lunes, 27 de agosto de 2012

Lacunza y el contenido del Libro Sellado (Apoc. V)

   Nota del Blog: el siguiente texto está tomado del Fenómeno VIII, Párrafo VI, bajo el subtítulo “Observaciones de este libro que abre el Cordero”, de la monumental obra "La Venida del Mesías en Gloria y Majestad". La respuesta, como es usual en Lacunza, es del todo sencilla y llana. Como lo indica el autor, el contenido del Libro es de gran ayuda para entender el resto del Apocalipsis y creemos, sin duda alguna, que la exégesis del gran Jesuita chileno es la verdadera, aunque no dudamos en plantear nuestras objeciones o discrepancias cuando lo creemos necesario.    Dios quiera que estas líneas redunden en un mayor aprecio por la obra del P. Lacunza y también en un mayor entendimiento del último de los Libros Sacros.
 
   Todas las notas son nuestras.


El Cordero con el Libro de los Siete Sellos


  “Llegando aquí, parece naturalísimo el deseo de saber (con aquella ciencia, a lo menos, que nos es posible en el estado presente) ¿qué libro es este que en aquel Consejo extraordinario se pone en manos del Cordero, tan cerrado y tan sellado, que ninguna pura criatura es digna ni capaz de abrirlo, sino Él sólo? ¿Qué libro es este que el Cordero recibe inmediatamente de la diestra de Aquel que estaba sentado en el trono; que abre allí mismo en medio de toda aquella numerosa y venerable asamblea; que la llena toda, con sólo abrirlo, de tanto regocijo y alegría, que no cabiendo en el cielo, se difunde a todas las criaturas del universo? Sin duda debe figurarse y significarse por este libro alguna cosa muy grande; pues las resultas de su apertura son tan grandes, tan extraordinarias y tan nuevas. Yo confieso que siempre he tenido el mismo deseo, pareciéndome que una vez que esto se entendiese, sería ya fácil sacar muchas y muy útiles consecuencias. Lo que sobre esto hallo en los intérpretes, hablando francamente, no me satisface; o porque no entiendo lo que quieren decir, o porque no le hallo proporción alguna con lo que dice el texto sagrado. ¿Quién podrá persuadirse, por ejemplo, después de haber considerado el texto con todo su contexto, que el libro de que aquí se habla es la misma Escritura divina? ¿Cómo y a qué propósito? Ésta, dicen oscuramente, se abrió, o se entendió con la muerte y resurrección de Cristo. Y no obstante esta supuesta apertura, digo yo: los doctores han trabajado infinito en buscar la inteligencia de la misma Escritura, diciendo las más veces unos una cosa, y otros, otra cosa sobre un mismo lugar. ¿Quién podrá persuadirse que el libro de que aquí se habla es el mismo libro del Apocalipsis? ¿Cómo, y a qué propósito, cuando es cierto que no había tal libro en el mundo, en el tiempo que San Juan tuvo esta visión? Y aun prescindiendo de este anacronismo, ¿el libro del Apocalipsis es el que recibe el Cordero de mano de Dios, el que abre delante de todos los ángeles y santos, el que con su apertura llena de júbilo y regocijo al cielo y a la tierra?
  
