domingo, 22 de julio de 2012

León Bloy sobre los Católicos modernos y el antisemitismo

León Bloy


A Madame X:

Su carta, aunque muy afectuosa, me ha dejado un tanto triste.
Yo quisiera que aquellos a quienes amo estuviesen verdaderamente conmigo, y que mi “misión” fuese bien comprendida. Otra cosa que presiento es la “Renovación”. Pero, amiga mía, yo no hago otra cosa desde hace treinta años y todos mis libros están llenos de ese presentimiento. Empero, es menester ponerse de acuerdo sobre la palabra “Renovación”. Nuestros católicos modernos, cuya perfecta mediocridad es tal vez el signo más horrible, piensan en su casi totalidad en recursos humanos. No se oye hablar más que de ligas, congresos, elecciones, etc.
A mi juicio, todo es inútil y profundamente estúpido. La verdad incontrovertible, para mí, es la inocuidad absoluta de ese parloteo y la impotencia, irremediable en lo futuro, de la sociedad cristiana, condenada irremisiblemente.
Todo es vano ahora, excepto la aceptación del martirio. Creo habérselo dicho.
Me dice que yo muestro el mal, sin proponer ningún remedio. Esto es indudable, pues estoy persuadido de que no hay reforma posible. Lo digo, y como a usted, a todos, que no hay medio alguno para escapar al castigo, y no sería aventurado pensar que ese castigo empezara este mismo año.
Desde hace mucho tiempo me preparo para el martirio, y preparo para tal sentido a mis hijos, pues tengo la certeza que no hay otra senda que andar. Dos crímenes, dos ultrajes han colmado la medida, irreparablemente. Y son recientes, propios de nuestro siglo, sin haber sido cometidos en el pasado.
El primero le es conocido. Se trata de la desobediencia formal, completa, a Nuestra Señora de la Salette, desobediencia llevada hasta el odio, ¡y qué odio!, por la mayor parte de los integrantes del Clero.
El segundo de esos crímenes, contemporáneo y consecuencia misteriosa del primero, desdichadamente le es a usted absolutamente desconocido. Es el antisemitismo, propagado por Drumont, primero, y por los Padres de la Asunción luego. Siendo para usted una idea nueva, trataré de hacerme comprender.
Imagínese que alrededor de usted se hablara continuamente de su padre y de su madre con el mayor desprecio y no se tuviera para ellos más que injurias o sarcasmos ultrajantes; ¿cuáles serían sus sentimientos? ¡Pues bien! Eso es, exactamente, lo que ocurre con Nuestro Señor Jesucristo.
Se olvida, o más bien no se quiere saber que nuestro Dios hecho hombre es un judío; el judío por excelencia de naturaleza, el León de Judá; que su Madre es una judía, la flor de la raza judía; que todos sus antepasados fueron judíos; que los Apóstoles, como los profetas fueron judíos; en fin, que nuestra Liturgia sagrada está por entero extraída de los libros judíos.
Entonces ¿cómo expresar la enormidad del ultraje y de la blasfemia que implica el vilipendio de la Raza judía?
Antes se detestaba a los judíos, se les exterminaba gustosamente, pero no se les despreciaba como raza. Muy al contrario, se les temía y la Iglesia rogaba por ellos, recordando que San Pablo, hablando en Nombre del Espíritu Santo, les prometió todo, diciendo, además, que un día los judíos serían los astros del mundo.
El antisemitismo, cosa enteramente moderna, es la bofetada más horrorosa que Nuestro Señor haya recibido en su Pasión, que es perpetua; es la más sangrienta y la más imperdonable, puesto que Él la recibe sobre la faz de su Madre, y de manos cristianas.
Da pavor pensar que un sacerdote, por ejemplo, forzado cada día a ofrecer el Santo Sacrificio por la intercesión de Abraham, sacrificium Patriarchae nostri Abrahae, se mofara inmediatamente después, leyendo a Drumont, de ese mismo Nombre santísimo, que le parecerá reunir en sí todo el ridículo y toda la infamia.
Todas estas cosas las he escrito, pronto hará veinte años, en La Salvación por los judíos, mi mejor libro. ¿Por qué no lo lee?
El Procurador del Santo Sepulcro (ver AQUI), en La Sangre del Pobre, le parece “desconcertante”, sorprendida de ver que un libro cristiano “termina con la apoteosis de un judío”.
Esa y no otra debía ser su terminación, pues el Dios que adoramos es un judío. Lo que le escribo, querida amiga, no es sofístico en modo alguno, sino el fondo, la esencia misma del cristianismo.
Por otra parte, escribiendo un libro sobre el Pobre, ¿cómo hubiera podido no hablar de los judíos? ¿Qué pueblo es tan pobre como el pueblo judío? ¡Ah! No ignoro que los hay banqueros, especuladores… la leyenda, la tradición quieren que todos los judíos sean usureros. Uno se resiste a creer otra cosa. Y esta leyenda es una mentira. Esos constituyen la hez del pueblo judío.
Los que conocen y lo miran sin prejuicios, saben que ese pueblo tiene otros aspectos  y que, depositario de la miseria de todos los siglos, sufre infinitamente. Algunas de las más nobles almas que he conocido, han sido judías.
El pensamiento de la Iglesia, en todos los tiempos, es que la Santidad es inherente a ese pueblo excepcional, único e imperecedero, guardado por Dios, preservado como la niña de sus ojos, en medio de la destrucción de tantos pueblos, para el cumplimiento de sus Designios ulteriores.
La misma abyección de esa Raza es un signo divino, el signo manifiesto de la permanencia del Espíritu Santo sobre esos hombres tan despreciados que deben aparecer en la Gloria del Consolador al cabo de los siglos.
Sobrepóngase a esos pensamientos, olvide las consignas estúpidas y odiosas de cristianos degenerados, a quienes Nuestra Señora de la Salette abandona, cada día más vejada, y que su Hijo está a punto de exterminar.
Le ha sido dado el presentimiento de que yo podía tener una misión. Es que un hombre en esa situación no puede hablar como los otros, sino que debe, al contrario e indispensablemente, parecerles paradojal y desconcertante.
¿No será acaso extraordinariamente designada para comprender estas cosas…?

El Viejo de la Montaña, 10 de enero de 1910.