¿Se extenderá a este caso la norma que me dio?" "¿Cuál será su sentido preciso?" Y comienza a analizarla hasta en su más recóndito sentido, sin conseguir sino obscurecerla e inutilizarla enteramente. Nuevamente corre en busca de su confesor, le pide que le esclarezca sus normas directivas y, después de repetidos fracasos para conservarla clara, le rogará se la dé por escrito para no tergiversarla con sus dudas. Mas ni con ello se libra de su terrible enemigo, que se introduce en la norma clara y terminante para obscurecerla y hacerla nuevamente estéril. Comienza el escrupuloso por leer y releer las sencillas palabras del confesor, en torno a las cuales borda toda una abundante y tenuísima exégesis, que no hace sino enredarlo entre sus finísimos hilos e invalidar su norma salvadora. Sólo su penetrante espíritu de análisis bajo la presión y el ansia de verse libre de la idea obsesionante es capaz de tan largos y prolijos como vanos exámenes de su norma moral.
Entretanto todo este esfuerzo frustrado, totalmente en beneficio de su idea obsesionante cada vez más fuerte y exigente, no hace sino debilitarle más y sumirle en una irritante y cruel impotencia. El ánimo decrece, la esperanza de lograr librarse del enemigo implacable se amengua y un apocamiento aplastante y tristeza indecible se apodera y entenebrece toda la vida del espíritu. La claridad de la conciencia se obscurece día a día, se afloja su cohesión y se acentúa su disociación; el sentido común se amengua, sus protestas y reivindicaciones son cada vez más débiles y tardías, cede palmo a palmo el campo al adversario implacable; a medida que se van manifestando en el enfermo, casi imperceptibles al principio y más claramente después, agitaciones mentales, motrices y emocionales. Semejantes agitaciones se caracterizan por su inutilidad y por su falta de adaptación a la realidad.
Primeramente suelen presentarse sistematizadas, es decir, localizadas en torno a una determinada idea (manía,) movimiento (tic) o emoción (fobia); pero paulatinamente esas agitaciones se multiplican, se entremezclan y aglomeran, engendrándose de la sobreposición de manías, la rumiación mental; de la acumulación de energía, movimientos casi convulsivos (sólo que son conscientes, bien que un tanto indeliberados); y de la multitud de fobias, la angustia permanente sin objeto definido, que despedaza habitualmente al paciente.
Estas agitaciones de los tres órdenes (mental, motriz y emocional) son como explayaciones, o mejor, derivaciones de la actividad psíquica, que siguen al esfuerzo frustrado de dominar la idea obsesionante. El malestar del enfermo no se manifiesta, como se ve, tan sólo en la idea que lo tortura; en realidad, como diremos luego al exponer la teoría de Janet, la causa del mal está más hondo y la idea obsesionante no es más que una de las manifestaciones de un estado general de depresión o psicastenia.
Un sentimiento de "incompletez", de "inacabamiento" acompaña todos sus actos y estados psíquicos, nos confiesa el enfermo. Según él, su atención carece de fijeza, su inteligencia de claridad y su voluntad de decisión. Sus alegrías y, en general, todos sus sentimientos no desarrollan la órbita de su evolución normal, se detienen a medio camino, quedan incompletos. De ahí esa como necesidad que él tiene de rehacer constantemente sus actos y esa como desestimación que profesa a sus acciones más valiosas, muchas veces apreciadas en mucho por quienes le rodean. Para el escrupuloso nada hay que valga en su vida, nada hace perfectamente, todo está lleno de defectos y lagunas. De aquí que el escrupuloso nunca esté satisfecho de sus oraciones, de sus buenas obras, de sus confesiones sobre todo, las que siempre siente necesidad de rehacer, y ese sentimiento y conciencia de la imperfección e "incompletez" impreso en toda su vida, que lo trae en desazón y lo lleva al descorazonamiento y a veces hasta la desesperación. Esa convicción del ideal de su vida nunca alcanzado, más, de las miserias y hasta inutilidad de sus esfuerzos, del fracaso de sus empresas, lo lleva a la tristeza y, por momentos, hasta la angustia. Si la obsesión no estuviese localizada en el tema religioso, porque el enfermo no es piadoso, entonces tendremos al artista, al escritor siempre insatisfecho de su obra, que todos admiran, o al hombre de negocios, al empleado o al padre de familia ejemplar, a quien nunca le parece haber hecho plenamente lo que debía. Es un tedio que lo invade todo y todo lo entenebrece, es "la filosofía de la impotencia y la resignación de la desesperanza". De todo lo cual surge un sentimentalismo exacerbado, un deseo de ser amado y tratado con compasión y afecto. Y realmente estos enfermos se lo merecen y necesitan, no sólo por el estado de dolor que los desgarra, sino también por la gratitud y nobleza con que a tales sentimientos corresponden y por la bondad y ternura con que saben tratar a los demás.
En realidad, el enfermo exagera mucho sus propios males y carga un poco los tonos de este triste cuadro de su vida y, sin quererlo, nos engaña. Porque, a pesar de lo que a él le parece y siente, su inteligencia no está tan obscura como él nos la describe, conservando una gran fuerza de penetración en todo lo abstracto y aún en lo concreto fuera del radio de sus ocupaciones obsesionantes. Incapaz para esclarecer sus propios problemas morales, sabe dilucidar con precisión la situación análoga ajena; y, por una dolorosa paradoja, el escrupuloso que no sabe dirigirse a sí mismo, puede ser un excelente director de conciencia, fuera de ciertos casos extremos de esta enfermedad. Enfermos como están, son capaces de producir esfuerzos notables de inteligencia en teología, filosofía, ciencias y artes. Su inteligencia y demás facultades no presentan tampoco lesión o anormalidad alguna en su constitución. La enfermedad radica exclusivamente, como se entenderá mejor en el capítulo siguiente, en el funcionamiento de esas facultades normales, y se caracteriza, sintetizando todos los caracteres dados anteriormente en una insuficiencia del sujeto por dominar y asimilar la realidad para coordinarse debidamente con ella, en una palabra, por un debilitamiento de lo que Janet llama "la función de lo real" por parte de su inteligencia, emociones, sentimientos y, sobre todo, por parte de la voluntad, insuficiencia general que se manifiesta en determinadas funciones, como veremos luego al tratar de organizar en una teoría explicativa los fenómenos de la psicastenia.



[1] Nota del Blog: esta norma, válida sólo para los escrupulosos puesto que por regla general no se puede obrar con duda práctica, es una regla de oro para su curación. No hay dudas que la misma sería muy fácil si el enfermo la entendiera y practicara