   Cierto que no lo entiendo, sino es acaso que quieran decirnos que así en el Apocalipsis como en otras muchas Escrituras se nos dan grandes ideas del libro de que hablamos, y de algunas cosas de las que contiene, a lo cual no pienso repugnar. ¿Pues qué libro puede ser éste, al que competan con propiedad las cosas tan nuevas y admirables, que se dicen de él? Yo bien creo, señor, que no me preguntáis sobre las cosas particulares que están escritas en el libro; pues no ignoráis lo que se dice en el mismo texto: no fue hallado ninguno digno de abrir el libro, ni de mirarlo. Si ninguno es digno de abrir el libro, ni de mirarlo, ¿quién podrá decir lo que contiene? Seguramente contiene lo que dice San Pablo: Lo que ojo no vio, ni oído oyó, ni entró en pensamiento humano (I Cor. II, 9). Mas si sólo me preguntáis sobre el título del libro, esto es, sobre su argumento o asunto general, voy luego a proponer simplemente mi pensamiento, pidiendo no sólo atención, sino consideración y examen formal, y todo ello poniendo a un lado por un momento toda preocupación. El libro, pues, de que hablamos, me parece a mí, atendidas las circunstancias, que no es otro sino el mismo “Testamento nuevo y eterno de Dios”, en el cual sabemos de cierto que está llamado en primer lugar, y constituido heredero, Rey y Señor universal de todo, aquel mismo Unigénito de Dios, “por quien son todas las cosas, y para quien son todas las cosas” (Heb. II, 10), “al cual constituyó heredero de todo, por quien hizo también los siglos” (Heb. I); aquel que siendo Unigénito de Dios, “resplandor de la gloria, y la figura de su sustancia y sustentándolo todo con la palabra de su virtud”, es al mismo tiempo por su infinita dignación, el primogénito entre todos los que son, y serán llamados hijos de Dios: “que según su decreto son llamados santos... para que Él sea el primogénito entre muchos hermanos (Rom. VIII, 28). Dije en primer lugar, porque también sabemos con la misma certidumbre, que juntamente con el primogénito, “y por Él, con Él y en Él”, están llamados a la herencia, como coherederos suyos, todos sus hermanos menores, los cuales muchos días ha, que se llaman y convidan con las mayores instancias; muchos días ha que se buscan por todas partes, y entre todas las gentes, tribus, y lenguas, para que quieran admitir la dignidad de hijos de Dios, y tener parte en la herencia de que habla el mismo Testamento nuevo y eterno[1]; pidiéndoles de su parte solamente dos condiciones indispensables, que son fe y justicia; esto es, que crean en verdad a su Dios, y sigan sin temor alguno, obedezcan, imiten, amen, y se conformen todo lo posible con la imagen viva del mismo Dios, que es su propio Hijo: “Porque los que conoció en su presciencia, a estos también predestinó, para ser hechos conformes a la imagen de su hijo... Y si hijos también herederos, herederos verdaderamente de Dios, y coherederos de Cristo...” (Rom. VIII) “El que aun a su propio Hijo no perdonó, sino que lo entregó por todos nosotros; ¿cómo no nos dará también con él todas las cosas?”. 

   Es certísimo que este Testamento nuevo y eterno de Dios, tan anunciado en las antiguas Escrituras, está ya hecho muchos tiempos ha; está firmado irrevocablemente; está sellado y asegurado “por dos cosas infalibles, en las cuales es imposible que Dios falte (Heb. VI, 18), esto es, con la palabra de Dios, y con la sangre del Cordero[2], con la sangre del Hombre Dios, la sangre del nuevo (y eterno) Testamento, así como el Antiguo Testamento que era solamente por algún tiempo, y como ayo que nos condujo a Cristo, se selló y aseguró con la sangre de animales: “Porque Moisés habiendo leído a todo el pueblo todo el mandamiento de la ley, tomando sangre de becerros, y de machos cabríos con agua, y con lana bermeja, y con hisopo; roció al mismo libro, y también a todo el pueblo, diciendo: esta es la sangre del Testamento que Dios os ha mandado (Heb. IX, 19). Mas aunque este Testamento de Dios, nuevo y eterno, está ciertamente hecho, aunque está firmado y asegurado irrevocablemente; parece del mismo modo cierto e indubitable, que todavía no se ha abierto, sino que está cerrado y sellado, hasta que llegue el tiempo de abrirse. Lo que ahora llamamos Testamento nuevo, esto es, las nuevas Escrituras, canónicas, auténticas, divinas, que se han hecho después del Mesías, no son, propiamente hablando, el Testamento mismo, son solamente la noticia, el anuncio, el convite general que se hace a todos los pueblos tribus y lenguas, para que concurran todos los que quisieren a la gran cena, y procuren entrar en parte del Testamento nuevo y eterno de Dios; verificando cada uno en sí mismo aquellas dos condiciones que se piden a todos, y a cada uno en particular; esto es, fe y justicia. Estas nuevas Escrituras se llaman con mayor propiedad el Evangelio del reino, que es el nombre que dio el Mesías a la misión y predicación de los apóstoles: Evangelio, o anuncio, o buenas nuevas del reino, el cual reino es todo lo que contiene el Testamento mismo[3]

   No hay, pues, razón alguna para confundir la noticia de estar ya hecho el Testamento de Dios, nuevo y eterno, con el Testamento mismo. La noticia es cierta y segura, y sobre esta certidumbre y seguridad, se trabaja muchos siglos ha, en que todos la crean y se aprovechen de ella; mas el Testamento mismo ninguno lo ha leído hasta ahora, y ninguno es capaz de leerlo; ya porque ninguno es capaz de entender lo que ojo no vio, ni oreja oyó, ni entró en pensamiento humano; ya principalmente porque está todavía en manos de Dios, cerrado y sellado, con siete sellos, hasta que lleguen los tiempos y momentos, “que el Padre puso en su propio poder”; hasta que se ponga el Testamento en manos del Cordero; hasta que el Cordero mismo rompa los sellos; hasta que lo abra públicamente en el supremo y pleno Consejo de Dios mismo y con esto entre jurídicamente en la posesión actual de toda su herencia, con el fiat, fiat, o con el consentimiento y aclamación, deseo, y júbilo, y exultación unánime de todo el universo[4]

   En efecto, ¿qué quiere decir presentarse el Unigénito de Dios, “como hijo de hombre”, o como Cordero, “como muerto”? ¿Presentarse, digo, delante del trono de su Divino Padre en aquel Consejo extraordinario, y en aquel tiempo de que vamos hablando? ¿Recibir de mano del Padre un libro cerrado y sellado, que ninguno puede abrir sino él solo? ¿Abrirlo allí públicamente en presencia de Dios, y a vista de todos los ángeles, y de todos los conjueces y testigos? ¿Llenarse de admiración, y de un júbilo extraordinario con la apertura del libro, así los conjueces y testigos, como todos los espíritus angélicos? ¿Postrarse todos llenos de verdadera devoción, de agradecimiento, y del más profundo respeto, delante del trono de Dios, y también delante del Cordero mismo? ¿Alabar a Dios, bendecirlo, y darle gracias, por lo que acaba de suceder, esto es, porque ha puesto ya el libro en manos del Cordero, y el Cordero lo ha abierto a vista de todos, y manifestado todos sus secretos? ¿Conocer, y confesar todos unánimemente, que el Cordero, que fue muerto, es realmente digno de todo aquello que ha recibido con el libro, y está encerrado en el mismo libro? ¿Difundirse esta exultación y júbilo sagrado desde aquel supremo Consejo a todas las criaturas del universo? ¿Oírse al punto las voces de todos, que gritan y aclaman a una voz: “Al que está sentado en el trono, y al Cordero: bendición, y honra, y gloria, y poder en los siglos de los siglos”? ¿No es esto manifiestamente una confirmación o una relación más extensa, y más circunstanciada del texto de Daniel? Una persona admirable, como Hijo de Hombre (dice este Profeta), llegó como de las nubes del cielo, y entrando sin impedimento ni oposición alguna en el gran Consejo de Dios, se presentó o fue presentado delante de su trono, y allí recibió de mano de Dios la potestad, el honor y el reino: “y he aquí (son sus palabras) venía como Hijo de Hombre con las nubes del cielo, y llegó hasta el Anciano de Días, y presentáronle delante de Él. Y diole la potestad, y la honra, y el reino; y todos los pueblos, tribus, y lenguas le servirán”. San Juan dice que este mismo Hijo del Hombre, presentado delante del trono de Dios en figura de Cordero, como muerto, recibió de su mano un libro cerrado y sellado, que sólo Él podía abrir, que lo abrió allí mismo a vista de todos los conjueces y testigos, con admiración, y exultación de todos; y en consecuencia inmediata de esta apertura del libro, todos se postraron delante de Dios y del Cordero, diciendo: “digno es el Cordero, que fue muerto, de recibir el honor y la gloria, la virtud y la potestad, la bendición, la sabiduría, la fortaleza, etc”. Decidme ahora, señor mío, con sinceridad: ¿no es éste el mismo misterio de que habla Daniel? ¿No es esto decirnos manifiestamente, que recibiendo el Cordero un libro de mano de Dios, recibe en él la potestad, el honor y el reino? ¿No es esto decirnos manifiestamente que recibiendo el libro y abriéndolo, se halla ser el Testamento de su divino Padre, en que lo constituye y declara heredero de todo? ¿No es esto decirnos manifiestamente, que junto con el libro, y el libro mismo, se le da la posesión actual de toda su herencia; esto es, la potestad, el honor y el reino? Si no es esto, ¿a qué propósito son tantas voces de júbilo y regocijo, con que resuena todo el universo a sola la apertura del libro? Considérese todo esto con más formalidad, y examínese con mayor atención[5]. Yo no puedo detenerme más en esta consideración, porque me llama a grandes voces la Mujer misma que acaba de parir espiritualmente este hijo másculo, este Hijo del Hombre, este Cordero; la cual después del parto queda en la tierra en grandes conflictos.

   Volviendo ahora al punto particular que dejamos suspenso, lo que decimos y concluimos es: que a este mismo Consejo extraordinario, a este mismo trono de Dios de que habla Daniel, y de que habla San Juan, será arrebatado y presentado el hijo másculo de nuestra Mujer metafórica, luego al punto, que se verifique su nacimiento también metafórico a la manera que decía el Apóstol: “hijitos míos por quienes vuelvo a sufrir dolores de parto hasta que Cristo sea formado en vosotros” (Gal. IV, 19) luego al punto, digo, que esta celebérrima Mujer, vestida ya del sol, lo conciba por la fe, y lo dé a luz por una pública confesión de la misma fe: “Y parió un hijo varón, que había de regir todas las gentes con vara de hierro; y su hijo fue arrebatado para Dios, y para su trono”; pues según todas las ideas que nos dan las Santas Escrituras, parece que esto sólo se espera, para dar a este Hijo de esta Mujer, a este Hijo de Dios, a este Hijo del Hombre, a este Cordero que fue muerto, toda la potestad actual, todo el honor efectivo y real, y todo el reino y principado universal, que por tantos títulos se le debe, y de que ya está constituido heredero en el Testamento nuevo y eterno de su divino Padre. Por consiguiente, no se espera otra cosa para poner en sus manos este libro, o este Testamento, y para comenzar a ponerse en ejecución lo que en él se contiene. Entonces, señor mío, y sólo entonces se empezarán a ver los grandes y admirables misterios que contiene el Apocalipsis, y a verificarse sus profecías, las cuales, digan otros lo que quisieren, hasta ahora no se han verificado, no digo todas, o muchas, pero ni una sola.[6] Entonces se revelará, se manifestará, o saldrá a la pública luz, con todas sus piezas y resortes, aquella gran máquina, o aquel gran misterio de iniquidad, que llamamos Anticristo, el cual se está formando tantos tiempos ha, y en nuestros días vemos ya tan adelantado y tan crecido.”





[1] De aquí que el Apocalipsis, hablando del Milenio, diga que el vencedor (cfr las siete cartas) “tendrá esta herencia, y Yo seré su Dios, y él será hijo mío” (XXI, 7). Ya tendremos tiempo de volver sobre este tema.

[2] Título de los mártires del quinto sello. Objeto de próximos artículos.

[3] A esto parece referirse Nuestro Señor cuando dice: “Y es necesario primero que a todas las naciones sea proclamado el Evangelio” (Mc. XIII, 10). Una vez más, sobre esto no faltará oportunidad de hablar.

[4] Llama la atención que Lacunza no citara la parábola de las minas: “Un hombre de noble linaje se fue a un país lejano a tomar para sí posesión de un reino y volver…” (Lc XVIII, 12 ss) o el Salmo II: “¡Yo promulgaré el decreto de Yahvé! Él me ha dicho: “Tú eres mi Hijo, Yo mismo te he engendrado en este día. Pídeme y te daré en herencia las naciones, y en posesión tuya los confines de la tierra…

[5] Puesto que el mismo Lacunza nos dice que investiguemos el tema, tenemos que decir que no creemos acertada su opinión donde identifica los sucesos del capítulo V del Apocalipsis con Daniel VII, que es a lo que alude en el texto. Las razones son varias pero una sóla será suficiente (aunque, claro está, esto merece un desarrollo mucho más amplio): la apertura del Libro sellado tiene lugar al comienzo de la septuagésima semana, mientras que el suceso de Daniel ocurre hacia la mitad de la misma y coincide con la Mujer del cap. XII del Apocalipsis que después de dar a luz espiritualmente a Nuestro Señor, debe huir al desierto, tras lo cual aparecen las Bestias del Mar y de la Tierra, según aquello de Daniel IX, 27: “Y a la mitad de la semana vendrá una abominación desoladora…etc” cfr. Mt. XXIV, 15.

Está claro que esto no afecta en nada al argumento principal sobre el contenido del Libro.

[6] Tengan en cuenta esto aquellos que, siguiendo a autores como Castellani o Eyzaguirre, ven en el Apocalipsis una profecía en la cual se recapitula antes de llegar al fin. Coincidimos, pues, con Lacunza, cuando dice que desde el capítulo IV en adelante el Apocalipsis es una profecía no sólo toda seguida, sino también futura para nosotros